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La invención del Federalismo moderno (1)

Ilustración: Revista 'La Flaca' de 3 de marzo de 1873. (Wikipedia)
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Ilustración: Revista "La Flaca" de 3 de marzo de 1873. (Wikipedia)

LA CRÍTICA, 14 JULIO 2020

Por Manuel Pastor Martínez
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Este ensayo se publicó en la revista digital Kosmos-Polis en 2014, con la colaboración de María Corrés Illera, y el título completo: “La invención del federalismo moderno (tradiciones europeas y experimento americano)”. Se reproduce aquí por su interés teórico y didáctico, con mínimas correcciones, sin actualizar la bibliografía y sin referencias a los intentos golpistas del separatismo catalán en años recientes..

Los últimos acontecimientos relativos a la presión secesionista en Cataluña y la lógica respuesta del Gobierno del Partido Popular, remitiendo los recursos correspondientes ante el Tribunal Constitucional, ha reavivado el debate sobre federalismo como alternativa al Estado de las Autonomías actual según la Constitución de 1978, que no obstante -como recordaba recientemente Jorge Vilches (“La Federal de Sánchez”, LD, Septiembre 2014)- el gran teórico político-constitucional Carl Schmitt había conceptuado como “Estado Federal sin fundamentos federativos”, y que Vilches describe como “federalismo desde arriba”.

El “federalismo desde abajo” requeriría la previa independencia de las partes, algo impracticable en España, y que en el caso de Cataluña, por ejemplo, lo que los secesionistas pretenden es la definitiva independencia a secas, no un plan de reiniciar un proceso federativo.

La secesión unilateral, invocando demagógica y falazmente la democracia o voluntad popular al margen de la Constitución, como Lincoln denunció en 1861 poco antes de iniciarse la Guerra Civil en los Estados Unidos, no es democracia sino anarquía.

El líder del PSOE Pedro Sánchez y otros dirigentes de las izquierdas parece que no tienen muy claro lo que significa federalismo, cuando postulan tal fórmula como alternativa política o “tercera vía”, mediante una reforma constitucional, sin meditar bien lo que requiere tal procedimiento.

Resulta patético que la mayoría de los catedráticos o profesores de Derecho Constitucional de militancia o simpatía comunista/socialista (por ejemplo, los ex ministros Jordi Solé-Tura y Francisco Caamaño, el ex presidente del Consejo de Estado Francisco Rubio Llorente, el ex consejero de Justicia de la Generalidad Josep María Vallés, los profesores Ferrán Requejo y Francesc de Carreras, etc.), invocando la falacia de un “federalismo asimétrico” hayan mostrado una extraña –muy poco académica- y calculada ambigüedad ante la cuestión del plebiscito o consulta promovidos por los secesionistas de Cataluña, por otra parte en sintonía con las directrices en su día de sus líderes políticos en Madrid y Barcelona, los incompetentes José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall.

Todo ello, en la actual situación política, un tanto caótica desde el punto de vista de las ideas y conceptos, justifica la publicación de este modesto ensayo de investigación histórico-política.

  1. Digámoslo claramente, y España es un ejemplo cercano que viene al caso: existe una gran confusión sobre el significado de federalismo, y por lo que se nos alcanza históricamente carecemos de especialistas rigurosos y coherentes en la materia. Es ilustrativo de este problema que el intelectual y político español (que incluso llegaría a ser presidente de la brevísima Primera República “federal” española de 1873), fundador del Partido Federalista y autor de numerosos escritos, Francesc Pi y Margall, ignorara espectacularmente el significado moderno de federalismo, inventado y desarrollado por los Estados Unidos de América desde la Constitución de 1787, confundiéndolo con un sistema de Confederación. El políticamente patético caso de Pi y Margall ya fue observado y analizado en su tiempo por el agudo ensayista y diplomático –aparte de gran novelista- Juan Valera, como destacábamos en un artículo nuestro (Manuel Pastor: “Los intelectuales catalanes y el federalismo”, La Ilustración Liberal, 37, Madrid, 2008). Lo cual no ha impedido que algunos historiadores del pensamiento “federalista” español (José Antonio Maravall, Antoni Jutglar, Gumersindo Trujillo, Juan Trías Vejarano, Antonio Elorza, Isidre Molas…) hayan seguido considerando a Pi y Margall como el patriarca y principal representante de dicha ideología. Por ejemplo, entre las obras más recientes, Isidre Molas (ed.), Francisco Pi y Margall y el federalismo (Barcelona, 2002). La contaminación catalanista/confederalista no ha desaparecido en algunos intentos más académicos y comparativos, como los de José Antonio González Casanova, Federalismo y autonomía. Cataluña y el Estado español, 1868-1938 (Barcelona, 1979), Ferrán Requejo, Federalisme, per a què? (Barcelona, 1998). Otros que han evitado la recurrente confusión Federalismo-Confederación, como Ramón Máiz en su interesante ensayo “La cultura política federal” (Claves, 209, Madrid, Enero/Febrero 2011), sin embargo no le ha impedido caer en cierto utopismo ideológico –o wishful-thinking partidista- de dudosa viabilidad al afirmar “las afinidades electivas existentes entre la cultura federal y la del socialismo democrático para sociedades multinacionales” (p. 35), ya que el federalismo moderno solo es plausible en unas condiciones de libertad y de constitucionalismo liberal -como postulaba Friedrich Hayek (The Constitution of Liberty, 1960) ya anunciadas en una de las sesiones fundacionales de la Mont Pelerin Society en 1947- que las ideologías estatistas o colectivistas de tipo socialista o socialdemócrata (sin llegar al extremo del “federalismo soviético”), por muy democráticas que se presenten generalmente rechazan, por las inercias administrativistas, centralistas y centrípetas de sus programas económicos y las tendencias oligárquicas de sus organizaciones partidistas y sindicales.

