... Trump ha sido grosero, racista, xenófobo y todo lo incorrectamente político que imaginar se pueda, igual que los impulsores del Brexit, todos han basado sus campañas en mentiras y medias verdades, como hacen todos los partidos aquí y allí. Lo que debería escandalizarnos no es únicamente eso, lo que debería preocuparnos es por qué, siendo Occidentales, son tan distintos a nosotros...
La democracia es el sistema político más parecido a la naturaleza humana, tanto por su complejidad orgánica, con sus fortalezas y debilidades, como por el carácter evolutivo de su formación, aunque también aquí existen teorías creacionistas que defienden un origen divino del mismo, como en su día esgrimió la monarquía absoluta para imponer su necesidad. Centrándome en las corrientes evolutivas, voy a utilizar las diferencias entre las teorías escolástica y humanista para explicar el fenómeno Trump, trazando así una necesaria distinción entre los populismos europeos y lo acontecido en Estados Unidos.
La recuperación de la obra aristotélica a mediados del siglo XIII (merced a las traducciones del árabe realizadas en Córdoba), condujo a la superación del credo agustiniano por dos vías, la escolástica, con Tomás de Aquino como máximo representante, y la humanista defendida inicialmente por Marsiglio de Padua, entre otros. Mientras Aquino trató de conjugar el Cristianismo con la filosofía griega, los humanistas se centraron exclusivamente en esta última, logrando así una teoría política secular y moderna. De ese modo, mientras Aquino sostenía que si bien el poder soberano corresponde inicialmente al pueblo, éste, al delegarlo en su superior, renuncia a su ejercicio, es decir, como diría siglos después Marx, lo aliena a favor del soberano. Por el contrario, Marsiglio negó semejante alienación, afirmando que el pueblo al delegar no renuncia a su poder, pues solamente lo emplaza en una institución más eficaz para su ejercicio, estando capacitado en todo momento para controlarlo e indicarle la dirección que ha de tomar.
Tanto los escolásticos como los humanistas estaban preocupados por asegurar al mismo tiempo la libertad y la paz dentro de sus sociedades, pero mientras aquellos incidían en la segunda a costa de la primera, los humanistas creyeron encontrar la clave para no sacrificar, y menos aún renunciar, a ninguna de las dos. Si Aquino había encontrado en el poder del soberano la fuente de la paz, evitando que el pueblo se inmiscuyera en los asuntos públicos, aunque al precio de perder su libertad de decisión, Marsiglio y los humanistas hacían recaer en esa misma libertad el sostenimiento de la paz, pues siempre que el pueblo actuara de forma soberana, adoptando decisiones y actuando de forma unida, la paz y la libertad estarían garantizadas.
Esa dicotomía entre el dirigismo escolástico y la libertad humanista sigue hoy presente entre nosotros. En la Europa continental no es fácil de apreciar semejante dualidad dado el dominio total del modelo escolástico, pero experiencias como el Brexit primero, y ahora la elección de Donald Trump como Presidente de Estados Unidos, pueden servirnos para ampliar nuestra visión acerca del fenómeno democrático.
Es una pena que ambos sucesos se hayan visto eclipsados por sus elementos menos edificantes. Las mentiras esgrimidas para lograr el Sí a la salida británica de la Unión Europea y la xenofobia de Trump, que en ambos casos apelaban a un patriotismo primario, han ahogado el necesario debate que semejantes convulsiones debían haber suscitado entre la opinión pública de nuestras democracias. En lugar de ello, nos hemos mirado al ombligo y, convencidos de nuestra superioridad moral, las hemos catalogado como la expresión de una enfermedad de la cual estamos curados, pues somos seres mucho más evolucionados que los empobrecidos obreros británicos y estadounidenses que quieren expulsar de su país a todo extranjero.
