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El horroroso crimen de Astorga

Por Juan Ignacio Villarías
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Así titularía un ciego romancero, si todavía los hubiera, su número montado en la plaza pública o en la feria del pueblo, sobre un tablero de cuadros dibujados señalando con un puntero.

Mírala por dónde viene

esa gentil peregrina.

Sin compañía de nadie

por el sendero camina.

Moza en años, bien plantada,

faz alegre, estampa fina.

Sale a su encuentro un paisano,

mas con intención endina.

Y tal. Mientras va pregonando el ciego, el cual, por cierto, no hace falta que sea invidente en la realidad, sino ciego de profesión, pues ciegos romanceros hubo que no estaban privados del don divino de la vista, ni tenían por qué. Como se iba diciendo, mientras el ciego va recitando de carretilla el burdo romance, el chiquillo que lleva consigo de ayudante va señalando los cuadros toscamente pintados sobre un tablón. Y al término de la función, como es de rigor, a pasar la gorra se ha dicho.

¿Se imagina alguien hoy una representación de aquéllas? Tan lejanas en el tiempo, que el abajo firmante, que ya peina canas, no las alcanzó a conocer, ni siquiera de oídas. El que tenga ganas de espectáculo hoy en día, ganas y tiempo, no tiene más que coger el mando a distancia del televisor, darle a un par de teclas, y ahí se le ofrecen cientos de películas de todas clases, que ya no sabe cuál escoger de tantas que ante sí se muestran.

¿Cómo es posible que un paisano del pueblo, de todos conocido y considerado por todos como una persona de lo más normal, se haya podido arrojar a cometer crimen tan incalificable, que no doy con la calificación adecuada al caso?

Un servidor de ustedes se creía que estos casos tan truculentos, terroríficos, pavorosos, todo lo que se diga es poco, sólo se podrían dar allá en las Américas, pero en las del norte, allí donde más abundan los sicópatas y anormales, así como toda clase de especímenes humanos carentes de todo vestigio de ponderación y rectitud, se conoce que lo da la tierra. Pero esta tierra nuestra hasta ahora daba personas cabales y honorables, absolutamente fiables, incapaces de cometer el más mínimo crimen, ni siquiera de pensamiento. Y así era en efecto hace tan sólo unos cuantos años, pocos en relación con el devenir de la historia. Pero aquellos tiempos de enseñanza del catecismo en las escuelas ya se acabaron, ya nadie se acuerda de aquella época de secuestro de las libertades y de oscurantismo, al decir de los libertadores del pueblo oprimido, los cuales hace ya mucho que llegaron y dieron paso a tiempos de democratización, de europeización, de modernización, y tal, hasta el punto de que hoy bien se conoce que hemos avanzado tanto que ya nos hemos puesto a la altura de las naciones más avanzadas, y aquí entre nosotros ya se cometen esos atroces crímenes que antes sólo se podían cometer en las lejanas naciones que van a la vanguardia de todo el linaje humano.

Un estado moderno y europeo, eso es lo que preconizaban los políticos allá por los tiempos de la transición democrática. Y en efecto, vaya si nos hemos europeizado. Hemos ganado lo peor de la Europa avanzada y perdido lo mejor de nuestra tradición y nuestra identidad nacionales. Nos hemos, ¿qué digo europeizado? Hemos ido mucho más allá, pues para esos somos el país que salta repentinamente de no llegar a pasarse. Nos hemos americanizado, que es mucho peor, ya tenemos una delincuencia y una inseguridad ciudadana nunca antes conocidas, y ya podemos presumir de normalidad, así mismo me van a permitir que lo diga, en materia de horrorosos crímenes.
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