Una línea de investigación más acorde con los estudios académicos comparados en el ámbito internacional está representada, pese algunas deficiencias (en particular, el sorprendente descuido o minusvaloración del modelo clásico norteamericano), en los estudios de Raúl Morodo et al., El federalismo (Tecnos, Madrid, 1965), Javier de Burgos, España: por un Estado Federal (Argos Vergara, Barcelona, 1983), Lluís Armet et alii, Federalismo y Estado de las Autonomías (Planeta, Barcelona, 1988), Luis Moreno, La federalización de España (Siglo XXI, Madrid, 1997), Xavier Arbós, Doctrinas constitucionales y federalismo en España (IEA, Barcelona, 2006), y Paloma Biglino Campos, Federalismo de integración y de devolución (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007). Por otra parte habría que recordar múltiples artículos o ensayos más pertinentes sobre el tema de los profesores Pablo Lucas Verdú y Andrés de Blas Guerrero.

En términos generales, tiene razón Jacob T. Levy cuando argumenta que “Despite the prevalence of Federalism in the practice of liberal constitutional democracies, Federalism remains understudied and poorly understood (…) Theory has fallen even further behind as practice has accelerated.”(p. 459), en referencia a los casos de Estados Unidos y Canadá como democracias federales consolidadas, u otras como Italia y España en vías de consolidación (“Federalism, Liberalism, and the Separation of Loyalties”, American Political Science Review, 3, August 2007, pp. 459-ss). Entre la escasa literatura internacional a tener en cuenta, el autor cita a Wolin (1964), Riker (1964, 1987), Ostrom (1987, 1991), Eleazar (1987), etc. (significativamente, ningún autor español relevante), y por nuestra parte añadiríamos los trabajos de Burguess, Gagnon, Laslovich, Milne y Rydon (1993), Watts (1999), Eleazar (2006), Karmis & Norman (2006), Kölling (2013), y los referidos a la difícil construcción del federalismo en la Rusia poscomunista de Kahn (2002), Ross (2002), y Obydenkova (2012, 2013) .

  1. Etimológicamente, federalismo viene del sustantivo latino foedus-foederis, que significa tratado, pacto o alianza; extraña y curiosamente, el adjetivo también latino foedus-a-um significa feo, sucio, funesto, vergonzoso o indigno. Pero la primera acepción, que es la pertinente, es la que domina en la milenaria tradición del léxico histórico-político greco-latino.

En uno de sus más famosos ensayos José Ortega y Gasset destacó el “instante solemne” del historiador alemán Mommsen, en su Historia de Roma, cuando afirma que “la historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación” (España invertebrada <1921>, en Obras Completas, tomo III, Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid, 1983, p. 51). Inmediatamente nos aclara Ortega en nota pie de página que ha traducido como “incorporación” el término griego que usa Mommsen, synoikismo, que más exactamente significa “convivencia, ayuntamiento de moradas”. El historiador alemán recurre, efectivamente, a precedentes históricos en Grecia, antes de narrar el proceso de “federación” que acontece en el caso de Roma.

