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Una vez más la llegada al poder del ideal marxista –del comunismo real, mejor– supone confundir a todo un pueblo con su particular visión, en este caso, del pueblo peruano. Estos modernos libertadores ignoran que su pueblo ya fue liberado hace doscientos años del yugo español que, si bien es cierto que explotó sus riquezas naturales, dejó en el empeño la que hoy es su cultura, su religión y su lengua, amén de otras pequeñeces como su propia sangre entremezclada con la que había entonces por aquellas tierras.
La obcecación de estos mandatarios totalitarios, de acá y de allá del Atlántico, empeñados en echarle un pulso a la Historia, barriéndola para después reescribirla, es digna de estudio si no fuera porque supone, aprovechando los recursos que les proporciona el poder, sembrar sus países de inestabilidad, mentira, odio y enfrentamiento. Alegando justicia e igualdad, por supuesto, que ya sabemos que para estos iluminados lo que importan son sus fines y no los medios que empleen para conseguirlos, que para eso está su cacareada justificación moral, que puede con todo.
El señor Castillo en su alocución de llegada ya ha planteado una medida que, revestida de justicia social, no es sino el gérmen de sus milicias revolucionarias. No propone un Servicio Militar obligatorio para todos los ciudadanos de una determinada edad, no. Propone que aquellos ciudadanos que no estudien o trabajen –suponemos que de una cierta edad– se incorporen obligatoriamente al Servicio Militar. A su servicio, todavía por definir.
Por ahí se empieza.