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La Olimpiada de París y el mundo oscuro

Caronte, de Gustave Doré. (Foto: https://www.meisterdrucke.es/).
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Caronte, de Gustave Doré. (Foto: https://www.meisterdrucke.es/).

LA CRÍTICA, 18 SEPTIEMBRE 2024

Por Íñigo Castellano Barón
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Hace apenas un mes vimos la clausura de los Juegos Olímpicos celebrados en la capital gala. Clausura que no satisfizo a todos ni en el tono ni por el nivel de su inauguración como de su clausura. Creo que hubo gran belleza plasmada en la participación de los atletas y en el alma olímpica que prevaleció por encima de todo, aunque esta fuera instrumentalizada y su espíritu olímpico obligado a compartir groseras y más que desafortunadas actuaciones ajenas por completo al deporte y a la superación que el mismo implica. (...)

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París se preparó para celebrar uno de los eventos planetarios más importante que se suceden cada cuatro años. Más de treinta millones de personas de los dos hemisferios contemplaron por sus televisores los juegos olímpicos celebrados en las instalaciones preparadas para recibir a la élite mundial del deporte y consagrar una vez más desde los tiempos de la Grecia clásica, la hermandad de todas las razas y naciones a través del deporte competitivo. Todos los campos del deporte fueron representados y las marcas y records alcanzados batieron los de los anteriores juegos. Las medallas se ostentaron orgullosas sobre el pecho de los campeones entretanto el himno de sus respectivas naciones sonaba para orgullo de aquellas y gloria del deportista. Las olimpiadas parecen en sí mismas una tregua concertada entre los países del mundo en medio de sus grandes y muy graves conflictos.


Pues bien, en este escenario sucedieron hechos de enorme gravedad para muchos, especialmente para los cristianos y obispos católicos e incluso para los islamistas como fue el caso de Marruecos que puso pantalla en negro al ver la liturgia y espectáculo que dieron entrada y clausura a los juegos, como también el Consejo de Iglesias de Oriente Medio; sumándose a todos ellos personajes políticos y empresariales, algunos de estos retiraron sus anuncios publicitarios. Incluso un abogado francés presentará una denuncia por tal burla afirmando que: «Como católico, juro ante Dios que presentaré una denuncia e invito a todos los cristianos a que me acompañen para abordar el daño espiritual que hemos sufrido».


De igual manera el líder izquierdista Jean Luc-Mélenchon criticó la «burla olímpica» como lo hicieran partidos de la derecha. El conflicto, la controversia y el mal gusto en mi personal percepción, está servido. Para una parte de la ciudadanía no pasó de ser un show de mejor o peor calidad no exento de inquietantes interrogantes ante una escenificación de cierta ambigüedad, especialmente para los más ignorantes acerca de lo que allí se representó. Pero lo cierto fue que las escenas alegóricas que se produjeron fuera del interior del templo olímpico hirieron gravemente la sensibilidad de lo sagrado del ser humano, frente a la exaltación de los valores LGTBI y diversidad de género, como de otros sórdidos conceptos propugnados en la Agenda 2030. Parte del mundo pasó de su estupor a su repudio ante los hechos programados por el Comité Nacional Olímpico y Deportivo Francés que de acuerdo con el COI asumieron la subliminal transmisión ajena al deporte de mensajes intencionados en apoyo al Nuevo Orden Mundial (NOM) y por lo que se vieron obligados a pedir disculpas.


El siniestro inframundo que rodeó los escenarios fue de lo más diverso, aunque siempre tendente a la misma dirección. El NOM fustigó alegóricamente con su pensamiento globalista al tiempo de exhortar a un mundo envuelto en una gran conflictividad identitaria como de intereses, a un nuevo ciclo humano y cultural que ni los grandes pensadores como Oswald Spengler, Arnold Toynbee, Friedrich Hegel, Wolfgang von Goethe, Heráclito, Nietzsche y otros que explicaron el ciclo de las civilizaciones, la caída de Occidente y las fases de nacimiento, desarrollo, decadencia y extinción de un modelo humano de civilización, podrían equipararse ante la nueva concepción civilizadora que recreó el Comité Olímpico Francés.


El mensaje que la vieja Francia, primera nación cristiana de Europa pretendió y dio, fue calificado por muchos como lacónico, surrealista, estremecedor, original, grandioso, curioso; pero para muchos observadores bien informados el mensaje contenía un gran tinte satánico en donde la revolución, el caos, la muerte y el mundo oscuro aparecían nítidamente como una profecía o pronóstico de lo que se nos viene o pretende que sobrevenga a la humanidad. Son mentes que ya calculan una saturación demográfica del planeta y los siniestros remedios para solucionar el problema, así como una nueva Europa, alejada por completo de su propia antropología para convertirla en un nuevo espacio de otra civilización ajena por desconocida. Un mundo transgénico y transhumanista que daría escalofríos a quien estuviese dispuesto a ver una película de terror.


