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Naturalmente, Luis contestó afirmativamente. Le pidieron que les acompañase y en la misma avenida le mostraron lo que Luis consideró que era una iglesia. Entraron y en uno de los laterales del crucero, el matrimonio le mostró el lugar donde se encuentran los restos de tres santos dominicos, de los que dejaron constancia que sus padres fueron españoles, y que uno de esos santos, concretamente una santa, le daba el nombre al templo, era la Patrona de América del Sur y la primera santa americana, nacida precisamente en Lima, en el mismo lugar donde se había edificado ese templo, que se conocía como el Santuario de Santa Rosa de Lima.
En efecto, los tres santos, cuyos restos se veneraban, correspondían a Rosa de Lima, Juan Macías y Martín de Porres. El padre de Rosa era extremeño; el de San Juan Macías, también extremeño, y el santo nació en Ribera del Fresno, en Badajoz, y emigró al Perú, y Martín de Porres fue hijo bastardo del burgalés Juan de Porres de Miranda, y de una mujer negra, Ana Velázquez. Tanto Juan Macías como Martín de Porres, ingresaron en la Orden de Predicadores, y Rosa fue Terciaria dominica, por lo que aunque nunca vistiera el hábito de monja, se comprende que el simpático matrimonio limeño le dijera a Luis que eran tres santos dominicos, que para mayor coincidencia, Rosa y Martín se bautizaron en la misma iglesia, la Iglesia de San Sebastián.
Rosa nació el 30 de abril de 1586 y sus padres, Gaspar Flores y María de Oliva, criolla limeña, pasaban grandes dificultades económicas. Fue bautizada con el nombre de Isabel y no se conoce bien el motivo por el que la llamaran Rosa, con el que ha pasado a la historia, si bien se le atribuye a la delicadeza de su belleza cuando era niña y que quizá conservó algún tiempo, puesto que Santo Toribio de Mogrovejo, al confirmarla la llamó Rosa, lo cual no es de extrañar, dado que aunque el concilio plenario americano de 1900 lo llamó “totius episcopatus americani luminare maius”, es decir, “la lumbrera mayor de todo el episcopado americano”, tenía una diócesis tan extensa como un reino, que, no obstante, recorrió tres veces (en la segunda tardó siete años) y en la tercera murió, por lo que no sorprende que tuviera algún lapsus, habida cuenta que además y entre otras muchas realizaciones, celebró tres concilios provinciales limenses, reunió trece sínodos diocesanos, y aprendió el quechua, al punto de publicar el primer catecismo postridentrino en quechua y en español.
Desde muy joven, Rosa, se puso a trabajar como bordadora y jardinera. Trabajaba doce horas diarias para ayudar a su familia, ya que llegaron a ser once hermanos. No obstante, su madre decidió casarla. Sabía que no iba a tener problemas para casarla bien y asegurar su porvenir, dada la llamativa belleza de su hija. Pero se encontró con la oposición radical de Rosa, Más aún, como Rosa tenía un pelo espléndido que llamaba la atención, decidió cortárselo. Fue, quizá, la única vez que se opuso a sus padres, a los que siempre obedeció y a los que constantemente procuraba agradar. Ingresó como Terciaria dominica, imitando así a Santa Catalina de Siena, a la que tomó como modelo.
Con relación a la delicada belleza de Rosa, a sus aristocráticas manos, alabadas en su adolescencia, y a la representación que sus retratos, ya con “hábito”, hacen de ella, su hagiógrafo, Carlos Pujol, sin negarlo, afirma certeramente: “… a los 20 años ingresó en la Orden Tercera de Santo Domingo (exageran, pues, los cuadros y estampas que la representan con hábito de las dominicas, porque nunca fue monja) y, sin dejar de trabajar, se entregó a una vida de duras penitencias… . La patrona de América del Sur no debía de responder a ese arquetipo dulzón de tantas imágenes suyas, coronada de flores y con una belleza cérea, casi de otro mundo. La vemos más bien morena por el sol y con fuertes y dañadas manos de jardinera”. (Carlos Pujol, LA CASA DE LOS SANTOS, Ediciones RIALP, 1989, p. 284). Cabe añadir que, tal vez, Rosa no fue monja porque, al parecer, en Lima, no existía todavía convento de religiosas dominicas.
Nuestra futura santa se hizo una especie de eremitorio en el jardín de sus padres y allí luchó, según ella, sobre todo, contra su amor propio. Tuvo una serie de fenómenos y curaciones, tan sorprendentes, que parecían milagrosas, por lo que intervinieron las autoridades y gracias a las actas del proceso, se conoce bastante de su vida interior, dado que las autoridades certificaron que se trataba de hechos sobrenaturales relacionados con la divinidad.
Su amor a los pobres era tal, que en varias ocasiones llevó a un cuarto que había construido anejo a su eremitorio, a algunas enfermas, desahuciadasy en la miseria. Así mismo, en otras ocasiones salió a pedir limosna para esas yotros pobres y en una ocasión para un seminarista, que no podía pagar sus estudios y así consiguió que se ordenara sacerdote.
Rosa enfermó muy joven, pero durante su larga y dolorosa enfermedad, nadie lo notaba, seguía activísima y más alegre que antes. Comprendió que Dios la amaba de manera muy especial en su enfermedad y ella procuró devolverle su amor amando lo que Dios ama también de manera especial: los pobres, enfermos y desvalidos.
Falleció, invocando a Jesús, el 24 de agosto de 1617, cuando contaba 31 años. La canonizó Clemente X, elegido Papa con ochenta años, y del que se cuenta que, cuando llegó a su despacho, tras el correspondiente proceso, la petición de canonización de Rosa, como entonces, todavía se pensaba que los indios, aunque cristianos, todavía por sus conocimientos, supersticiones y costumbres, aún eran casi paganos, comentó en voz alta: ¡Una santa india! ¡Ya solo falta que lluevan rosas! Y en aquel momento tres o cuatro rosas cayeron sobre su escritorio. Y como hecho destacable, el capítulo, el senado, otras autoridades y cargos importantes de Lima se turnaron para llevar el cuerpo de Rosa al sepulcro.
Termino con la reproducción (tomada de Butler) de un párrafo de uno de los escritos de santa Rosa de Lima:
“… Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad se había de ir por el mundo, dando voces: "¡Oh, si conociesen los mortales, qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias!... Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conocieran las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres".
Pilar Riestra
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