Dejando a un lado el carácter execrable y condenable de la mayoría de los argumentos empleados por los partidarios del Brexit y Donald Trump, es necesario profundizar en el sustrato de sus respectivas victorias. ¿De verdad podemos creer que se deben a una xenofobia y un nacionalismo tan próximos al fascismo de ayer? Puede valer para algunos de sus seguidores, eso sin duda, pero ¿de verdad el votante latino de Trump es fascista, o el abogado de Manchester que votó por el Leave es un hooligan? ¿Acaso los casi 8 millones de votantes del PP son todos unos corruptos o los 5 millones de Unidos Podemos piensan todos que Otegui es un hombre de paz? Nos quedamos con la anécdota porque nos resulta mucho más cómoda, porque ella no nos obliga a enfrentarnos a la realidad, y sobre todo, porque nos ahorra la peligrosa pregunta que nadie se hace pero que es imperativa, ¿no seré yo el que está equivocado?
En la Europa continental nos hemos quedado con una versión descafeinada de la democracia. En línea con el dirigismo escolástico, reducimos nuestra ciudadanía al voto, como si el tiempo que media entre una elección y otra no fuésemos más que súbditos y nuestros representantes no nos debieran nada. No es extraño que bajo tal expresión mínima de la democracia, nuestros dirigentes acaben pensando más en sí mismos que en el bien común, ya sea corrompiendo sus mandatos o simplemente lucrándose con los beneficios de su cargo, mientras el pueblo, expectante, se queja sin hacer nada. Si hay un problema se crea un comité, y para resolverlo un cargo, y para evaluarlo otro comité, y para subsanar sus deficiencias otro cargo, y así hasta la eternidad, mientras el problema persiste y se enquista de tal forma que los comités y los cargos se vuelven imprescindibles, convirtiéndose a su vez en un problema en sí mismos. La construcción europea es paradigmática al respecto, es puro escolasticismo llevado a su extremo, una inmensa maquinaria institucional para que al final nada cambie.
No es sorprendente, por tanto, que el Brexit y Trump se produjeran en Inglaterra y Estados Unidos, las dos naciones anglosajonas donde más influencia tuvo el hijo directo del humanismo, el republicanismo. En el continente, donde nació el republicanismo, fue ahogado primero en Francia a base de guillotinas y exilios forzosos, y después, en el resto de naciones, por el atractivo del fascismo primero y del comunismo después. Al final, tras tanto vaivén, el reposo que ha quedado en Europa ha consistido en recurrir al escolasticismo como método para asegurar una paz que nuestra libertad siempre ha puesto en peligro. Y no solo desde su derecha más conservadora, sino que ese dirigismo ha sido asumido sin pudor por la izquierda más progresista del continente, no en vano, su procedencia comunista ya le hace propensa a ello, siendo como es el comunismo puro dirigismo.
En Inglaterra el republicanismo no se impuso porque alumbró, sin querer, a su hijo liberal, pero al menos sirvió parar dotar a su democracia de una base popular de resistencia a la tiranía que no ha abandonado. Por su parte, y pese a que ese hijo liberal también acabó triunfando en Estados Unidos, allí al menos sí que el republicanismo, y con él el humanismo, pudo sentar las bases de su sistema político, recordemos, democrático y republicano. Y si es republicano no se debe a que carezca de rey, sino a que el pueblo es el rey, su único soberano. Por eso en Inglaterra el comunismo no tuvo un largo recorrido, pese a las expectativas de Marx de que su revolución proletaria empezase en sus fábricas. Y por eso en Estados Unidos se luchó contra él a escala mundial, al percibirlo como una amenaza existencial a su modelo de vida. Y por eso ahora, una vez desaparecido el comunismo, Estados Unidos y Europa siguen sin comprenderse, y por eso ahora el Reino Unido, con toda lógica, decidió salir de una Unión Europea que ha perdido su contacto con el pueblo.
