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Con prudencia, rigor técnico y sin estridencias, magistrados como Manuel Marchena, Pablo Llarena, Antonio Narváez, Ángel Hurtado, Andrés Palomo, Vicente Magro Servet, García-Castellón, y muchos otros —la mayoría sin rostro público— se han convertido sin pretenderlo, en los nuevos héroes cívicos de España que resisten en nombre de la Ley. Ellos encarnan a esa patria dolida que se mantiene digna en las salas de justicia, con rigor jurídico, sin estridencias, con coraje sin aplausos. Este artículo rinde homenaje a esos magistrados y jueces —famosos y anónimos—.
El punto de inflexión fue el 1 de octubre de 2017. Mientras el Gobierno catalán desafiaba el orden constitucional fueron los jueces quienes activaron los resortes del Derecho. Pablo Llarena desde el Tribunal Supremo, instruyó con valentía y precisión jurídica un proceso inmensamente complejo. Sufrió campañas de difamación en medios internacionales, denuncias políticas, amenazas personales. Nunca respondió con ruido, siempre con un texto jurídico. Manuel Marchena al frente del juicio del procés ofreció una lección de sobriedad jurídica bajo su impecable dirección procesal. La sentencia del Supremo, ponderada y firme, fue objeto de estudio y elogio en foros jurídicos europeos. Un trabajo que fue desnaturalizado por decisiones legislativas de carácter oportunista: la derogación del delito de sedición, la rebaja de la malversación, y por último la ley de Amnistía. El mensaje es devastador: lo juzgado y sentenciado por los Tribunales puede ser revocado por conveniencia parlamentaria. La reciente aprobación de la ley de Amnistía, con la oposición frontal de una gran parte de la Judicatura y de la Comisión de Venecia, ha sido el punto de inflexión que ha situado a los jueces en la encrucijada. No porque busquen enfrentarse al poder político, sino porque este ha traspasado líneas que nunca debieron cruzarse.
Lo que algunos presentan como progresismo, muchos juristas lo identifican como regresión democrática. Es la idea, no nueva pero sí reavivada, de que el poder judicial debe subordinarse a las exigencias del Ejecutivo. La erosión no se limita a las sentencias: afecta a la base misma del sistema judicial. El Ejecutivo ha dejado entrever su intención de cambiar el método de acceso a la carrera judicial. Se presenta como inclusividad lo que en realidad es discrecionalidad: un modelo de designación política, al margen de oposiciones. Eliminar el mérito como criterio de acceso no democratiza la justicia: la destruye. Abrir la puerta a nombramientos sin oposición amenaza la independencia del juez desde su primer día. Esa es la lógica del populismo judicial: convertir jueces en comisarios ideológicos. En respuesta, en junio de este año de 2025 las principales asociaciones de jueces se plantan en un paro histórico. Un hecho sin precedentes en la democracia española. Es una señal clara: la Judicatura no aceptará su conversión en apéndice del Ejecutivo.
De la indiferencia de la sociedad debemos pasar al público reconocimiento de nuestros guardianes del Estado de Derecho, porque ellos son nuestra última trinchera, nuestro escudo contra la corrupción y el nepotismo impúdico que nos oprime. Es responsabilidad de la sociedad civil defender su independencia porque la suya es la nuestra. Universidades, colegios profesionales, medios de comunicación, intelectuales, todos debemos alzar la voz porque el silencio hace cómplice y la vergüenza caería sobre todos nosotros quedando sin respuesta para las nuevas generaciones.
La historia enseña que cada vez que la Justicia ha sido humillada por el poder, la democracia ha caído. Desde la Roma republicana hasta la Alemania de los años treinta, pasando por los tribunales manipulados del absolutismo borbónico o los juicios políticos del siglo XX. Ya advertía Lord Hewart, presidente del Tribunal Supremo británico en 1924: «No basta con que se haga justicia de manera real y efectiva; también es imprescindible que dicha justicia sea visible, transparente y percibida como tal por la sociedad».
