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Albert Rivera en el laberinto ideológico español

Albert Rivera en el laberinto ideológico español
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Por Manuel Pastor Martínez
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La democracia liberal española tiene que consolidarse con una cultura política de fair play, de alternancias regulares, centripetismo ideológico (con una lógica bipartidista, aunque participen una coalición de partidos, de centro-derecha o de centro-izquierda), e Imperio de la Ley. Los grupos y partidos de basura anti-sistema deben terminar, como ha ocurrido en todos los países de nuestro entorno civilizacional, en el basurero de la Historia. Y en las grandes crisis parlamentarias son absolutamente legítimas y necesarias las grandes coaliciones.

En la brevísima conversación que mantuve, en una de sus últimas visitas a Madrid, con el gran politólogo Maurice Duverger (circunstancia en la que me firmó una dedicatoria de su obra clásica Los partidos políticos, 1951), me confirmó algo que él postulaba en sus escritos, aunque a veces entre líneas: que en política no existe el “centro”, sino el centro-derecha y el centro-izquierda. En aquél momento, el ejemplo práctico que teníamos en la transición política española era Adolfo Suárez: desde el liderazgo inicialmente exitoso de la utópica e inviable a medio plazo UCD (Unión de Centro Democrático), había evolucionado al experimento del CDS (Centro Democrático y Social), con el asesoramiento de mi admirado Raúl Morodo, ex dirigente del PSP, que había rechazado su integración personal en el PSOE, y claramente ubicado ideológicamente en un centro-izquierda moderno, no socialista ni obrerista al estilo clásico.

Aquél experimento, como es sabido, fracasó. En los últimos años ha aparecido en la escena política española un líder joven, inteligente y dinámico, que no ha ocultado reiteradamente su admiración por la figura y rol de Adolfo Suárez en la transición española. Ese líder, Albert Rivera, encabezando un movimiento regenerador (Ciudadanos) que nació hacia 2006 en Cataluña, hoy ha alcanzado una importancia nacional, como se ha evidenciado desde las elecciones generales del 20-D, las negociaciones posteriores con el Partido Popular y con el PSOE, y en el acto fallido de investidura de Pedro Sánchez la semana pasada.

A mi juicio, los críticos conservadores y del PP no han valorado bien su papel en las dos sesiones celebradas, sus discursos y su defensa del pacto con el PSOE frente al PP bajo el liderazgo decadente de Mariano Rajoy. Rivera se ha convertido, no en el “portavoz” o “escudero” del PSOE, sino en el líder indiscutible del centro-izquierda. Sus electores robados al PP deberán reflexionar sobre ello en las elecciones futuras, aunque es plausible que las mayorías absolutas del PP en el pasado también eran posibles gracias a lo que irónicamente el gran F. A. Hayek describió “los socialistas en todos los partidos” (votantes y militantes). Si alguien tiene dudas sobre la ubicación de centro-izquierda de Rivera, debe leer el programa de Ciudadanos y el pacto firmado con el PSOE. Su principal asesor económico, Luis Garicano, es un producto de la London School of Economics, alma mater del fabianismo y del laborismo británicos, así como de todos los socialismos modernos, incluyendo algunos neomarxistas y neokeynesianos. Quien prologara las memorias políticas de Rivera, Juntos Podemos (Madrid, 2014), un tal Juan Verde, era un asesor –eso decía él- de Obama, el primer presidente socialdemócrata de los Estados Unidos, y Rivera no ha desaprovechado cualquier ocasión que se le ha presentado para elogiar al político estadounidense (por cierto, sería interesante saber su opinión sobre los candidatos actuales, particularmente los “socialdemócratas” Hillary Clinton y Bernie Sanders). El denominador común de todas las formas socialdemócratas contemporáneas, incluidas las políticas económicas y sociales que propone Ciudadanos, es estatismo versus sociedad civil, un fuerte intervencionismo disfrazado de una fraseología posmoderna, con una típica jerga “managerial” de “economía del conocimiento” y de “sostenibilidad medioambiental” (con los tópicos inevitables acerca del “cambio climático”, “calentamiento global”, “energías renovables”, etc., que por ejemplo han justificado que el mencionado señor Verde fuera consejero de ABENGOA y asesorara a la administración Obama… ¿en el escandaloso fiasco de la empresa californiana Solyndra?). Albert Rivera, cuya formación económica insuficiente quizás se deba a su paso por la UGT de la Banca, debería ser más cuidadoso a la hora de seleccionar algunos consejeros.