Soy del sentir que, como muchos millones de personas en el mundo, vemos angustiados las derivas woke que no por inesperadas en unos Juegos Olímpicos se nos hacen menos patentes y apremiantes. Se nos podrá tachar de fascistas, extrema derecha por no asumir los nuevos estereotipos y dogmas que se nos imponen en cualquier escenario como ha sido tristemente el de los juegos olímpicos de París, versión 2024. También se nos tachará de conspiranoides o negacionistas como hicieron a cuantos en su día rechazaron la mal llamada vacuna contra el COVID 19 cuyas consecuencias estamos lamentando por cada vez mayor número de casos clínicos de afectados a consecuencia de la misma. Pero la verdad es que desde la inauguración de los Juegos, las secuencias de las parodias alegóricas a las que me refiero reflejan la sórdida intencionalidad para las que han sido programadas.


El encendido del pebetero olímpico en los jardines de las Tullerías, seguido por el tributo a Edith Piaf, abrió el comienzo del plato fuerte con la parodia de «La última cena» de Leonardo Da Vinci. Allí vestidos o transvestidos como drag queens, sentados alrededor de una larga mesa en donde sobre ella y en medio, aparecía una niña incitando el mensaje al postre que ella misma representaba para todo aquel cartel de exposición transgénica junto a un hombre casi desnudo todo él teñido de azul emulando a Dionisio, dios del vino, de la diversión y del teatro. Una blasfemia programada y publicitada sorpresivamente en millones de hogares. No bastó esto, pues el fuego y la sangre han tenido su enorme protagonismo en toda la iconografía olímpica francesa, simbología del averno a la que ya Dante Alighieri en su obra «La Divina comedia» estableció con sus nueve círculos del infierno. Poco tiempo antes, sobre la catedral de Ruan, una negra columna de humo se había elevado desde la larga aguja que la corona y que el canal BFM mostró para espanto de los telespectadores, haciéndoles recordar el pavoroso incendio sufrido en 2019 que devastó la catedral de Notre Dame.


El río Sena, eje central para el desfile de los 6.800 atletas, se convirtió así mismo en el paradigma revolucionario y sangriento por el que desfilaron igualmente de manera evocadora, la imagen de la decapitada reina María Antonieta, símbolo de la sangre vertida por la Revolución que por aquel entonces cambió el mundo de las ideas. Todo un movimiento icónico que buscaba en su plasticidad el espíritu más afrancesado de su grandeur promocional de la LGBTIQ+. A la altura de la Conciergerie numerosas figuras decapitadas asomaban por sus ventanas retroiluminadas en rojo, color de nuestra sangre. La revolución que moldeó Francia con nuevos tintes no pudo hacerse más patente. Por el Sena discurrieron los vivos: los atletas y las figuras de los muertos por la Revolución.


El inframundo tuvo también su protagonismo. Hacia allí el futbolista y campeón mundial en 1998 de origen argelino, Zinedine Zidane, bajó por la boca de un Metro parisino para adentrarse con la antorcha en el subsuelo de la capital. La luz del vagón del tren se apagó para dejar con más brillo a la antorcha olímpica ante el asombro de tres chicos jóvenes que recogieron la antorcha de manos de su ídolo. Con música estridente y ya por las oscuras y sombrías alcantarillas, un hombre que bien hubiera podido ser Caronte, (el mitológico barquero del inframundo que tenía como misión transportar las almas de los muertos hasta el Hades, donde morarían por la eternidad), y al que ya se refirió Virgilio en la Eneida, como igualmente Aristófanes en su comedia Ranas, los embarcó en su bote para llevarlos hasta la plaza del Trocadero, por donde aparecieron los tres muchachos para acercarse a los equipos olímpicos a punto de embarcar para remontar el río Sena, ahora convertido en el río Estigia o bien el Aqueronte, al igual que en la mitología griega. Esa cloaca de aguas sucias sirvió para rememorar aquel río mitológico que separaba el mundo oscuro de los muertos del mundo de los vivos. Las tinieblas fueron atravesadas por la luz y el espíritu olímpico que alegóricamente los tres muchachos portaban.


Este escenario, donde ciertamente hubo belleza de luces vivas entremezcladas con las luces sombrías de la muerte, un escenario glorioso para sus creadores y para determinados movimientos programadores del ser humano, se encontró frente a la crítica de sectores que se resisten a ser sumergidos en el pensamiento globalista woke. Lo transgénico también tuvo su hueco en tanta parodia del mal gusto y procacidad, así en el desfile de moda, la modelo transgénero Raya Martigny fue acompañada por la música de la DJ y activista feminista y lesbiana Barbara Butch. Todo un canto a la progresía transmundista y wokista. En definitiva, toda una coreografía con mensajes tortuosos, quizás concebida por mentes igualmente tortuosas.


Finalizo estas líneas manifestando mi respeto a cuantas ideologías no se identifiquen con la mía, como igualmente mi total rechazo a cuantas burlas o parodias blasfemas atenten contra las creencias sagradas de cualquier religión.


Iñigo Castellano y Barón


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