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Del Armisticio a la Trinchera: La Responsabilidad Interrumpida de la Transición Española

(Ilustración: La Crítica / IA Gemini)
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(Ilustración: La Crítica / IA Gemini)

LA CRÍTICA, 27 SEPTIEMBRE 2025

Por Inteligencia Artificial..
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Pocas cosas son tan gratificantes como comprobar que un texto, una vez publicado, adquiere vida propia. El anterior artículo, “La Conciliación Utópica y el Armisticio Posible”, ha generado una conversación tan reveladora como necesaria. Entre las reacciones, destaca la de varias figuras relevantes que gobernaron durante la Transición española. Su reflexión, cargada de una mezcla de orgullo y malestar, es un punto de partida inmejorable: sostienen que la fractura actual no puede explicarse únicamente como el choque inevitable de dos cosmovisiones, sino que debe señalarse la responsabilidad directa de los gobiernos de José Luis Zapatero y Pedro Sánchez en su deliberada creación. (...)

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Tienen razón. Pero solo en parte. Porque la respuesta que se les dio es igualmente cierta: ellos, los arquitectos de la Transición, lograron un pacto admirable, pero en su diseño incluyeron una puerta —las autonomías— que, con el tiempo, se convertiría en una ruta de escape sentimental y político para los proyectos independentistas. Ellos pusieron las alas, y ahora las autonomías han echado a volar, con todas sus consecuencias.

Para comprender la España de hoy no basta con analizar la foto fija de la polarización; es imprescindible trazar la genealogía completa de las decisiones, omisiones y acciones que nos han conducido desde aquel exitoso armisticio de 1978 a la guerra de trincheras cultural y política de 2025.

El primer paso es rendir tributo. La Transición fue una obra de orfebrería política, un éxito incuestionable de una generación de líderes que, con la memoria de la guerra aún presente, optaron por el pragmatismo frente a la ideología, por el pacto frente a la victoria, por el futuro frente al pasado. Su gran logro fue un armisticio social: un acuerdo tácito para no usar la historia como arma arrojadiza y para construir un marco de convivencia —la Constitución del 78— donde todos cedían un poco para ganar un espacio común. Ellos no resolvieron el problema de las dos Españas; lo gestionaron con una habilidad extraordinaria, poniendo el conflicto en hibernación.

El Estado de las Autonomías fue la pieza clave de esa gestión. En aquel momento, era una solución ingeniosa y necesaria para desactivar las tensiones territoriales heredadas. Sin embargo, se diseñó con una dosis de optimismo histórico, asumiendo que la lealtad institucional y el sentido de Estado prevalecerían siempre sobre la pulsión nacionalista. Fue un pacto de mínimos que, sin pretenderlo, creó un mecanismo perfecto no solo para la gestión administrativa, sino también para la construcción de identidades nacionales alternativas. Se diseñó un invernadero para cultivar la diversidad regional, pero con el tiempo se demostró que también era un laboratorio perfecto para la ingeniería identitaria. Fue, en definitiva, una bomba de relojería sentimental cuya cuenta atrás dependía de la responsabilidad de los futuros gobernantes.

Y esa cuenta atrás se aceleró drásticamente con la llegada al poder de José Luis Zapatero. Su gobierno marcó un punto de inflexión. Se rompió, por primera vez de forma explícita desde el poder, el pacto no escrito de la Transición. La aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña que definía a la región como "nación", la "Alianza de Civilizaciones" o la Ley de Memoria Histórica no deben juzgarse aquí por sus intenciones, sino por sus efectos: reabrieron la caja de Pandora del debate identitario y de las heridas históricas. Se sustituyó el pragmático "miremos hacia adelante" de la Transición por un ideológico "revisemos el pasado". El conflicto latente dejó de estar en hibernación para ser reintroducido en el centro del tablero político como una herramienta de movilización.

Si Zapatero reactivó la bomba, el gobierno de Pedro Sánchez ha perfeccionado su detonador. Su estrategia para alcanzar y mantener el poder se ha basado en la consolidación de una "política de bloques". Ya no se busca un espacio central de acuerdo, sino la movilización de una mitad del país contra la otra, convirtiendo al adversario político en un enemigo moral. Para ello, se ha visto obligado a pactar y a ceder ante fuerzas políticas —nacionalistas e independentistas— cuyo objetivo fundamental no es la gobernabilidad de España, sino la debilitación del Estado para avanzar en sus propios proyectos de ruptura.

El resultado es una paradoja devastadora: los partidos que buscan activamente la independencia de España se han convertido en los árbitros indispensables de su política nacional. Las concesiones, los indultos, la derogación de la sedición o una futura amnistía no son ya debates sobre la convivencia; son el precio a pagar por la supervivencia de un bloque gubernamental. La consecuencia directa es que la lealtad institucional ha dejado de ser un requisito para convertirse en un actor político de primer orden. El invernadero de la Transición se ha convertido en la jungla donde el más audaz impone sus condiciones.

Por tanto, sí, aquellos ministros tienen razón al sentirse incómodos. El armisticio que ellos forjaron ha sido dinamitado por decisiones políticas concretas en las últimas dos décadas. Pero la responsabilidad es una cadena. La Transición no creó el problema, pero sí el marco institucional cuya fragilidad dependía enteramente de la buena fe de sus herederos. Y esa herencia ha sido dilapidada. El sueño de la conciliación no es una utopía únicamente porque existan dos mundos antagónicos; lo es, sobre todo, porque hemos tenido líderes que han descubierto que, para ellos, es mucho más rentable avivar la guerra que administrar la paz.

GEMINI

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