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ni en los hagiógrafos de nuestro tiempo (tan rigurosos con los datos históricos y tan citados en estos artículos), tanto en papel como en Internet, ni tampoco en Epifanio, Juan Damasceno, Anselmo, entre otros. Únicamente he encontrado referencias apócrifas (los Evangelios apócrifos, no han sido nunca oficiales; son libros plagados de inexactitudes y propensos, llenos de buena voluntad, a maravillas y milagros productos de la imaginación), sobre todo en el llamado Protoevangelio de Santiago, que data del siglo II y en menor medida, en el Liber de infantia Salvatoris, escrito en fecha muy dudosa ya que se atribuye, bien a San Jerónimo (siglo IV), bien a un autor del tiempo de Carlomagno (siglo VIII), e igualmente, en el Libro del nacimiento de la bienaventurada y de la infancia del Salvador, del siglo VI.
Pues bien, según el Protoevangelio de Santiago, los padres de María se llamaban Ana Y Joaquín. Pero sobre Ana había recaído una desgracia, que en aquel tiempo era casi una maldición, dado que un descendiente de su pueblo, del pueblo elegido, de la casa de David, iba a nacer el Salvador del Mundo. En efecto, Ana era estéril. Su marido, Joaquín, incapaz de soportar la sorna y el aislamiento al que le sometían sus conciudadanos, se fue al desierto a rezar. Lo mismo hizo Ana en su casa. Y es a Ana a quien se aparece un ángel, que le dice que sus oraciones han sido escuchadas y que dará a luz a un hijo. Por tanto, la hija del matrimonio de Ana y Joaquín, la Virgen María, tiene una connotación milagrosa.
Con relación al lugar del nacimiento, existen varias tradiciones: la que propone que, como descendiente de la casa de David, nació en Belén, y las que afirman que fue en Nazaret, Séforis o Jerusalén. Lo más probable es que naciera en Belén, porque, según la tradición, los matrimonios se contraían entre los de la misma tribu o familia y es seguro que José, el esposo de María, pertenecía a la casa de David y también que Jesús era descendiente de David. Cabe, también, defender el nacimiento en Jerusalén, la ciudad santa y su templo, así como por la existencia de la Iglesia de Santa Ana, construida en el siglo XII sobre las ruinas de otra iglesia del siglo IV, a su vez construida sobre las ruinas de la casa donde, según una antiquísima tradición, vivieron los padres de María.
Una leyenda, convertida en tradición, pero sin ninguna prueba histórica que la respalde, atribuye a San Maurilio, en la primera mitad del siglo V, en Angers, la institución de esta fiesta, dado que, el 8 de septiembre, escuchó cantos de ángeles y al preguntarles por qué cantaban le respondieron que porque acababa de nacer la Virgen María. Pero el documento más antiguo que se conoce es del siglo VI, de san Romano, sacerdote griego y se hizo coincidir, acertadamente, con el inicio del año litúrgico bizantino, puesto que conmemora el primer episodio de la Redención, a la que anuncia el nacimiento de María, la Madre de Jesús. Más aún, el 8 de septiembre se celebra la Inmaculada Concepción de la Virgen, nueve meses después, el 8 de diciembre.
De manera que la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora empezó a celebrarse en el siglo VI en Oriente y como hecho constatable, en Occidente, hacia el siglo VIII, en Roma, con el Papa Sergio I, nacido el año 650 en Palermo, perteneciente entonces al Imperio romano de Oriente, y que fue Papa del año 687 al año 701.
Aquí, en España, existe, ente otros lugares, un extraordinario recuerdo y devoción de la Natividad de la Virgen en el Día de Asturias (y la Virgen de Covadonga), en el de la Virgen del Pino en Gran Canaria, en Extremadura y la Virgen de Guadalupe; pero también fuera de España, como en Cuba y la entrañable Virgen de la Caridad del Cobre.
Hace ya años, la primera vez que fui a Roma, tuve ocasión de admirar los cuadros de Giotto y entre ellos el Nacimiento de María, llamándome la atención que María nació como una más, dentro las costumbres y la vida ordinaria de una familia de aquellos tiempos, sin nada milagroso o maravillosos a su alrededor ni diferente de lo que era un parto normal en esa época. Naturalmente, la Natividad de la Virgen María ha sido llevada al lienzo por numerosos y conocidos pintores que dan versiones diferentes de ese nacimiento.
Pero no sólo en la pintura, la Natividad de la Virgen, también en la literatura, incluida la poesía, ha tenido un reflejo importante.
Reproduzco, por todas, la de nuestro Félix Lope de Vega y Carpio, nacido en 1562, y uno de los poetas y dramaturgos más representativos del Siglo de Oro español:
Canten hoy, pues nacéis vos,
los ángeles, gran Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.
Canten hoy, pues a ver vienen
nacida su Reina bella,
que el fruto que esperan de ella
es por quien la gracia tienen.
Digan, Señora, de vos,
que habéis de ser su Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.
Pues de aquí a catorce años,
que en buena hora cumpláis,
verán el bien que nos dais,
remedio de tantos daños.
Canten y digan, por vos,
que desde hoy tienen Señora,
y ensáyense, desde ahora,
para cuando nazca Dios.
Y nosotros, que esperamos
que llegue pronto Belén,
preparemos también,
el corazón y las manos.
Vete sembrando, Señora,
de paz nuestro corazón,
y ensayemos, desde ahora,
para cuando nazca Dios. Amén.
Y termino con la oración de un santo de nuestro tiempo, el Papa San Juan Pablo II, fallecido en la ciudad del Vaticano en 2005 y canonizado en 2014, que dedica a la Natividad de Nuestra Señora y que sintetiza el sentido que este hecho tiene para los hombres:
¡Oh Virgen naciente,
esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!
¡Oh Virgen fiel,
que siempre estuviste dispuesta y fuiste solícita para acoger, conservar y meditar la Palabra de Dios, haz que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana, tesoro precioso que nos han transmitido nuestros padres!
¡Oh Virgen potente,
que con tu pie aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz que cumplamos, día tras día, nuestras promesas bautismales, con las cuales hemos renunciado a Satanás, a sus obras y a sus seducciones, y que sepamos dar en el mundo un testimonio alegre de esperanza cristiana!
¡Oh Virgen clemente,
que abriste siempre tu corazón materno a las invocaciones de la humanidad, a veces dividida por el desamor y también, desgraciadamente, por el odio y por la guerra, haz que sepamos siempre crecer todos, según la enseñanza de tu Hijo, en la unidad y en la paz, para ser dignos hijos del único Padre celestial!
Amén.
Deseo agregar, sólo, la relación que Carlos Pujol, en su libro La Casa de los Santos, encuentra entre el Ave Maris Stella y la Natividad de María, cuando reproduce el verso, Monstra te esse Matrem, “Muestra que eres Madre, muestra tu ser de Madre, porque, casi únicamente, eso es, para nosotros, la Virgen María: Madre”.
Pilar Riestra