Ejercer hoy la judicatura con plena independencia en España supone exponerse. Europa ha emitido informes muy críticos sobre la politización del Consejo General del Poder Judicial. La jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE y del TEDH recuerda que ningún Estado puede justificar la subordinación del poder judicial. Recientemente la Comisión del Parlamento Europeo ha dado un informe muy severo sobre España en relación a la amnistía. El fenómeno es más grave que nunca. Lo que antes era una pugna por el control del CGPJ, ahora es un intento por rediseñar la arquitectura judicial. Los jueces heroicos de hoy recuerdan a los juristas del derecho romano, aquellos pioneros del pensamiento jurídico occidental, conocidos por su racionalidad, sentido de la equidad y por sentar las bases del derecho como ciencia autónoma frente al poder del emperador. A los magistrados togados del siglo XIX, esos jueces decimonónicos que actuaban como referentes de imparcialidad, dignidad institucional y formación ilustrada en un tiempo de construcción de los Estados modernos y de consolidación de los sistemas judiciales independientes. A los guardianes constitucionales de la Transición, aquellos jueces que, durante la Transición española (años 70‑80), fueron clave para consolidar la democracia, defender los derechos fundamentales y aplicar la Constitución como escudo contra cualquier regresión autoritaria. En palabras del jurista alemán Gustav Radbruch: «Cuando la injusticia alcanza un nivel intolerable, el derecho positivo debe ceder ante el derecho supralegal» ese derecho natural basado en principios universales de justicia, dignidad humana y libertad.
La ciudadanía debemos mirar con respeto y gratitud a estos jueces. Porque cuando se tambalean las instituciones, su palabra escrita en resoluciones judiciales es el último refugio del ciudadano. Decía Tocqueville: «El juicio independiente de los jueces es una de las grandes garantías de libertad». No estamos ante una crisis técnica, sino moral. La historia está plagada de advertencias. En Francia, los tribunales populares de la Revolución dejaron de impartir justicia para ejercer venganza. En la Alemania nazi, los jueces juraron lealtad personal al Führer. España no puede permitir siquiera la sombra de esa deriva. Frente a esta amenaza, la respuesta judicial ha sido ejemplar. Ha habido recursos, informes técnicos, autos y sentencias. Los jueces españoles han demostrado un compromiso firme con la justicia y la imparcialidad en sus decisiones. Han resuelto casos complejos y controvertidos con base en la ley y la Constitución, sin dejarse llevar por presiones políticas o partidistas. Su labor es fundamental para mantener la confianza en las instituciones democráticas y garantizar que la justicia sea aplicada de manera justa y equitativa. Porque esa es la fuerza de la ley: no necesita ruido para ser profunda. Solo necesita ser pronunciada, leída y obedecida. El juez Marchena se ha convertido en referente de mesura. Llarena ha resistido intentos de deslegitimación. García-Castellón ha mostrado que el tiempo no borra la gravedad de ciertos delitos. Y tantos otros, desde el anonimato, mantienen viva la dignidad institucional. Son jueces incómodos porque su sola existencia recuerda que el poder tiene límites. Estos jueces no han pedido protagonismo. No buscan la aclamación pública ni el culto personalista al que sí parecen aferrarse tantos ministros, comisionados o asesores áulicos. Ellos simplemente cumplen con su deber: aplicar la ley. Europa observa. La Comisión de Venecia ha advertido del riesgo de socavar el principio de separación de poderes. El GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción) exige garantías de imparcialidad. Y la doctrina de Estrasburgo protege la independencia judicial como parte esencial del derecho a un juicio justo.
Este artículo pretende ser una llamada a la ciudadanía. Porque no basta con admirar a estos jueces: hay que defenderlos. Decía el jurista italiano Piero Calamandrei: «El respeto por el juez es la piedra angular de la democracia». Quien ataca la justicia, ataca la paz civil. Quien desprecia a los jueces, desprecia al ciudadano. Los jueces que hoy resisten no están solos: están con ellos la Constitución, la razón y la dignidad. La verdad y la mentira no pueden tener el mismo tratamiento. Es preciso agradecer su trabajo. Y recordar que la justicia no se arrodilla. Que la ley no se alquila. Y que la dignidad no se pacta.
Si crees que la independencia judicial es esencial para nuestra democracia, comparte este artículo. Hoy, más que nunca, España necesita ciudadanos conscientes y comprometidos.
Iñigo Castellano y Barón
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