Durante el período histórico posterior a la Segunda Guerra Mundial en Occidente el partido Republicano de los EEUU –dejando aparte el caso de Eisenhower por su perfil suprapartidista– ha experimentado un curioso y a mi juicio positivo recorrido desde el liderazgo de Richard Nixon, arquetipo del político profesional, expresivo de una especie de “sentimiento trágico” o pesimista de la política, hasta Donald Trump, no profesional de la política, que representa muy bien lo que llamaría el “sentimiento lúdico” u optimista de la misma, con el importante eslabón intermedio de Ronald Reagan.
Nixon, Reagan y Trump fueron en sus días y siguen siendo los presidentes americanos más criticados e insultados por los medios de comunicación progresistas de todo el mundo, incitando en cada caso una nueva reacción histérica de anti-americanismo. Los tres sufrieron un acoso anti-constitucional próximo a un golpe de Estado silencioso, y en el caso de Nixon y de Trump un “impeachment” que empujó al primero a dimitir. La lideresa Demócrata y Speaker de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, acaba de decir que Trump es un “enemigo del Estado” (supongo que se refiere al “Estado Profundo” que desde el caso Watergate no ha dejado de conspirar contra todos los presidentes Republicanos conservadores), llegando al absurdo de proponer que no se celebren este año debates electorales para restarle legitimidad.
Sin embargo, en mi opinión, Nixon y Trump han sido los más inteligentes o astutos políticamente; Nixon y Reagan los más efectivos en terminar guerras y conflictos internacionales; Reagan y Trump los más capaces en inspirar un optimismo político popular, renovando la singularidad y el prestigio mundial de los EEUU -lo que Tocqueville llamó el “excepcionalismo americano”- a contracorriente de la extensa animadversión de las izquierdas internacionales y estadounidenses. El popular eslogan, tomado de Reagan, de la campaña de Trump en 2016 lo expresa muy bien: “MAGA”, “Make America Great Again”.
Pese al estrés, la ansiedad y la rabia de los “NeverTrumpers”, los RINO, los Neocon, los fans del clan Bush, los envidiosos o resentidos tipo Mitt Romney, Jeff Flake (ambos por la cuota mormona), John Kasich, John Bolton, Bill Kristol o Colin Powell (todos por la cuota oportunista), los promotores del “Lincoln Proyect” o genéricamente las simples y miserables ratas (“RATs…Republicans against Trump”), y en general todas las derechas afectadas por el TDS (“Trump Derangement Syndrome”, en EEUU y en el resto del mundo, singularmente en España –salvo Vox- en el patético magma liberal-conservador-democristiano), hay que reconocer que el partido Republicano hoy es el partido de Trump. Incluso algunos de los colaboradores de mi admirada National Review, discípulos del siempre recordado el gran William F. Buckley Jr., han caído también en la paranoica y obsesiva Trampa-anti-Trump.
El “problema negro” (más exactamente de los “angry blacks”) en EEUU, desde el “Black Power” con su constelación de grupos radicales en los años 1960s hasta el presente movimiento “Black Lives Matter”, es un problema revolucionario, que ya no persigue unos objetivos simplemente democráticos y constitucionales de derechos civiles. No buscan la Libertad sino el Poder por cualquier medio, incluso la violencia y el racismo invertido, en alianza con grupos de la izquierda radical (y los siempre idiotas “radical chic”, por supuesto). Nixon proclamó la “Ley y Orden” en la campaña de 1968, y Trump ha tenido que hacerlo de nuevo en la de 2020. Como ocurrió en aquella ocasión, la “Mayoría Silenciosa” también se expresará en esta.
Lo que en la campaña de Nixon de 1968 apenas fue un esbozo, en la campaña actual es claramente una alternativa entre dos partidos con dos visiones y dos modelos o culturas sociales muy diferentes, la americana y la anti-americana: una sociedad que defiende los principios de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad de las personas, y otra que promete la “justicia social” y la “justicia racial” con el señuelo de un socialismo poco disimulado, que ha fracasado en todo el mundo.
Trump es el presidente más “Pro-Life” de la historia, y su defensa de las libertades individuales no es incompatible con su sano instinto patriótico y un populismo positivo frente a la corrupción de las élites y de la partitocracia del “Establishment”.
Pero la diferencia más llamativa entre Nixon y Trump reside en sus actitudes respecto a China. Después de una compleja historia de las relaciones entre los EEUU y el gigante asiático a partir del siglo XX tras la Revolución anti-Manchú de 1911, con las guerras intestinas y particularmente la guerra civil intermitente entre Nacionalistas y Comunistas, con el triunfo final del Maoísmo en 1949, el viaje de Richard Nixon a China en 1972 supuso un giro estratégico en el tablero mundial de la Guerra Fría. La triangulación (que implicaba el “apaciguamiento” de China, rival inferior) efectivamente debilitó a la Unión Soviética (“enemigo” o rival principal), permitió poner fin a la guerra de Vietnam y fue una pieza esencial en la percepción de un aparente final de la Guerra Fría con el colapso del sistema comunista en el teatro europeo.
Pero el sistema comunista chino sobrevivió y durante las siguientes décadas prosperó y se afianzó económica y militarmente gracias al apoyo internacional de los EEUU, llegando a sustituir a la Unión Soviética y convertirse en el nuevo “enemigo” o rival principal (Rusia pasaría a ser el rival inferior en la nueva triangulación), con una sistemática y voraz actividad de espionaje, y con el robo masivo de tecnología o propiedad intelectual. Todos los presidentes antes de Trump permitieron tratados desiguales favorables para China que a corto y medio plazo resultaron perjudiciales para los trabajadores americanos y los intereses nacionales.
La pandemia del virus comunista chino (Covid-19), generado en un laboratorio militar de Wuhan, y siendo la dictadura de Xi Jinping responsable criminal de su expansión, con millones de víctimas en todo el mundo, ha sido también un arma “invisible” para intentar destruir la prosperidad económica en los EEUU, que había logrado índices realmente históricos bajo el liderazgo de Trump durante su primer mandato.
China comunista, con el grosero cinismo típico de los regímenes totalitarios, reconoce que el débil y presunto corrupto Joe Biden es su candidato preferido en 2020.