La polis griega no es una simple Ciudad-Estado, como subraya H. D. F. Kitto en su obra clásica The Greeks (London, 1951), ya que, por ejemplo, la polis de Creta bajo el reinado de Idomeneus reunía a su vez más de cincuenta poleis, pequeños “Estados”. El prestigioso clasicista sugiere la existencia de entidades políticas resultado de una federación de unidades menores: “What is true of Creta is true of Greece in general, or at least of those parts which play any considerable part in Greek history –Ionia, the islands, the Peloponnesus except Arcadia, Central Greece except the western parts, and South Italy and Sicily when they became Greek. All these were divided into enormous number of quite independent and autonomous units.” (Kitto, pp. 64 y 65)

La polis debe entenderse, por tanto, como el conjunto de la vida comunitaria de un pueblo: política, cultural, moral, religiosa, e incluso económica, algo que se describiría, según Kitto, como “the national wealth”, concepto próximo al moderno significado de Nación (Kitto, p. 75). Señala el mismo autor, que en la trilogía de Esquilo la polis emerge como una pauta de Justicia, de Orden, de lo que los griegos llamaban kosmos, integrador de partes y particularidades: “The polis they saw, was –or could be- the very crown and summit of things”, y para Aristóteles, “Man is a political animal”, traducción incorrecta , ya que lo que el filósofo dijo es: “Man is a creature who lives in a polis; and what he goes on to demostrate, in his Politics, is that the polis is the only framework within which man can fully realize his spiritual, moral and intellectual capacities” (Kitto, pp.77 y 78).

Coincidiendo con la narrativa de Mommsen, Barrow describe la formación de Roma como “Some kind of gathering together or dwelling together of Little settlements of various tribes to form the city of Rome. How it was brought about and what were the causes and the contributions from the composing elements no one can say. Tradition and reasonable deduction from survivals suggest that this primitive association was loosely held together by common interests symbolically expressed in common rites of religion, communion in sacred things, …” (R. H. Barrow, The Romans, London, 1949, p. 45).

Mommsen, que sigue a Estrabón en su descripción de la Roma antigua, relata: “Pueblos grandes y pequeños rodeaban a la nueva ciudad; muchos de ellos residían en villas o lugares independientes y que no estaban unidos por ningún vínculo de raza”. Y añade: “Solo a expensas de los vecinos de la misma sangre es como se verifican las primeras ampliaciones del territorio” (…) Es indudable que siguió el sistema de las incorporaciones, que había ya producido la fusión de la triple (tres tribus) ciudad. Pero, obligados ahora los pueblos por la fuerza de las armas a entrar en el Estado romano a título de cuarteles o cantones, no conservan ya una especie de independencia relativa, como había sucedido en la unión de las tres primeras tribus, sino que son totalmente absorbidos…” (T. Mommsen, Historia de Roma, tomo I, Aguilar, Madrid, 1960, pp.138 y 140). Es decir, que una “confederación” inicial da paso al Estado federal integrado. Más adelante, la hegemonía de Roma en el Lacio se impuso a la Confederación latina, tras la conquista de Alba: Se estableció la hegemonía de Roma sobre las bases de una alianza que confería iguales derechos a las partes contratantes. De un lado estaba Roma, y del otro, la Confederación latina” A la Alba confederal, le sucede Roma, capital federal, con dominio sobre el conjunto territorial (pp. 143-144).

La base filosófica del federalismo moderno, tal como señala Samuel H. Beer, se distancia no obstante de la tradición aristotélica para identificarse con las doctrinas romanas estoicas del “gobierno mixto”, y particularmente de Cicerón. A través de éste, San Isidoro de Sevilla formula la versión cristiana que inspirará a Santo Tomás de Aquino y a todo el pensamiento medieval (S. H. Beer, To Make a Nation. The Rediscovery of American Federalism, Harvard University Press, p. 48)

La tradición particular hispana ofrece asimismo pautas similares a la general de la historia greco-romana. Durante mucho tiempo la historiografía medievalista española ha insistido en los enfoques “castellanistas” para explicar la formación nacional de España. Recientemente otra escuela, y en especial el norteamericano Bernard F. Reilly, ha postulado y desarrollado en una brillante trilogía lo que podemos llamar un enfoque “leonesista” (B. F. Reilly: The Kingdom of León-Castilla Under King Alfonso VI <1988>; The Kingdom of Leon-Castilla Under Queen Urraca <1982>; The Kingdom of Leon-Castilla Under King Alfonso VII <1998>). Igualmente destacaríamos los diversos estudios sobre los Reyes de León del desaparecido historiador Justiniano Rodríguez Fernández. Suscribimos en líneas generales la tesis del primado astúrico-leonés en la formación de España y en la Europa continental (recuérdese que las primeras Cortes en España, también primeras del continente europeo, significativamente fueron las de León en 1188), que con matices han estudiado ilustres medievalistas como Francisco Martínez Marina, Manuel Colmeiro y Eduardo Hinojosa, e incluso en algún momento el “castellanista” Claudio Sánchez Albornoz (véase C. Sánchez Albornoz, Orígenes de la Nación Española. El Reino de Asturias, varias ediciones, Sarpe, Madrid, 1985), tesis asimismo asumida por nuestros grandes ensayistas del siglo XX, José Ortega y Gasset y Julián Marías.

