... Desde Maquiavelo y Thomas Hobbes hasta Carl Schmitt sabemos que en política es absolutamente cierto el aforismo “homo homini lupus”, y que el buenismo y la Corrección Política son falsos y peligrosos subterfugios. Incluso el éticamente tibio, sexualmente frígido (y “parricida”) Max Weber advirtió que quien busque el bien y la perfección moral no debería dedicarse a la política.
La auténtica inmoralidad política asociada a la hipocresía buenista ha anegado nuestra sociedad y nuestro sistema político. España es una democracia fallida. En realidad no es una democracia, sino una partitocracia. Como anticipó Ortega, la politización total que tanto reclaman nuestros políticos, politólogos y periodistas, está en la base de lo que el filósofo madrileño llamó la “democracia morbosa”, la democracia enferma, y asimismo es la condición previa necesaria para el totalitarismo.
Hace más de una década vengo postulando que España es una democracia fallida, es decir, no consolidada, donde el Imperio de la Ley o, como decimos en Europa, el “Estado de Derecho” ha sido desplazado por el “derecho del Estado”, es decir por la partitocracia y la burocracia, por un parlamentarismo mal entendido, sin una clara separación de poderes y con una justicia excesivamente politizada.
España hizo muy bien su Transición desde el autoritarismo franquista a la democracia. Pero la Consolidación de esa democracia, hasta la fecha, ha fallado. Tenemos, es cierto, una Constitución (nominal, pero no normativa), con autonomías, partidos y elecciones, pero cuya calidad democrática deja mucho que desear. Demasiados “peros”.
Es fácil culpar a nuestra clase política, ciertamente deplorable, incompetente y con frecuencia corrupta, pero (otro “pero”) no siempre estamos dispuestos a admitir la responsabilidad de los ciudadanos, la sociedad civil (a veces más bien “incivil”), que a mi modesto juicio está en parte políticamente muy enferma.
Las recientes elecciones generales del 10-N han batido un triste récord, configurando el parlamento más fragmentado, absurdo e ineficaz de la historia democrática española: una veintena de partidos en 15 o 16 grupos parlamentarios (en esta campaña, para el colmo de un sectarismo individualista e infantilismo anárquico, los españoles han dado sus votos a más de 60 candidaturas) Por cierto, pese a tanta palabrería sobre el fascismo y alertas anti-fascistas, la única candidatura tradicional y convencionalmente fascista ha sido Falange Española de las JONS, que sólo obtuvo 608 votos.
Todos los analistas coinciden en que Vox ha resultado la única candidatura objetiva y comparativamente exitosa, calificada exageradamente de “extrema derecha” (y en algunos casos mendazmente –¡qué novedad!- de “fascista”), cuando es lo más parecido en Europa al partido republicano americano de Trump, es decir, un sano populismo liberal-conservador contra la partitocracia y la corrupción del “Establishment”.
Por supuesto hay una gran minoría (más de 10 millones, casi un 43 por ciento) de españoles políticamente sanos que han votado opciones legítimas y constitucionales: PP, Vox, y Ciudadanos. A los que habría que añadir los que eligieron juiciosamente la abstención y el voto en blanco (casi un 32 por ciento), lo cual configuraría una inmensa mayoría de españoles (75 por ciento) con sentido común.
Pero aunque solo sea un 25 por ciento los que están políticamente enfermos, la democracia española tiene un gran problema.
Es la España políticamente enferma, sin correspondencia en el ámbito occidental de las democracias liberales modernas: los votantes de un socialismo radical, de un comunismo o neocomunismo, y de diversas ofertas anti-capitalistas, anti-sistema y separatistas (PSOE-PSC, Podemos-IU, ERC, JxCat, EH-Bildu, Más País, CUP…). Mucho se ha hablado de la “ultraderecha” o “extrema derecha”, pero apenas se menciona la “extrema izquierda” que en España tiene una presencia y representación inimaginables en Europa, Australia, Nueva Zelanda, Canadá y los Estados Unidos, es decir, el núcleo duro de las democracias liberales y constitucionales consolidadas.
La gran paradoja española –y grave rémora para una consolidación democrática- es que regiones económicamente prósperas como Vascongadas y Cataluña (con el peligro de contagio a Navarra, las Baleares y Valencia) hayan demostrado su incapacidad para la democracia y la convivencia bajo el Imperio de la Ley. Donde el extremismo, el separatismo, y a veces la violencia y el terrorismo, han acompañado a expresiones genuinas de un fascismo, neofascismo o nacionalismo étnico que creíamos erradicados en Europa.