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al tiempo que desacreditan y enmudecen a los otros, infieles impenitentes dignos de medievales humillaciones–, transformando la palestra soñada –aunque ya vivida en otro tiempo– en camposanto de enmudecidos y desolado páramo.
La otra palabra, la que se escucha y la que para nuestra desgracia se ve, aunque no se quiera, abandonados amor y comprensión, decoro, respeto y sentido común cacarean odios y rencores en esforzada pugna por alcanzar metas imposibles no hace tanto y hoy tan a la mano si el dios de cada cual no lo remedia.
Los colores abandonan su color y carente ya el arco de su clave es el arco mismo el que impone sus valores, ahora manchados de voluptuosa carne y afilados. Ya no definen hortensias, tulipanes o amapolas, atardeceres encendidos, mares profundos o cristalinos, horizontes desérticos… Definen la marca a hierro en la frente de la secta, de la facción, del interés simple y del complejo, de la mano de hierro armada del pastor que viola a sus ovejas.
¿Sumisión? ¿Insumisión? ¿Hasta qué punto? ¿Cómo se hace? ¿Cuál es el precio? ¿En solitario? ¿Junto a otros? ¿Sirve de algo? Demasiadas preguntas y demasiadas respuestas, por todos conocidas y por casi todos ignoradas. El precio así, en soledad, es muy alto. La condición de héroe no es fácil de adquirir y además es muy cara. La vida suele ser el precio. Entonces…
Los pastores bien que lo saben.