Como hemos señalado en un ensayo al respecto (M. Pastor, “Mitología castellanista y victimismo castellano”, Semanario Atlántico, 2010), el punto de partida de las distorsiones probablemente esté en la hipótesis de la Generación del 98 de que Castilla hizo a España (algo diferente del hecho filológico innegable de que el castellano hizo al español), supuesto que subyace en toda la obra de Menéndez Pidal y que culmina en su famoso libro La España de El Cid (1929). Ortega expresó una opinión en parte correcta cuando escribió “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho” (1921). Sánchez Albornoz embarulló la cuestión cuando más tarde afirmó “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla” (1931). Finalmente Julián Marías, sutilmente, propuso que “Castilla se dedicó, no a hacer España, sino a hacerse España” (1974). Los historiadores españoles, antes de Reilly, demostraron una espectacular dejadez historiográfica del siglo XI y la primera mitad del siglo XII, precisamente el periodo culminante de la gran hegemonía leonesa durante la Reconquista, tras el colapso del Califato de Córdoba, y preludio del gran reinado de otro leonés (por nacimiento y por derecho), Fernando III el Santo, cuando León y Castilla fueron definitivamente reunificados.

En otro ensayo igualmente famoso de Ortega se nos describe la formación de la nación española de una forma clara y sencilla: “Primero, la nación parece la tribu, y la no-nación la tribu de al lado. Luego la nación se compone de las dos tribus, más tarde es la comarca y poco después es ya todo un condado o ducado o reino. La nación es León, pero no Castilla; luego es León y Castilla…” Un poco más adelante, al tratar al fenómeno nación, explica: “La relativa homogeneidad de raza o lengua de que hoy goza –suponiendo que ello sea un gozo- es resultado de la previa unificación política. Por tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al estado nacional; antes bien, es el estado nacional quien nivela las diferencias originarias de glóbulo rojo y son articulado. Y siempre ha acontecido así (…) Más cerca de la verdad estaríamos si, respetando la casuística que toda realidad ofrece, nos acostásemos a esta presunción: toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es casi seguramente precipitado de alguna unificación política precedente. El Estado ha sido siempre el Gran Truchimán.” (La rebelión de las masas <1930>, en O.C., ant. cit., tomo IV, pp. 260 y 261).

En cierto modo Ortega está asumiendo la afirmación que hiciera el presidente Abraham Lincoln de que la Unión política nacional o federal de los Estados Unidos es anterior a los Estados, y a sus supuestos derechos, en la crisis de la Guerra Civil norteamericana: “The Union is perpetual confirmed by the history of the Union itself. The Union is much older than the Constitution. It was formed, in fact, by the Articles of association in 1774. It was matured and continued by the Declaration of Independence in 1776. It was further matured, and the faith of all the then thirteen States expressly plighted and engaged that it should be perpetual, by the Articles of Confederation in 1778. And finally, in 1787, one of the declared objects for ordaining and establishing the Constitution was to form a more perfect Union” (Discurso Inaugural, 4 de Marzo de 1861). Y una vez ya iniciada la Guerra Civil, repetirá dicha afirmación: “The Union is older than any of the States, and, in fact, it created them as States.” (Mensaje al Congreso, 4 de Julio de 1861).

Es decir, el Estado (en sentido general o Unión) “federal” de los Estados Unidos desde el inicio de la Independencia en 1776 es previo como entidad política, desde la existencia y voluntad políticas del Congreso Continental (1774-76), a la creación de los Estados (en sentido particular o provincias administrativas) herederos de las colonias británicas. Esa entidad o voluntad política es el Gran Truchimán, para emplear la metáfora orteguiana, que compondrá, primero los Artículos de la Confederación, y después la Constitución federal.

Manuel Pastor Martínez y María Corrés Illera

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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