... Esto ha provocado que a todos aquellos que nos empeñamos en defender nuestra dignidad se nos haya pasado por la cabeza hacer las maletas para dejar el club europeo.
Se ha llegado a un punto en el que resulta inevitable pensar que, en la Unión Europea y sus instituciones, rigen unas actitudes chovinistas de inspiración norteña profundamente lesivas para los países de la cuenca mediterránea. Sin embargo, no parece que desde las propias instituciones europeas se haya considerado que estas actitudes también pueden ser (y serán) lesivas para la propia Unión, máxime en una nueva realidad marcada por el Brexit. Poco parecemos importarles entonces.
Las humillaciones ya casi endémicas que viene sufriendo España nunca debieron ser admitidas por ningún ejecutivo digno de la responsabilidad que asume, y ahí está el origen del problema. Pero claro, nuestro peor enemigo lo tenemos en casa; solo así un observador externo comprendería la situación actual. Unos agravios que, por no extendernos demasiado, podríamos remontar a aquellos tiempos en los que Fabián Picardo se permitía el exceso de comparar a España con Corea del Norte sin consecuencia alguna.
Esto ocurre porque el respeto se exige y se gana a partir de las propias actitudes, pero nuestro país se ha vaciado a la Unión: se ha regalado. Duele decirlo y más escribirlo. España nunca ha sido concebido como un país hermano al que se le debe tratar de igual a igual. Nunca ha habido consecuencias porque, en primer lugar, nuestros políticos nunca han estado a la altura del país que representan y, en segundo lugar, porque desde Europa siempre han percibido la debilidad de una clase dirigente española enfangada hasta la frente. Esto es lo que, a mi juicio, permite entender que una colonia perteneciente a un estado que nunca se ha integrado plenamente en la Unión sea capaz de ponernos en jaque, o que un tribunal alemán relegue a nuestro TSJE.
Pero, insisto, esto no es culpa (o no solo) de la elitista Europa, sino de una colección de gobiernos españoles que se han preocupado más en ejercitar una correcta genuflexión que defender los intereses del país que dirigen (esto es, nada más ni nada menos, que defender los intereses de los españoles, incluida su dignidad). Una colección de ejecutivos que gracias a la vergüenza española tapaban las suyas propias.
Son los mismos que estos días salen a decir que se deben respetar las resoluciones judiciales. Faltaría menos. Pero no deberían olvidar que Europa también debe respetar las normas españolas, que por españolas también son europeas; y en caso contrario recordarlo tan vehementemente sea necesario. También deben recordar nuestros políticos que no debe permitirse que el tribunal de Schleswig-Holstein, apoyado por una ministra alemana, se atreva a dudar del carácter democrático de la justicia española y, por extensión, de España, y ni mucho menos permitir que su resolución se sobreponga a las del propio TSJE.
El peor enemigo lo tenemos dentro y tiene causa y origen en una clase dirigente que ha alimentado todo lo que ha venido detrás. Una clase dirigente que no exige reciprocidad y asume la discriminación a la que someten a nuestro país con una normalidad hiriente, máxime cuando ellos mismos la justifican. Ni España ni los españoles merecemos el trato que desde fuera nos infringen con la complicidad de aquellos a quien pagamos.