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Miseria de la Partitocracia

Retrato de Alexander Pope (1688-1744). (Foto: www.loff.it).
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Retrato de Alexander Pope (1688-1744). (Foto: www.loff.it).

LA CRÍTICA, 20 JULIO 2021

Por Manuel Pastor Martínez
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En los albores del siglo XVIII, cuando se inventaron los partidos políticos modernos y se reflexionó sobre tal hecho, en el Reino Unido (David Hume, Adam Smith, Edmund Burke…) y un poco más tarde en los Estados Unidos (Alexander Hamilton, James Madison, Thomas Jefferson…), el poeta y ensayista visionario inglés Alexander Pope agudamente ya advirtió:

“Party is the madness of many, for the gain of a few” (“Partido es la locura de muchos para beneficio de unos pocos”, Alexander Pope Selected Works, Louis Kronenberger, Ed., The Modern Library, New York, 1948, p. 359). (...)

... Junto a las cautelas y críticas de Smith sobre el “espíritu partidista” y las de Madison y Hamilton sobre el “espíritu de facción”, son las primeras premoniciones acerca de lo que con el paso del tiempo desembocaría en el fenómeno y problema actual de la Partitocracia en las democracias modernas.

Creo que se equivocaron burdamente, analizando críticamente la política en las sociedades contemporáneas, Pierre-Joseph Proudhon postulando la “Filosofía de la Miseria” (1846), y Karl Marx replicándole con la “Miseria de la Filosofía” (1847). Con razón Karl Popper refutaría a ambos, cien años más tarde, al publicar “Miseria del Historicismo” (1956). Inspirándome en tal perspectiva liberal, crítica de los enemigos de la Sociedad Abierta, y asimismo en el análisis y la terminología del conservador español Gonzalo Fernández de la Mora (La Partitocracia, Madrid, 1977), modestamente propongo la hipótesis de la “Miseria de la Partitocracia”, con su concomitante corrupción, como explicación más plausible a la profunda crisis política de las democracias actuales (y en el caso español la incapacidad de su consolidación).

El británico Edmund Burke, que había aportado una objeción esencial a la Partitocracia con su tesis de la representación nacional en el Parlamento (los diputados o representantes, una vez elegidos, lo son de la Nación en su conjunto, no de los intereses particulares del Partido o de los electores), en que se basa la prohibición del “mandato imperativo” contemplado en nuestras modernas constituciones, vincularía también la Partitocracia y el Terror de tipo jacobino al nacimiento del despotismo que hoy llamamos Totalitarismo (Reflections on the Revolution in France, 1790).

En la misma línea, frente al Demócrata francófilo Thomas Jefferson, lo hará el Federalista anglófilo Alexander Hamilton en sus escritos “burkeanos” sobre la Revolución, el fanatismo –que en cierto momento compara con el islamista– y el despotismo jacobino en Francia (The Stand, 1798).

Merece recordarse aquí la tradición crítica española de la oligarquía y el caquismo partidista que va desde Joaquín Costa hasta el análisis de la Partitocracia por Gonzalo Fernández de la Mora (véase el excelente estudio de Álvaro Rodríguez Núñez: Contra la oligarquía y el caciquismo del siglo XXI, Catalina Seco Editora SL, Astorga, 2015), en paralelo a los reputados estudios académicos de Ostrogorsky, Michels, Siegfried, Duverger, etc.

La “Ley de Hierro de la Oligarquía” que Michels detectó en los partidos y sindicatos izquierdistas de masas (primero en los socialistas y comunistas, después en los fascistas) conduce ineluctablemente al Totalitarismo, que como subrayó agudamente Carl Schmitt en sendas conferencias en Pamplona y Zaragoza en 1962 (Theorie Des Partisanen, Berlin 1963), no se genera en el Estado sino en el Partido Totalitario ideado por Lenin (de tipo comunista o nazi), cuando se impone a la sociedad civil y se superpone a la propia organización estatal tradicional mediante la Censura, la Propaganda y el Terror.

