Si hay algo que es muy difícil de evitar es contar el innumerable número de reses que pastan por las interminables llanuras de este inmenso país.
Según se narra en la revista de septiembre del Instituto Cultural de Bahía Blanca un fenómeno sobrenatural tiene en vilo a la población Gaucha, lo han llamado “La abducción del cuatrero Hilton”. Miles de cabezas bovinas y ovinas han desaparecido sin dejar evidencia alguna. Al mismo tiempo, cierta cooperativa de cárnicos sacrificaba 800 vacas diarias y 60.000 mensuales entre ganado bovino y ovino. La duda de los habitantes es si tal fenómeno, “La abducción del cuatrero Hilton”, tiene más que ver con la aparición de ovnis en la zona - y juro que por la belleza del paisaje bien pudiera ser- que por la actividad de dicha cooperativa. Y es que aquí todo se mueve alrededor de los pastizales y de los animales que de ellos se benefician.
De Buenos Aires a Bahía Blanca los kilómetros se pueden hacer interminables, las estancias ganaderas innumerables y los hombres a veces hasta invisibles, lo cual creo que en el fondo es la mayor cualidad de los gauchos argentinos. Están imperturbables y a la vez, a su manera, arraigados a su trabajo en la tierra, esa tierra que no paran de admirar aunque en ello les vaya su propia existencia. Pero comencemos por el principio.
Son las nueve de la mañana -hora argentina- cuando aterrizamos en el aeropuerto de Buenos Aires. El vuelo no ha sido agradable –me reservo mi opinión sobre Air-Europa, sus tarifas hacia Latinoamérica, la calidad del servicio y el estado de las aeronaves. En la terminal de llegadas culturas de diversos países se mezclan frente a los controles de migración. No faltan los individuos con su indumentaria sionista, comunidad muy asentada entre la sociedad argentina.
Me llaman la atención los miembros de la policía, en muchos casos mujeres de escasa estatura. Y también las conversaciones de algunos oficiales masculinos sobre la actividad de las barras bravas, y no de manera negativa. En fin, carácter argentino.
Después de realizar todos los trámites salimos al exterior. Se notaba en el ambiente la humedad de esta época. Al instante tomamos ruta hacia Bahía Blanca. Teníamos 689 kilómetros por delante. Nos dirigíamos al primer enclave del viaje que Bruce Chatwin realizo 60 años atrás.
La descripción del paisaje apenas varía del la que hizo el británico en el pasado: trigales interminables, arroyos ocasionales llenos de sauces y carrizos de la pampa, álamos y eucaliptos, casas de estancias al fondo de caminos que nos encontrábamos a ambos lado de la carretera. También los típicos “asaditos”, lugares muy humildes donde te preparan las mejores carnes que he comido en los últimos años y a precio de menú. Y es que esa es un de las características de acá: los ganados pastan a sus anchas y los hombres los asan con maestría.
A las cuatro horas nos detuvimos en un pueblo llamado Chillar. Aquí tuve la oportunidad de mantener una conversación muy interesante con Antonio Masso, de 78 años, descendiente de emigrados alemanes. Hablamos durante un buen rato sobre los precios de las hectáreas, el gobierno de la Kisner -es pedagógico la descripción que algunos argentinos hacen de esta mujer-, la locura de Hitler. Muy educativa y variada la conversación.
Continuamos el camino y la noche se nos echó encima. Sobre las once entramos en Bahía Blanca, la última ciudad importante antes de adentrarse en la Pampa propiamente dicha. La ciudad se asemeja a las típicas localidades de la llanura norteamericana: la disposición de sus calles, la situación de los semáforos, los letreros indicativos. Por otro lado tiene un carácter muy europeo por los rasgos culturales de alguno de sus edificios, el carácter de su gente y la intelectualidad que se reflejaba en el ambiente. Pero sobre todo lo que más refleja es que es Argentina.
Esta primera noche hemos dormido en casa de Horacio, un fotógrafo de la localidad que alquila habitaciones humildes – se duerme en el suelo- a buen precio y en un entorno artístico, ¿cómo decirlo?, al borde de la quiebra. Eso sí: la wifi funciona de maravilla y esto sí que es muy diferente a la época de Chatwin.
A las 02.00 decido apagar el ordenador y meterme en el saco de dormir. Once mil kilómetros atrás y 24 horas sin pegar ojo son suficientes para alguien curtido pero que ya no es un chaval.