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Nacido en Buenos Aires en 1936, hijo de inmigrantes italianos, Francisco fue el primer pontífice hispanoparlante desde Alejandro VI, el controvertido Borgia del Renacimiento. Sin embargo, su figura no se inscribió en las fastuosidades del poder, sino en el testimonio humilde de los márgenes. Fue también el primer jesuita en ocupar el trono de Pedro, y con ello llevó al corazón del Vaticano el espíritu ignaciano: discernimiento, servicio y obediencia a la misión.
Un pastor con olor a oveja
Desde su elección en 2013, Francisco marcó un giro profundo, si no en la doctrina, sí en el tono y en el foco. Su opción preferencial por los pobres, los migrantes y los descartados lo convirtió en un referente global, incluso más allá de las fronteras de la fe católica. Con una cruz de hierro en lugar del oro pontificio y desplazándose en vehículos sencillos, encarnó una Iglesia «en salida», que no teme ensuciarse las manos en el barro del mundo.
Su espiritualidad fue profundamente evangélica, moldeada por la compasión y por una visión de Dios como misericordia infinita. En Evangelii Gaudium, su carta de intenciones, urgía a salir de la autorreferencialidad eclesial, a dejar los palacios para abrazar la periferia humana y existencial.
Las grietas en la roca
Sin embargo, no todo fue consenso en su paso por el Vaticano. Su estilo directo, sus reformas en la Curia Romana, y su apertura a debatir temas antes considerados intocables —como la comunión para divorciados vueltos a casar, la acogida pastoral a las personas LGBT+ o el rol de la mujer en la Iglesia— despertaron resistencias visibles. En algunos sectores, fue tildado de ambiguo; en otros, de excesivamente progresista. La publicación de Amoris Laetitia dividió obispos y teólogos, revelando las tensiones latentes en el cuerpo eclesial.
Algunos lo vieron como un “reformador sin reforma”, capaz de abrir procesos sin cerrarlos. Otros, como un profeta que sembró semillas cuyo fruto tal vez no verá esta generación.
El tiempo de Dios no es el nuestro
Más allá de las controversias, Francisco devolvió al centro de la vida cristiana el rostro de Jesús como sanador y servidor. Su pontificado fue, en muchos sentidos, un eco del Cristo que lava los pies, que perdona setenta veces siete, que come con los publicanos. Su equidistancia sobre las verdades terrenales indujo a unos y otros a la confusión como igualmente a la esperanza.
En su encíclica Laudato Si, elevó la espiritualidad ecológica al rango de magisterio, llamando a una conversión integral que una justicia social y cuidado del planeta como casa común. En tiempos de crisis climática, su voz fue profética para muchos, que no para todos.
También supo acompañar al mundo en la tribulación. Su bendición «Urbi et Orbi» en una Plaza de San Pedro vacía, bajo la lluvia y en plena pandemia, quedará como un ícono del sufrimiento compartido de la humanidad, y de la esperanza que no defrauda.
Una muerte en clave pascual
Francisco ha partido como vivió: con sencillez, sin aspavientos, fiel a su lema Miserando atque eligendo, «lo miró con misericordia y lo eligió». Su legado es un desafío a todos los creyentes: vivir una fe encarnada, hospitalaria y comprometida.
No fue un pontífice cómodo, ni para progresistas ni para conservadores. Fue, sobre todo, un hombre de oración, de discernimiento y de periferias. Y ahora, en la plenitud del misterio pascual, confiamos que haya escuchado aquellas palabras que resumen toda vocación cristiana: «Bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor».
Sólo el juicio de Dios discernirá sobre sus aciertos y sus errores, entretanto, la Iglesia Universal pide al cielo que el Espíritu Santo ilumine al sucesor y que nos dirija en este caminar peregrino hasta el final de los días.
Dios tenga misericordia para su vicario en la Tierra.
Iñigo Castellano y Barón
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