La democracia en los Estados Unidos hasta hace pocas décadas, pese a sus naturales imperfecciones, se había librado del cáncer partitocrático. Los partidos ni siquiera están contemplados en la Constitución y no reciben financiación o subvención públicas. Para todos los cargos (locales, estatales o federales) y concretamente para el Congreso los candidatos a senadores y representantes son seleccionados en elecciones primarias generalmente abiertas, y no se les impone un mandato ni una disciplina partidista. Actúan en conciencia y según los intereses de sus electores, por lo que no ha existido el estigma de los “tránsfugas”. Los congresistas reciben su legitimidad de los electores, no del partido.

Sin embargo la evolución del Partido Demócrata en Estados Unidos es el ejemplo más reciente de la corrupción partitocrática. Sin ir más atrás he señalado en algunos artículos que el proceso se intensifica desde 1960, con la elección presidencial de John F. Kennedy, literalmente robada a Richard Nixon (véanse los análisis hoy ya indiscutibles de E. Mazo, R. de Toledano, S. M. Hersh, I. Gellman…).

Además el Partido Demócrata practicará un golpismo “silencioso” o “Paper Coup” contra Nixon (véanse las investigaciones impecables de L. Colodny, R. Gettlin, R. Locker…) con el caso Watergate y un intento de impeachment que provocó la dimisión del presidente; y asimismo contra Trump (véanse los informes e investigaciones de D. Nunes, L. Smith, S. Lokhova, D. Bongino…) con el caso Crossfire Hurricane y dos intentos fracasados de impeachment. Y entre ambas presidencias republicanas, la corrupta presidencia de Bill Clinton y la corrupta campaña presidencial de su esposa (véanse las detalladas investigaciones, entre muchas otras, de B. Olson, J. Corsi, P. Schweizer, M. Malkin…), aparte de las pulsiones estatistas o socialdemócratas, extrañas a la cultura americana –según observó el politólogo Harvey Mansfield– en la administración de Barack H. Obama.

El último episodio, por supuesto, ha sido el Gran Fraude de la elección presidencial en 2020, que el corrupto e ilegítimo presidente Joe Biden (con el coro habitual de papagayos mediáticos, el apoyo de las corporaciones censoras Big Tech, e incluso la anuencia de notorios RINO como Mitt Romney y Liz Cheney) se empeña en denominar la “Gran Mentira”, aunque existe ya una amplia y seria literatura sobre el Partido Demócrata como el partido del voto fraudulento (J. Fund, H. von Spakovsky, D. Murdock…).

La gran mentira es la que rodea la propia historia del Partido Demócrata, como partido de la esclavitud y de la Secesión, del Ku Klux Klan y del racismo segregacionista. Partido de la Guerra Civil y de los asesinos de Abraham Lincoln, partido golpista electoral y de actuaciones siniestras –mediante el “Estado Profundo” – contra al menos dos presidentes republicanos legítimamente elegidos. Un partido hoy en una clara e irreversible deriva hacia una Partitocracia izquierdista, antidemocrática y corrupta, que ha contaminado a todo el sistema político.

La trágica pandemia del coronavirus anegando y facilitando el proceso del Gran Fraude, con las injerencias políticas de algunos virólogos corruptos por conexiones chinas, el concurso “agit-prop” de los medios “progresistas” y la censura inquisitorial de las Big Tech-Big Brother, ha acortado el camino hacia lo que algunos califican como una especie de “fascismo suave” americano (o, con una gota de humor, un “Fauci-ism”), bajo el disfraz izquierdista, según predijo Huey Long en los años 1930s, de “antifascismo”.

Lo que históricamente han significado el Tea Party y el Trumpismo (éste con el récord absoluto de casi 75 millones de votos en 2020, pese al Gran Fraude) es precisamente una clara oposición a la Partitocracia y a la corrupción del Establishment, corrigiendo el aforismo de Alexander Pope: un partido de muchos para beneficio de todos.

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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