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Disparar a ciegas: el aborto y la temeridad de negar la vida

(Ilustración: La Crítica)
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(Ilustración: La Crítica)

LA CRÍTICA, 4 OCTUBRE 2025

Por Gonzalo Castellano Benlloch
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El debate sobre el aborto suele presentarse como un choque entre posiciones religiosas y laicas. Sin embargo, esta dicotomía es falsa: la consideración moral y jurídica de la vida humana trasciende el ámbito religioso. El derecho romano ya protegía al nasciturus en materia de herencias con el principio nasciturus pro iam nato habetur, y la filosofía política moderna, con autores como John Locke, situó la vida como fundamento de todos los demás derechos. Kant, por su parte, defendió que la persona es un fin en sí mismo y no un medio, lo que otorga a la vida una dignidad indisponible. En la bioética contemporánea, Beauchamp y Childress subrayan el principio de no maleficencia: cuando existe duda, no es lícito causar un daño irreparable. (...)

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En mi caso, soy católico y creo firmemente, como enseña la Iglesia y reafirmó san Juan Pablo II en Evangelium Vitae, que la vida comienza desde la concepción. Pero incluso desde una mirada secular, la evidencia apunta en la misma dirección: si se permite que el embrión siga su desarrollo natural, lo que nace es un niño. La biología no registra saltos ontológicos misteriosos, sino continuidad vital.

Algunos intentan sostener que el embrión no es aún vida humana porque carece de ciertas capacidades –como la razón, la autonomía o la viabilidad fuera del útero–. Pero este argumento resulta incoherente: tampoco razona un recién nacido, ni lo hace una persona en coma; sin embargo, nadie cuestiona que sean seres humanos. Y si se exige como condición la viabilidad independiente, tampoco un paciente en estado crítico conectado a soporte vital “sobrevive por sí mismo”. Pese a ello, reconocemos que son sujetos con dignidad y derechos. Pedir tales requisitos equivale a condicionar la vida a criterios subjetivos y variables, con consecuencias éticamente insostenibles.

Además, incluso si se asumiera –en un plano hipotético– que no existen pruebas concluyentes de que el embrión es vida humana, persistiría la obligación de aplicar el principio de precaución. El dilema puede expresarse con una imagen sencilla: si alguien te entregara una bolsa opaca y te dijera “dispara dentro, quizá hay un bebé, quizá no”, ningún ser humano razonable apretaría el gatillo. El problema no es la certeza, sino la posibilidad. Y cuando la posibilidad es que haya una vida humana, el deber moral es abstenerse. De forma análoga, decidir interrumpir un embarazo bajo la premisa de que “aún no hay vida” equivale a arriesgarse a eliminar lo más valioso sin posibilidad de reparación.

Frente a este principio, suele invocarse la autonomía de la madre. La autonomía es sin duda un derecho central en las sociedades modernas, pero los derechos no tienen todos la misma jerarquía. El derecho a la vida es el presupuesto de todos los demás: sin vida no hay libertad, ni igualdad, ni autonomía posible. Por ello, salvo en los casos extremos en que la vida de la madre está en peligro –donde se enfrentan dos bienes de igual entidad–, cualquier otra dimensión de la autonomía (personal, social o económica) queda subordinada al valor superior de la existencia.

Reducir el debate sobre el aborto a una cuestión religiosa es, por tanto, un error. Lo que realmente se discute es cómo actuar frente a la incertidumbre cuando lo que se arriesga es la vida humana. Como católico, afirmo que la vida comienza en la concepción; pero incluso desde una perspectiva estrictamente racional y laica, la continuidad biológica, la inconsistencia de los criterios alternativos y el principio de precaución conducen a la misma conclusión: cuando el bien más alto está en juego, lo responsable es protegerlo.

Lo verdaderamente alarmante es que nuestra sociedad ha llegado a un punto en el que sostener esta postura –que no es otra cosa que aplicar la razón, la lógica y la ética elementales– se convierte en sinónimo de fascismo o misoginia. La izquierda ha logrado imponer la idea de que defender la vida es atacar a la mujer, como si el aborto fuese un derecho absoluto e inalienable, cuando precisamente la razón y la ética lo ponen en cuestión. Su victoria cultural ha consistido en convencer a muchos de que lo razonable no lo es, y en presentar como progreso lo que, en realidad, es una renuncia a los fundamentos más básicos de la dignidad humana.

La reciente propuesta del Gobierno español de blindar el aborto como derecho constitucional es quizá la prueba más clara de la enfermedad moral de nuestro tiempo: hemos dejado de respetar la vida para adorar al “yo”. Una cultura que coloca por encima de todo la satisfacción inmediata y el bienestar individual se vuelve incapaz de sacrificarse por nada ni por nadie. Es una sociedad que rehúye cualquier límite, que no tolera que se le recuerde lo que está mal porque lo confunde con un ataque a su libertad, cuando en realidad se trata solo de su comodidad. Así, lo que debería ser el fundamento de la civilización –la defensa del más débil, el reconocimiento de que la vida es sagrada y digna incluso cuando incomoda– queda despreciado. En definitiva, estamos ante una sociedad que ha decidido dar la espalda al mensaje de Cristo, que cimentó nuestra cultura sobre el valor del sacrificio y la entrega, y que hoy se sustituye por un culto vacío a la comodidad, disfrazado de progreso.

Gonzalo Castellano Benlloch


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