En cualquier caso, todo abunda en la tesis que sostengo: sus ideas corresponden más bien a un líder de centro-izquierda, evidentemente más moderno que un Pedro Sánchez y sus ideólogos economistas de la “justicia social” (aunque presenten argumentos aparentemente sofisticados inspirados por autores como Thomas Piketty, que en realidad son la misma cosa que los más banales del papa Francisco), que se traducen -hablando claro- en más impuestos y más Estado.

No digo que sea malo. Al contrario, creo que es muy positivo que el centro-izquierda esté liderado por un político honesto y valiente como Alberto Rivera (de la misma manera que lo fueron Adolfo Suárez y Rosa Díez), pero es bueno que los electores españoles tengan una información clara sobre a quién votan, y sean conscientes de que el estatismo, en nuestros sistemas parlamentarios (fusión, es decir, concentración de poderes legislativo y ejecutivo) genera ineluctablemente partitocracia. Es la versión actual de la “ley de hierro de la oligarquía” de Roberto Michels (Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, 1911).

En el laberinto ideológico español, el espacio centro-izquierda lo ocupan, pues, Ciudadanos y PSOE. La izquierda-izquierda y la extrema izquierda, en combinaciones variables de populismo, comunismo y anarquismo, con el factor añadido del secesionismo, constituyen unas alternativas anti-sistema que no caben lógicamente en un sistema constitucional de democracia liberal. Vengo sosteniendo que ningún sistema constitucional, por pura lógica, debe legitimar las fuerzas que pretenden su destrucción: las libertades de expresión y de asociación pacífica son sagradas, pero la ocupación de las instituciones –y especialmente el poder ejecutivo- para reventar el sistema desde dentro es otra cosa (recordemos los casos históricos clásicos de la destrucción del sistema constitucional de Weimar por el nazismo a partir de 1933 o, en una fase más temprana y precaria de democracia pre-constitucional, la disolución de la Asamblea Constituyente en Rusia por los bolcheviques en 1918).

Me referiré en otro momento al centro-derecha español, que nos guste o no lo ocupa el Partido Popular, partido mayoritario de la democracia española hoy, con una evidente crisis interna de identidad, de ideas y de liderazgo que le ha llevado a la soledad en que se encuentra. Pero me gustaría invitar a una reflexión sobre la denuncia que Mariano Rajoy planteó en el acto de investidura: el posible caso de corrupción (¿malversación de fondos?), que cometieran Sánchez y Rivera al usar las instituciones parlamentarias en un acto de investidura que de antemano se sabía fallido. Inversamente, también he planteado que en el caso del desafío secesionista catalán se pudiera haber incurrido en otra forma de corrupción (¿prevaricación?), no solo activa –por la Generalidad- sino también pasiva –por el Gobierno de la Nación. Naturalmente escribo esto desde una perspectiva imparcial e ideal del Imperio de la Ley, y no desde la distorsión real de una posible conducta desviada del “Estado de Derecho”, del estatismo y de sus abogados del Estado.

Todo el asunto nos remite al papel del Jefe del Estado. No estoy seguro que su decisión de proponer a Pedro Sánchez como candidato para la investidura estuviera bien fundamentada, pero éste es un tema para otro ensayo. No estoy de acuerdo con los cortesanos de todos los colores que se escandalizan porque se comente el problema y se invoque o cuestione el papel de Rey, exclamando que resulta intolerable que se “manosee” su figura. En una monarquía constitucional y democrática, el Rey es o debe ser el primer y principal defensor de la Nación y de la Constitución, sin remilgos ni sumisiones místicas –ni, por supuesto, demagógicas faltas de respeto o de estilo vulgar- por parte de los líderes de los partidos.

La democracia liberal española tiene que consolidarse con una cultura política de fair play, de alternancias regulares, centripetismo ideológico (con una lógica bipartidista, aunque participen una coalición de partidos, de centro-derecha o de centro-izquierda), e Imperio de la Ley. Los grupos y partidos de basura anti-sistema deben terminar, como ha ocurrido en todos los países de nuestro entorno civilizacional, en el basurero de la Historia. Y en las grandes crisis parlamentarias son absolutamente legítimas y necesarias las grandes coaliciones.

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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