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…de cuándo será el tiempo de llorar, y de rezar…

Cementerio de La Almudena, Madrid.
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Cementerio de La Almudena, Madrid.

LA CRÍTICA, 3 MAYO 2020

Por Juan M. Martínez Valdueza
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(...) Esos miles de mujeres y de hombres, salvo algunos, ni dejando de existir existen. Del hospital al hielo y del hielo al fuego. Sin el consuelo mutuo del crespón y del duelo. (...)

Pronto hará dos meses desde el inicio del confinamiento “desigual” –mejor que “asimétrico”, vocablo equívoco que, como tantos otros, nos invaden desde hace años confundiendo nuestra realidad “real” con esa otra realidad “inducida” de los que no se sabe muy bien su origen e intenciones– que vivimos los españoles, como todo el mundo, si bien ya se han cumplido cuatro de largo desde que el coronavirus –posterirmente bautizado como Covid-19– apareció lento pero seguro recorriendo nuestras tierras, tan singulares y autonómicas ellas, así como las del resto del mundo.

Periodo este cuya pormenorización en sus hechos, bulos, esperanzas y desesperanzas conocemos bien. Y que así lo seguiremos haciendo ojalá que no por mucho tiempo y ya desde esa “nueva realidad” que no conocemos pero que ya ha sido definida por nuestros órganos rectores, que vaya papeleta les ha tocado en el inicio de su revolución social y sublimación feminista tan difícilmente programadas y de tanto tiempo soñadas. El punto del caramelo pasó de largo dejando por el momento la perola en que se cuecen tales maravillas inútil a pesar de las veintidós patas que tratan de mantener su equilibrio, tan frágil e inestable.

Atrás parece que van quedando esas decenas de miles de hombres y mujeres que nos han dejado antes de tiempo, sin una mala guerra de por medio, tan anónimos que su marcha hiela la sangre de los vivos y sus conciencias –solo un poquito, eso sí, que la tele y el bizcocho son mano de santo–, hasta que “el bicho” toca a la puerta de uno mismo, de mis padres o de los tuyos, de tus abuelos o de los míos, de cualquiera de mis seres queridos o de los tuyos, ¡ay los amigos!, de mí mismo o de ti, aislados en un hospital, con los sentidos adormecidos, a merced de lo desconocido y de los desconocidos, invadidos de tubos y de agujas y de bolsas que manipulan una y otra vez seres de otro mundo, disfrazados, enmascarillados y lejanos, sin poder saber siquiera que las máscaras quizá escondan amargura, que de hecho escondan piedad, que lo más seguro escondan tu mismo miedo.

Esos miles de mujeres y de hombres, salvo algunos, ni dejando de existir existen. Del hospital al hielo y del hielo al fuego. Sin el consuelo mutuo del crespón y del duelo. “No conviene alarmar a la gente”, dicen los que mandan y lo imponen, sin saber muy bien por qué lo dicen, ignorando que así no solo alarman sino que enervan, alimentan el desprecio de quienes sí, como corderos, esperan instrucciones. De cómo y de cuándo. De cuántos somos los unos y los otros. De cuándo será el tiempo de llorar, y de rezar…
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