La guerra en Ucrania está teniendo un profundo impacto en la dinámica global de la proliferación nuclear, con consecuencias que abarcan desde la seguridad de las instalaciones atómicas hasta la conveniencia de poseer armas nucleares como herramienta de disuasión. Pocos dudan, y el propio Presidente ucraniano Zelenski así lo ha manifestado más de una vez, que sí Ucrania, un país que renunció en el llamado Memorando de Budapest de 1994 a las armas nucleares a cambio de garantías de seguridad, hubiera conservado el que era el tercer arsenal nuclear más grande del mundo, Rusia nunca se hubiera atrevido a invadirla. A la inversa, sí Rusia no fuera una potencia nuclear, nunca habría habido restricciones occidentales al empleo de la fuerza y, muy probablemente, ya estaría derrotada. (...)
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Hasta la fecha, el principal acuerdo internacional que ha prevenido la proliferación nuclear es el Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares (TNP), adoptado en 1968 por 191 Estados. Su finalidad es evitar que se extienda la posesión de armas nucleares por el mundo y puedan terminar en manos de Estados irresponsables, organizaciones terroristas, o grupos criminales. Sin embargo, este tratado multilateral puede considerarse básicamente injusto ya que permite que cinco Estados -Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia y China- posean armas nucleares, mientras prohíbe al resto de la comunidad internacional adquirir capacidades nucleares, salvo para su uso pacífico.
La discriminación entre Estados que cuentan con armas nucleares y los que carecen de ellas ha sido tradicionalmente la mayor objeción que ha recibido este tratado, que fue concebido como un compromiso que no todo el mundo estaba dispuesto a cumplir. Prueba de ello es que, además de las potencias reconocidas como nucleares, en el mundo existen cuatro Estados poseedores de la bomba atómica que no están sujetos al régimen de no proliferación. Esto quiere decir que Corea del Norte, India, Israel y Pakistán cuentan con armas nucleares, al margen del TNP, porque entienden que sólo disponiendo de las mismas pueden garantizar su seguridad, e incluso la supervivencia de sus regímenes políticos, frente a vecinos poderosos y hostiles.
Para los países europeos que no son potencias nucleares (todos menos Francia y gran Bretaña), la pertenencia a una alianza militar como la OTAN ha evitado la proliferación en territorio europeo por ser innecesaria, dada la existencia de un paraguas nuclear norteamericano. Sin embargo, en los últimos tiempos está surgiendo una corriente creciente de pensamiento que propugna la necesidad de un paraguas nuclear europeo autónomo, como la única alternativa ante la incertidumbre estratégica sobre las garantías de seguridad norteamericanas.
También Rusia ha modificado en noviembre de 2024 su doctrina nuclear, para autorizar el uso de armas atómicas en respuesta a ataques convencionales apoyados por potencias nucleares, incluyendo los realizados contra aliados como Bielorrusia. Las amenazas explícitas de Putin de emplear estas armas en caso de amenazas existenciales a su soberanía e integridad territorial, combinadas con el despliegue de nuevos sistemas de armas como el misil hipersónico Oréshnik, han reintroducido el factor nuclear en su estrategia militar convencional, un fenómeno que empieza a extenderse a otros países y a otras latitudes.
Este endurecimiento de la postura nuclear rusa, vinculado al suministro occidental de misiles de largo alcance a Ucrania (como los ATACMS norteamericanos, o los Taurus alemanes), reduce el umbral para el empleo de armas nucleares y crea un peligroso precedente que otros países estarían evaluando con vistas a modificar sus posturas nucleares. Se trata de una dinámica que contradice el principio de “seguridad compartida” del TNP y alimenta la percepción de que las armas nucleares son herramientas políticas efectivas, incluso en conflictos regionales.
La polémica está servida y el caso ucraniano podría incentivar a otros países a considerar la opción nuclear ante la percepción de que las garantías de seguridad internacionales son frágiles y que la mejor forma de garantizar la seguridad nacional, y en ocasiones la única, es poseyendo armas nucleares. La realidad es que no es la primera vez que una potencia nuclear está en guerra con un Estado no nuclear; sin embargo, nunca anteriormente se habían lanzado amenazas tan explicitas sobre el uso de armas nucleares en este tipo de conflictos. Y tampoco nunca había habido una interacción tan estrecha y agresiva entre actores estratégicos antagonistas que cuentan con este tipo de armamento como es el caso de Rusia, e indirectamente, la OTAN.
Igualmente, hay que considerar el caso de China, un país que está llevando a cabo la expansión nuclear más rápida entre las potencias atómicas. Si en 2024 contaba con unas 600 ojivas operativas, se prevé que supere las 1.000 para 2030 y llegue a 1.500 en 2035 en una carrera armamentística imparable con los Estados Unidos, que está generando preocupación internacional ante una eventual ruptura del equilibrio estratégico global.
China se ha comprometido en la actualización de su política de defensa nacional llevada a cabo en 2023, en no usar ni amenazar con armas nucleares contra Estados no nucleares, ni zonas libres de armas nucleares. Pero la verdad es que Pekín nunca ha definido que entiende por una “capacidad nuclear mínima”, ni cuáles serían las circunstancias exactas para el uso de armas nucleares. Ello confiere cierta ambigüedad a la posibilidad de que China recurra al arma nuclear en caso de que sus fuerzas nucleares sean amenazadas por ataques convencionales que pongan en peligro su viabilidad estratégica.
Las amenazas disuasorias y los intentos de soslayar el régimen de no proliferación no son fenómenos nuevos, pero sí lo es el creciente número de Estados que empiezan a considerar que, en el actual estado de anarquía del sistema internacional, la única forma de garantizar su seguridad nacional es disponiendo de armas nucleares. Hasta ahora, la política de disuasión convencional ha aguantado bastante bien como método preferido por los Estados, lo que ha evitado una proliferación nuclear descontrolada de consecuencias impredecibles. Pero será el escenario final de la guerra en Ucrania el que defina la relación de la comunidad internacional, incluidas las potencias nucleares, con las armas nucleares.
El régimen de no proliferación nuclear tendrá que adaptarse a este nuevo contexto histórico y también a la circunstancia de que las grandes potencias, empezando por Rusia, parecen abandonar su obligación de comportarse como actores responsables que actúan conforme a unas normas y prácticas de comportamiento comúnmente aceptadas, la mayoría de las cuales han sido establecidas por ellas.
El resultado del cambio del entorno estratégico internacional, al que la guerra de Ucrania está contribuyendo poderosamente, hace que quienes abogan por la restricción de las armas nucleares estén perdiendo fuerza ante el incentivo que supone para numerosos Estados, a la vista de lo ocurrido en Ucrania, establecer sus propios programas armamentísticos nucleares independientes. Abandonar el argumento de que el único modo de evitar su uso es mediante la eliminación de los arsenales nucleares puede derivar un posible efecto dominó, que haga que países como Corea del Sur, Taiwán y otros como Irán decidan nuclearizarse, lo que colapsaría el TNP y multiplicaría los riesgos de conflictos nucleares regionales.
La eventual normalización de su uso como instrumento de coerción acentuará el clásico dilema estratégico de cómo mantener una adecuada disuasión sin caer en una carrera armamentística que reavive el fantasma de la proliferación nuclear descontrolada. No hay una solución óptima al mismo en estos momentos y probablemente no la haya nunca, pero sí podemos asumir que será el resultado de la guerra en Ucrania, quien determine el valor del arma nuclear como elemento de disuasión en la arquitectura de seguridad global de las próximas décadas.
Ignacio Fuente Cobo
Instituto Español de Estudios Estratégicos