... Ni siquiera la legalidad de su cargo legitima una acción dictatorial digna de otros regímenes –como los que en estos días muestran cómo se las gastan–, soportada en todo caso por esas minorías no solo ajenas al proyecto de España sino en la acción diaria de carcomer sus instituciones y a la propia Constitución española.
A pesar de su trascendencia, el fondo de la cuestión –el futuro del Sahara–, es lo que menos importa en esta ocasión, habida cuenta de que se trata de reconocer una realidad como es la absorción por Marruecos de la antigua provincia española, reconocimiento que de hecho se viene haciendo desde décadas manteniendo, eso sí, la ficción de la República Árabe Saharaui Democrática.
Lo que de verdad importa y hace saltar todas las alertas democráticas es la posibilidad real de que en cualquier momento, y por los medios de comunicación, los españoles despierten un buen día conociendo que el señor Sánchez ha dispuesto que Ceuta y Melilla valen lo que una sonrisa cariñosa del rey de los creyentes o Gibraltar una pasadita por su lomo agradecido de la mano de la reina de Inglaterra. Camino, por cierto, que con cierta alevosía ya se está recorriendo ante la pasividad de todos.
No quiero entrar, por su inanidad, en las justificaciones de tal decisión dictatorial que se nos muestran a posteriori tales como que, de esta forma, se resuelve la crisis provocada por el enfado del dictador marroquí –sí, dictador disfrazado de demócrata– que nos invade con bandadas de niños o subsaharianos cuando le da la pataleta.
No, señor Sánchez. Millones de españoles no estamos con las decisiones salidas de su magín o del de sus áulicos asesores. Y tenemos el derecho constitucional a que nos escuche al menos antes de tomarlas. No después. Eso lo hacen los dictadores y España, que yo sepa, todavía no es una dictadura. ¿O será que sí lo es?