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Los Estados Unidos y el 23-F

El Rey Juan Carlos I con el embajador americano (durante los sucesos del 23-F) Terence Todman (1926-2014). (Foto: www.abc.es)
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El Rey Juan Carlos I con el embajador americano (durante los sucesos del 23-F) Terence Todman (1926-2014). (Foto: www.abc.es)

LA CRÍTICA, 3 MARZO 2021

Por Manuel Pastor Martínez
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(Nota: Estas reflexiones fueron escritas y publicadas en 2011)

Contrariamente a lo que ha escrito Antonio Elorza, analista político de El País, las claves sobre el 23-F no las podemos encontrar en la novela bien estructurada –que bordea el plagio– de Javier Cercas (Anatomía de un instante), que no diferencia bien la ficción de la historia. Han sido historiadores freelance, no “académicos”, (...)

El amigo americano

... como Pío Moa y Jesús Palacios quienes respectivamente han analizado con rigor la anatomía y la fisiología de la época (la transición política española) y del patético incidente en Febrero de 1981.

La fundamental obra de Jesús Palacios, 23-F, el Rey y su secreto (2010) se ha convertido, en opinión de los expertos, en la investigación casi definitiva para la explicación de la infame intentona frustrada, primer asunto de una serie de agujeros negros de nuestra democracia, que junto a las cotas de corrupción partitocrática, tanto a nivel nacional como en los ámbitos autonómico y municipal, contribuyen a la sospecha de que, en efecto, la nuestra es una democracia fallida. No es la Nación o el Estado sino el sistema democrático el que ha fallado, por lo que alardear de una “democracia consolidada” se ha convertido en una ensoñación de sociólogos y politólogos (generalmente de izquierdas), o un pensamiento desiderativo (wishful thinking) que choca con la realidad.

Palacios ha allanado el camino a los futuros historiadores que finalmente completen la información, detalles y contexto del 23-F, pero en lo esencial la explicación ya está hecha. Con motivo del trigésimo aniversario* han aparecido ensayos muy diversos de interpretación y, en general, han predominado los interesados política o personalmente. Muchos de ellos, y no sólo los de inspiración progresista, han insinuado la posible responsabilidad de los Estados Unidos, activa o pasiva, en los sucesos. Casi siempre son los reflejos inevitables de esa paranoia anti-americanista que afecta transversalmente a la sociedad española.

En sus manifestaciones más absurdas el tópico obligado es la responsabilidad de la administración “ultraconservadora” de Ronald Reagan, olvidándose del dato elemental de que el político republicano tomó posesión de la presidencia justamente en mes antes del 23-F, y por tanto difícilmente su equipo -muy distanciado políticamente de la anterior administración-, pudo participar en la conspiración. Especialmente cuando la administración del demócrata y “progre” Jimmy Carter había dejado la política exterior norteamericana en un lamentable estado de incongruencia, caos y debilidad (caída del Sha, ascenso del ayatolá Jomeini, y crisis de los rehenes en Irán, invasión soviética de Afganistán, triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, etc.). Junto a ello, la labor del director de la CIA bajo Carter, el almirante Stansfield Turner, fue la de un consciente y sistemático freno y deterioro de las capacidades de la agencia, como él mismo se vanagloriaría en su memoria Secrecy and Democracy. The CIA in Transition (1985). Conviene recordar que el embajador norteamericano en España antes y durante el 23-F era Terence Todman, nombrado por la administración demócrata de Carter, y el presunto jefe de la estación de la CIA en Madrid era Allen Smith (un ex miembro del CESID, Juan Alberto Perote, mencionaría a Ronald Edward Estes como el jefe, aunque no creo que tuviera pruebas de ello: el hecho de que Estes fuera el contacto con el comandante Cortina no significa nada, ya que éste no era tan importante para la agencia norteamericana en Madrid, cuyo jefe solo mantenía relaciones a otros niveles) bajo la incompetente dirección y política de desprecio hacia la HUMINT (inteligencia humana) del almirante Turner. Dudo que su sucesor desde Enero de 1981, William J. Casey, un veterano de la OSS y de la guerra contra el fascismo en Europa, aprobara los métodos y planes de Turner ni, en cualquier caso, simpatizara con las veleidades de algunos golpistas españoles.

Conocí personalmente a ambos, Todman y Smith, en el verano y en el otoño de 1980, respectivamente. Ambos me parecieron magníficos profesionales, inteligentes y patriotas, pese a los jefes que en ese momento tenían. Con Smith llegué a tener una relación incipiente de amistad, y hasta el mismo día de la víspera del 23-F –la última vez que me entrevisté con él, por iniciativa suya-, no me dio la impresión de que estuviera conspirando en nada. Ese día me contó que la embajada tenía informaciones de que se tramaba “algo” (nunca dijo un golpe), con la anuencia del Rey y del partido socialista. Tal información le parecía a él (y a mí) un tanto surrealista, ya que el informante aparentemente era Manuel Prado y Colón de Carvajal, amigo personal del Rey, que podría participar también en la trama.

