CUANDO comienza este abril suman ya más de tres meses desde las elecciones generales del pasado 20 de diciembre y aquí seguimos. El espectáculo de los políticos intentando dar forma al resultado de las mismas tiene muchas lecturas y puede que casi todas sean correctas, o todo lo contrario.
Un serio problema para su adecuada comprensión es el desconocimiento que tenemos los ciudadanos de lo que se cuece puertas adentro de los partidos políticos y del resto de las instituciones, públicas y privadas, grandes y pequeñas.
Vemos y conocemos, a pesar de las nuevas tecnologías que nos hacen pensar lo contrario, lo que en cada momento alguien quiere que veamos y conozcamos, sin que tengamos la más mínima idea de lo que realmente pasa a nuestro alrededor, fuera de las obviedades de nuestra vida cotidiana, personal y social.
¿Esto tiene solución? Es difícil pensar que la tiene cuando, de hecho, los ciudadanos de a pie aceptamos que las cosas son así visto cómo es el mundo y cómo ha sido siempre. La condición humana, decimos.
Pero sí la tiene. Debe tenerla si consideramos que el sistema de convivencia que nos hemos dado después de siglos es nuestro sistema y no el impuesto por algunos, sean muchos o pocos.
Identificar el poder y su ejercicio con la clase política o la económica (con mayúsculas) es una falacia y la adormidera de la corrupción más extendida: la que no se ve porque rara vez llega ni a los medios de comunicación ni a los tribunales de justicia.
Por eso es invisible, aunque la veamos todos y todos los días. Y es que lo que vemos es su cara amable, lo que nos dejan ver, el fruto de sus inversiones en obras y servicios, la aparentemente correcta aplicación de los procedimientos, el premio y el castigo a los buenos y a los malos, muy amable todo y aparentemente transparente.
Y aunque sabemos que nada es lo que parece aquí seguimos. Y hasta es posible que a lo largo de abril los políticos vean la luz. O no.