El día 22 de este mes de abril de 2016 se cumplen cuatrocientos años de la muerte de Miguel de Cervantes. Nuestro humilde homenaje desde La Crítica es la publicación de este magnífico relato de Oscar M. Prieto.
EN un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Las blancas tapias de barro de la casa aún conservan los paseos de su sombra; sus adobes, mezcla de barro y memoria, de luna y soles, todavía reflejan la enjuta y espigada silueta, tal vez algo encorvada por el paso de los siglos y las nubes. Es el último resquicio de un recuerdo antes de hacerse eterno en la leyenda. Su dueño, el dueño de esa sombra, que perdida, somnolienta, perezosa, aún respira los doseles milenarios de aquella vieja casa de viejos blasones, salió por cuarta vez de la olvidada aldea, sin perro ni caballo, sin lanza ni armadura, a encontrarse de nuevo con su destino trágico y descubrir para siempre si aquello era razón, o aquello era locura. Es la última piedra que queda en sus alforjas para romper la frente del sentido y descubrir si allí está la luz o está la nada.
CON gesto lento y suave se secó las gotas de sudor que vadeaban su frente. Bordadas con hilo color sepia de recuerdos se pudieron leer sus iniciales en la esquina del pañuelo: A.Q. Su rostro de arrugas claras e infinitas no desvela los efectos del tiempo y de la angustia, mas sus ojos delatan un carácter sereno y amable ajeno a los temores. Sus manos huesudas de venas nobiliarias revelan un tacto delicado. Sus piernas vencidas y arqueadas, pero firmes, se ayudan de un bastón con el mango de plata y azul.
Figura blanca de barba y melena bien cuidada, observa con paciencia aquellas gentes que pasan a su lado arrastrando maletas que chirrían, improvisando adioses, soñando con reencuentros. Y piensa con tristeza que no se diferencian tanto, que son casi los mismos que antaño le insultaron y le llamaron loco cuando salió con yelmo y escudo para gritar justicia contra el viento y sembrar la verdad en la vera de todos los caminos de la tierra. Estos mismos que cruzan sin mirarse, son los mismos que un día le encerraron en una fea jaula tirada por dos bueyes por creer en la magia, por vivir la belleza, que le tiraron piedras y molieron a palos por proclamar su amor a una princesa.
Hace calor en la estación, la multitud se agolpa en el andén. El nerviosismo aumenta y los gestos, hasta ahora tranquilos, se vuelven rápidos y ciegos. Un tren oscuro se acerca lenta, muy lentamente. Los besos se atragantan en las bocas y las lágrimas confunden las miradas. De negro puro e impecable traje, con su bastón firme de mango de plata, abriéndose paso, con pie valiente y arriesgado sube en el vagón sin mirar atrás. El amanecer, última frontera entre sombra y llama, se cuela entre las rendijas de los fríos hierros y se engancha a los raíles del destino.
Un agudo pitido inunda la estación. Afuera, tras los cristales, los árboles callan.
LAS ventanas del compartimento se van tiñendo de nube, de nube inmensa, mientras, él se hunde en un mar de recuerdos que sangra sin concierto. Las encinas y los robles se suceden enredados entre el verde y amarillo de los campos. Él, desaparece en la espesura de recuerdos ya olvidados, que creía no existieran. Se sumerge en la narcótica bruma de un lago de años pasados que creía no vividos. Deformadas por el sueño y por los siglos, vuelven a resonar en sus oídos aquellas amables palabras, tan cerca ya de la muerte, que le dijo su fiel y sabio escudero de rodillas, junto al lecho: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”. Y así colgado de una noche demasiado cierta, le pareció cobarde el abandono, no quiso claudicar y apostó por la carta de la vida tan sólo por honor y por orgullo, tan harto como estaba de vivir. Su código de caballero le impidió abandonarse al desencanto de verse vencido por una realidad vacía de castillos, de magos, de gigantes, de princesas ufanas y sutiles como pompas de jabón.
Fue llenando los años de días repetidos, sumando semanas a los meses, coleccionando las hojas de los atardeceres de otoños cabizbajos, pidiendo prestadas flores a primaveras errantes que olvidaron las lluvias y los besos y llenando sus noches, las largas noches de invierno, de razón y de silencio.
Sentado en su rancio butacón de cuero, al calor de la chimenea, interroga a las estrellas: “¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? —se repite sin respuesta—. Sepultada por los siglos de razón y de memoria, una secreta esperanza anida en su corazón, casi olvidada: el demostrar algún día, que él es quien está cuerdo, que son los otros los necios. Quizás, mientras crepitan los troncos en el fuego, teje la tela inconsciente de los sueños.
Y así, sedada su consciencia por el humo, hace dos tardes, creyó reconocer una señal. Ausente y sólo, sentado solitario en la soledad de aquella estancia llena de polvo de recuerdos y de ausencias cubriendo las paredes, algo llamó su atención en el periódico, le despertó del sueño de los objetos en el que dormían los muebles de roble antiguo. Aunque ya nadie podía verle —ya habían muerto el ama y la sobrina, el cura y el bachiller— recortó sigiloso aquella página y ocultó una estrella fugaz que cruzó su mirada. Indiferente a la escena, el viejo reloj parado fabricaba horas eternas. Con equipaje ligero, aprovechó la noche para abandonar la casa por el postigo del huerto, oculto por el aullar de los perros.
LA colosal fortaleza de acero y vidrio le sobrecoge. La perspectiva de aquel tamaño de neones dorados y luces de colores llena de vértigo su corazón. Ha llegado al final de su viaje. Tras siglos de paciencia, de afanes contenidos, se enfrentará cara a cara, sin cortinas ni máscaras, con la última verdad de su esperanza.
Remolinos de gente salen y entran del moderno castillo. Cargados de bolsas y paquetes se chocan y se empujan sin palabras. Llevan colgadas de sus rostros sonrisas estancadas y muecas transparentes. Un ciego en la esquina vende la suerte. Enormes altavoces dan la bienvenida anunciando prodigios. Un niño llora arrastrado de la mano de su madre. Todo aquello le parece extraño. Un vagabundo le observa tras las lentes. Con un presentimiento helado, saca de su bolsillo el recorte del periódico y comprueba que es este el lugar fijado por el mapa, que no se ha equivocado. Entiende que el destino ha vuelto a jugar con él. Como Sísifo, subió la roca mil veces. Ahora no bajará de nuevo la ladera. Ha roto la espiral. Se aleja ya y su espalda se pierde en el río infernal de tráfico y de gente, para ya nunca más: para siempre. El viejo vagabundo, que ha seguido la escena, se levanta del banco y coge el trozo de papel que ha quedado en el suelo. En sus sucios dientes nace una terrible carcajada que inunda la ciudad: “TENEMOS PARA TI UN MUNDO DE ILUSIONES. NO SE PIERDA NUESTRA SEMANA MÁGICA. ABIERTO SÁBADOS Y DOMINGOS “.
Oscar M. Prieto
400 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes
22 de abril de 2016