... de funcionarios locales del partido Demócrata, han orquestado una gran operación, sin precedentes (si exceptuamos la “derrota” de Nixon contra Kennedy en 1960), para robarle la victoria y poner la democracia, el “excepcionalismo americano”, y la hegemonía de los Estados Unidos al borde del colapso.
Destaquemos el aspecto positivo del récord de la participación, en el momento de escribir esto: casi 150 millones, más del 63 % del cuerpo electoral, porcentaje todavía inferior al de algunas democracias europeas. Biden (con más de 76 millones) y Trump (con más de 71 millones, cifra superior a la que tuvo su victoria en 2016) por supuesto han obtenido más votos que ningún candidato presidencial de sus respectivos partidos en toda la historia. La cuestión es: ¿han sido todos esos votos legales? Biden dice que sí, Trump dice que no. Parece que la solución va a estar en mano de los abogados y los jueces.
En una perspectiva histórica el partido Demócrata –hasta la Guerra Civil y la Reconstrucción– fue el partido de la Esclavitud y la Secesión, pese a los innegables otros méritos de sus fundadores y líderes, la saga de los Virginianos (esclavistas pero no secesionistas: los presidentes Jefferson, Madison, Monroe, y Jackson). El nuevo partido Demócrata a partir del siglo XX hasta hoy también debe su refundación a otro virginiano, promotor del Estado Administrativo (antecedente del degenerado Estado Profundo), el profesor y presidente Thomas Woodrow Wilson.
La sospecha de “racismo”, “supremacía blanca”, o “segregacionismo” permea la biografía de todos los líderes mencionados, e incluso el último candidato presidencial Joe Biden tuvo que escuchar la misma acusación durante los debates para las primarias por parte de sus colegas competidores Demócratas y de “color”, la senadora Kamala Harris y el senador Cory Booker.
El título de este ensayo alude a una cuestión polémica sobre la propia historia del partido Demócrata desde la Guerra Civil, cuestión sobre la que ya hay una considerable literatura historiográfica y de investigación periodística, y por tanto me limito a subrayarla: el Ku Klux Klan, el gangsterismo en general (aparte de la Mafia italiana hay o han habido mafias irlandesa, judía, etc.), y recientemente el consorcio Antifa–Black Lives Matter, han tenido un papel destacado y muy poco honorable como tropas de choque de los Demócratas. No me refiero a la mera radicalización ideológico-política, como ya han revelado en obras recientes algunos autores (Dinesh D´Souza, David Horowitz, Jonah Goldberg, etc.). El nuevo factor que representan los movimientos-organizaciones mencionados, en diferentes etapas de la historia política contemporánea de los Estados Unidos, es el factor violencia, latente o manifiesta. Un claro y presente peligro para cualquier democracia liberal y constitucional.
Un mayor peligro si se tiene en cuenta el trasfondo amenazador del Estado Profundo (v. las obras de Lofgreen 2016, Chaffetz 2018, Stewart 2019) y las tramas golpistas, desde el caso Watergate contra Nixon (v. las obras de Len Colodny y Robert Gettlin 1991, y de Ray Locker 2019) hasta el caso Spygate contra Trump (v. las investigaciones rigurosas del Nunes Memo 2018, de la historiadora Svetlana Lokhova 2020, y del autor Lee Smith 2019 y 2020), que acompañan a las sospechas de fraude electoral o del “Paper Coup” en general (v.* Posdata).
Sobre el KKK original tras la Guerra Civil (diferente del KKK desde la Segunda Guerra Mundial) como tropa de choque o “fuerza (para)militar del Partido Demócrata” en palabras del historiador progresista Eric Foner en su libro sobre la Reconstrucción (1988), baste la obra reciente muy elogiada por la crítica del autor liberal Ron Chernow, Grant (2017), en la que dedica el capítulo 32 a este problema (“The Darkest Blot”, págs. 690-727), y cita las palabras del presidente Grant: “El espíritu del KKK no morirá mientras el Partido Demócrata simpatice con tal espíritu” (pág. 746). Asimismo, sobre el gangsterismo o crimen organizado como auxiliar del candidato demócrata John F. Kennedy, la obra best-seller del también liberal Seymour M. Hersh, The Dark Side of Camelot (1997), en cuyo capítulo 10 (“The Stolen Election”, págs. 131-154) presenta las pruebas irrefutables del robo electoral.
