La vida de Carmen Laforet cambió radicalmente cuando conoció al que después sería su marido y padre de sus hijos, Manuel Cerezales. Hombre culto, soltero, profundamente católico, quien tendrá una importancia también en su gloria literaria, fue quien le sugirió que presentara su novela Nada para participar en el premio “Nadal”, que ganaría un año después, a los 23 años, en 1944. (...)
... Una faceta importante de Carmen Laforet es su dimensión trascendente y religiosa, porque fue más que narradora existencialista pesimista, entre el ser y la nada, en la misma línea tremendista que La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela.
Fue vital su encuentro con la gran tenista y ganadora del Roland Garrós, Lilí Álvarez, pionera del tenis español. A la autora de Nada, la personalidad de Lilí Álvarez le impactó; admiraba su gozo y convencimiento en su Fe Católica. Lo que motivó que Carmen se interesase por la lectura de libros católicos. Estaba bautizada y tenía un vago conocimiento de la existencia de Dios. El encuentro con la gran tenista y la oración de otra escritora, Elena Fortún, produjeron una auténtica conversión, después de citarse con su amiga Lilí Álvarez en la iglesia de Los Jerónimos; charlan unos minutos y en su camino de vuelta a casa, se le revela lo oculto con una claridad límpida que ella narra así. «Dios me ha cogido de los cabellos y me ha sumergido en su misma esencia». En una carta a su amiga Fortún le confiesa: «No es que no haya dificultad para creer (…) es que no se puede no creer».
Esta experiencia inefable trata de plasmarla en su novela casi testimonial La Mujer nueva. Una serie de experiencias negativas y viajes de huida (Tánger) la encierran en un silencio penoso y ágrafo. Su Fe en la Iglesia se debilita hasta la duda: periodo de desasosiego madrileño. Se reconcilia con su esposo Cerezales. Sus últimos días los pasa en una residencia. Mientras recorre con dificultad y ayuda los pasillos, oye que en alguna de las habitaciones se transmite la Santa Misa. Con señas Carmen pide entrar, lo que se repite varios días. Una de sus hijas comprende que su madre necesita consuelos espirituales. Un sacerdote la conforta con los sacramentos de la confesión y unción de los enfermos. Al final encuentra la paz en Dios. Moría el 28 de febrero de 2004. Su aportación narrativa se centra en la sinceridad de lo existencial inmediato.
Fidel García Martínez