La democracia española es tan permisiva que protege políticamente a quienes en todo o en parte no la aceptan –desde el Preámbulo hasta la Disposición Final de la Constitución Española, que la define y debería proteger– y hasta permite que estos se sienten en el Gobierno de España, desde donde su tarea desestabilizadora puede ser amplificada adquiriendo así mayor entidad política y ciudadana. De este modo, una simple mascarilla frente a las narices del propio Rey de España, Felipe VI, se convierte en reivindicación republicana, que para eso su portador se ha subido el moño a la altura de la coronilla, así como un Auto de no sé dónde sobre la libertad de expresión se convierte en depredación de estatuas del Rey de España y de otros importantes símbolos de nuestra Historia, como Cristóbal Colón, ante la pasividad de quienes deberían protegerlas.
La solución al problema planteado es sumamente fácil, como así lo entendieron legisladores de otras democracias occidentales, y que se viene reclamando una y otra vez por voces nada sospechosas de antidemocráticas: la expulsión del ruedo político de aquellas formaciones que no acepten la Constitución de la A a la Z.
Dada la aparente imposibilidad de la solución planteada al ser contraria a los postulados de los partidos políticos mayoritarios, existe una solución parcial que decrezca el poder de las fuerzas políticas desestabilizadoras, como es la reforma de la actual Ley Electoral, que al menos no prime su presencia en el Congreso de los Diputados, devolviendo a los españoles el tanto de representación hurtado por mor de la caprichosa distribución de sus votos.
Como lo expuesto hasta el momento es harto conocido y sin respuesta política, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo deberían actuar los millones de españoles acordes con estos planteamientos sin sacar los pies del tiesto? ¿Existen iniciativas populares legales para que estas cuestiones lleguen a formar parte del debate político?
Son preguntas de muy difícil respuesta, máxime cuando hasta es posible que hoy los contrarios a estos planteamientos superen en número a aquellos que sí los ven razonables y posibles. ¿Por qué esta anomalía? Pregunta también difícil de contestar aunque creo que un poco más fácil: supongo que es el resultado de ochenta años de formación y cultura sesgada e inclinada al abandono de principios tales como los conceptos de España y sus asociados, utilizados no como integradores sino como elementos de enfrentamiento y rechazo, según el viento político soplara hacia uno u otro lado de su espectro.
Vistas así las cosas, solo cabe esperar que las nuevas generaciones sepan separar la paja del grano y enterrar definitivamente algo tan trasnochado como son aquellos hechos históricos por un lado, y valores por otro, que nos mantienen en pleno siglo veintiuno a todos aun buscando nuestra identidad como españoles. Y este último comentario me duele más todavía porque parece darles la razón a hispanistas de bajo vuelo como Gibson y Preston. Pero, aunque solo lo parezca, ya es suficientemente grave. Es lo que hay.