Sobre Antifa-BLM yo mismo he publicado varios artículos en La Crítica, pero destacaré el recientísimo y bien documentado de Elena Barberana, “La mano que se esconde detrás de Black Lives Matter: el comunismo chino financia las protestas violentas en EEUU” (Libertad Digital, 8 de noviembre). Hemos presenciado sus actuaciones vandálicas junto a Antifa durante toda la campaña presidencial, con el aval o justificación de los líderes Demócratas.
He sostenido que Trump y Trumpismo representan una reedición del viejo Tea Party incentivado (¡más de 71 millones de votos legales en estas elecciones!). No sé cuál será el futuro de Donald Trump, pero estoy seguro que el Tea Party/Trumpismo no desaparecerá ya que, como postulan Steve Hilton y otros, expresa un populismo liberal-conservador, patriótico y constitucionalista, contra la corrupción del “Establishment” y el socialismo de las izquierdas en el Partido Demócrata. Un populismo positivo que los idiotas progresistas de todos los colores tildan de “fascismo”.
Finalmente, como ilustración de que el “Antifascismo” progre no desfallece, mencionaré una pequeña anécdota personal. El pasado 5 de noviembre, como reacción a mi último artículo “Trumpofobia: Antiamericanismo y Antiespañolismo” (La Crítica, 4 de noviembre), un profesor español de Tufts University, jubilado residente en Massachusetts, escribió un comentario plagado de insultos (razón por la que no fue publicado) en el que calificaba a Trump de “payaso”, “ser despreciable”, “gentuza”, etc., añadiendo que “la continuación de Trump sí que daría lugar a una leyenda negra bien merecida”. Aunque seguramente lo pensaba no llegó a verbalizar el típico insulto progre de “fascista”. Este lo reservó para el autor del artículo, es decir para mí. Aparte de asegurar que soy de “extrema derecha”, “intelectualmente indecente”, “sinrazón” y “petulante”, me describía como alguien con “descaro fascista”.
Soy autor de una tesis doctoral, dos libros y más de veinte ensayos publicados sobre el fascismo, y podría darle más de veinte lecciones sobre el tema a este ignorante progre “antifa”, pero no merece la pena. En el mismo artículo declaraba (he sido durante 34 años catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional) mi admiración por Alexander Hamilton, uno de los padres de la Constitución estadounidense y de los ensayos “The Federalist”, que son la esencia de la democracia liberal americana. Asimismo mencionaba la aguda opinión del demócrata Huey Long en los años 1930s –poco antes de que lo asesinaran los “gangsters” de su propio partido– que el fascismo americano en el futuro se presentará como “Antifascismo”.
Para que quede claro: mi simpatía por el Tea Party, Trump y el Trumpismo –como la de más de 71 millones de americanos– se basa en que, a mi juicio, han representado y representan cabalmente el bloque, sin exclusión, de los derechos inalienables –subrayando el primero– a “la Vida, la Libertad, y la búsqueda de la Felicidad” enunciados en la Declaración de Independencia en 1776.
*Posdata. Mientras la Comisión de Justicia del Senado, presidida por el senador Lindsey Graham, prosigue en su investigación, el caos por un presunto fraude electoral en 2020 es la ramificación última de un proceso golpista (“Paper Coup”) iniciado durante la campaña de 2016 contra Donald Trump. La lista de los presuntos implicados en el complot es larga, pero los más destacados (para una eventual historia futura de la infamia) son: Barack Obama, Joseph Biden, Susan Rice, Sally Yates, Hillary Clinton, James Comey, John Brennan, Andrew McCabe, Christopher Steele, Stefan Halper, John McCain, Adam Schiff, etc. Ojalá algún día el pueblo americano conozca la verdad y la justicia depure todas las responsabilidades.