Desde las épocas más remotas el ser humano se ha visto fascinado por los fenómenos meteorológicos.
El afán por conocer el tiempo venidero nos obliga a aguantar 35 minutos de anuncios en una cadena conocida y después de la “entradilla” otros cinco minutos más. Civilizaciones antiguas tanto egipcias como babilónicas observaban el tiempo atribuyendo los cambios a efectos astronómicos o divinos.
El primer tratado sobre los fenómenos atmosféricos se atribuye a Aristóteles sobre el 340 a.C. Desde entonces hasta ahora el hombre ha pretendido entender y pronosticar el tiempo bien fuera con observaciones y oráculos o, incluso, cambiarlo con sacrificios, oraciones, toque de campanas, bombas granífugas y más recientemente con aviones para “sembrar” nubes o potentes radiaciones de onda corta al espacio superior.