Aunque resulte paradójico, dados los más que cuestionables recursos utilizados para imponerse, se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que tanto el Brexit como la elección de Donald Trump son las últimas expresiones de esa libertad humanista defendida por Marsiglio de Padua, Niccolo Maquiavelo, Francesco Guicciardini, John Milton, James Harrington, Algernon Sydney o John Adams. Que para alcanzar su victoria hayan recurrido en ambos casos a los instintos más básicos de los votantes, en lugar de apelar a sus virtudes, como habría hecho un humanista republicano clásico, es lo que debemos reprochar a sus responsables. No se puede construir una nación sobre el odio, ni mucho menos sobre muros. Trump, que es un tipo inteligente, lo sabe de sobra, y ya ha hablado de unirse todos, Demócratas, Republicanos e Independientes, una declaración que bien podía atribuirse al mismo George Washington y que Thomas Jefferson, otro populista como Trump, ya utilizó en su discurso de inauguración, allá por 1801.
Precisamente, ese hincapié en la unidad es lo que distingue al populismo anglosajón del europeo. Mientras el populismo de Trump tiene como base la libertad del pueblo para alzar su voz contra un sistema corrompido por el dirigismo político, el populismo europeo se vale del pueblo para imponer subrepticiamente su propio dirigismo. Por eso no tiene ningún sentido equiparar un fenómeno con otro, pues si el populismo europeo apela al espíritu del rebaño, el anglosajón lo hace a la libertad individual. La fuerza del Brexit y de Trump es haber llegado a cada mujer y hombre enfadados con un sistema que cada día recorta un poco más su libertad, por su parte, el populismo europeo es la expresión de una masa descontenta que como colectividad ha perdido toda referencia. Por eso no hay manifestaciones masivas de los partidarios de Trump, y sí de sus detractores, que necesitan de otros para dar sentido a sus inquietudes. El populismo europeo, dirigista, divide a la sociedad, ya sea por motivos racistas o económicos, de lo que se trata es de dar miedo, mediante una greca de meandro o a través de un corazón multicolor. El populismo anglosajón no necesita inventarse símbolos, pues son los del pueblo mismo, en su caso, las barras y estrellas y la Union Jack. No teme, por tanto, usar y valerse de toda expresión de unidad nacional, todo lo contrario al populismo europeo, sobre todo el progresista, tan reacio a reconocer cualquier símbolo de unidad nacional, lo suyo es exaltar las diferencias.
Cuando los europeos nos atrevamos a salir de nuestra caverna, cuando nos cansemos de ver solo el reflejo de la realidad en sus paredes, quizás entonces podamos respirar algo de la libertad que los anglosajones vienen disfrutando desde hace siglos. Por eso el No francés y holandés al proyecto de Constitución europea de 2005 constituye toda una rareza en nuestro continente.
Trump ha sido grosero, racista, xenófobo y todo lo incorrectamente político que imaginar se pueda, igual que los impulsores del Brexit, todos han basado sus campañas en mentiras y medias verdades, como hacen todos los partidos aquí y allí. Lo que debería escandalizarnos no es únicamente eso, lo que debería preocuparnos es por qué, siendo Occidentales, son tan distintos a nosotros.
Con Trump, que desprecia la Unión Europea como institución tanto como los promotores del Brexit, el extrañamiento será aún mayor. Tienen razón las autoridades europeas cuando admiten que su elección es una mala noticia para Europa, lógico, Trump obligará a los europeos a mirarnos al espejo, a pensar por una vez hacia dónde vamos, en lugar de seguir a ciegas. Nos obligará a centrar la mirada, a dejar de hacer la vista gorda, asumiendo nuestras responsabilidades de una vez. Solo era cuestión de tiempo que un Presidente estadounidense nos llamara la atención, mejor eso que ser ignorados como hemos sido por Bush y Obama. Nuestro falso sentido de seguridad toca a su fin.
Por tanto, a lo que asistimos es a una reacción libertaria popular contra el dirigismo político. Es una pena que se haya basado en los peores instintos, como el miedo y el rechazo. Es un síntoma de lo dañada que está la libertad en estos momentos, de cómo la hemos corrompido y de cuánto nos costará recuperarla, si es que no es ya demasiado tarde para hacerlo.