Retrospectivamente me parece puro delirio la insinuación de algunos de que la CIA estuviera involucrada, cuando veinticuatro horas antes del asalto al Congreso el responsable máximo de la misma estaba tranquilamente, sin otra ocupación más urgente, tomando un café con el que escribe en la cafetería Mazarino de la calle Eduardo Dato. Evidentemente, Smith sabía algo de la llamada “Operación De Gaulle”, pero no tenía la más remota idea de lo que iba a suceder al día siguiente. En caso contrario, no hubiera estado perdiendo el tiempo conmigo.

Generalmente no se tiene en cuenta que, en el modus operandi del sistema norteamericano, la diplomacia y el espionaje, es decir la Secretaría de Estado y la CIA, actúan paralelamente y no siempre coordinados, esto es que han existido y existen continuas fricciones cuando no abiertas guerras civiles burocráticas, especialmente en momentos de cierto caos o crisis como fueron los últimos meses de la administración Carter. Allen Smith buscaba la confirmación de informaciones que la diplomacia americana ya tenía con toda probabilidad directamente del Rey a través de su amigo Prado y Colón de Carvajal.

Por iniciativa mía e invitación del rector Morodo, el embajador Todman visitó Santander acompañado de su esposa Doris durante los días 17-19 de Julio de 1980. En su conferencia en la UIMP, ante un numeroso público en el que estaban todas las autoridades civiles y militares de la región, así como el banquero Emilio Botín senior, y por supuesto el rector Raúl Morodo (éste muy cercano ya en esta época al presidente Suárez), el embajador norteamericano elogió la transición política española y apoyó con firmeza su “consolidación democrática” –tengo ante mí el texto y veo la referencia expresa a la misma-, sugiriendo la conveniencia de la incorporación de nuestro país a la OTAN.

La historiografía de izquierdas (por ejemplo, Paul Preston en su obra sobre el Rey Juan Carlos) ha insistido en dar una imagen de Todman como embajador de “extrema derecha” (recuérdese que era embajador del presidente demócrata y progresista Jimmy Carter), subrayando sus entrevistas con el general Armada antes del 23-F, pero silenciando otros encuentros que Todman tuvo con políticos de izquierdas, como el socialista Felipe González y el comunista Jordi Solé Tura, o las que el propio Armada llevó a cabo con Enrique Múgica y también con Solé Tura.

Las referencias a las conexiones de la embajada norteamericana y la CIA con la inteligencia militar española (CESID) son muy escasas y meras hipótesis, mas que hechos comprobados, según las obras mejor informadas de la actuación de tales servicios en el 23-F (Martínez Inglés, Perote, y sobre todo Palacios). Este último señala con razón que no existe ninguna prueba sobre el asunto y por otra parte sigue “clasificada” –sospecho que por delicada discreción hacia las altas autoridades de un país aliado- la documentación del gobierno americano. Yo me inclino a pensar que tanto la embajada como la CIA tenían una información sobre una trama que implicaba, parafraseando a Rojas Zorrilla, del Rey abajo todos. Desde esa perspectiva tengo que estar de acuerdo con el comentario que hiciera el nuevo Secretario de Estado del presidente Ronald Reagan, Alexander Haig (un personaje político por otra parte con el que no simpatizo mucho): “Es un asunto interno”. Aunque podía y debería haber añadido, como hizo Margaret Thatcher, que en cualquier caso apoyaba la democracia española.

El hombre de Washington

Una de las cuestiones relativas al 23-F que se sigue presentando y manipulando como si fuera un “enigma” o “secreto”, que a su vez alimenta las teorías conspiratorias de la historia y particularmente el anti-americanismo a que somos tan aficionados en España con muy pocas excepciones, tanto las izquierdas como las derechas, es el papel de los Estados Unidos en el infame incidente.

En realidad, como mostré en un artículo anterior siguiendo las investigaciones prácticamente definitivas de Jesús Palacios (2001, 2010), fue una operación institucional, un montaje, una ficción de “golpe de Estado”, más psicológico que real, planeado principalmente con el consenso entre los dirigentes de PSOE y los representantes del Rey (Manuel Prado y Colón de Carvajal, Sabino Fernández Campo, y Alfonso Armada, entre los más destacados, y los agentes del CESID Javier Calderón y José Luis Cortina entre los peones secundarios, aunque éste parece que era amigo personal del monarca con libre acceso a La Zarzuela).

Desde la publicación del libro de Palacios (23-F, el Rey y su secreto, Libros Libres, Madrid, 2010), que yo sepa* solo dos historiadores han abordado el problema del papel de los Estados Unidos en el 23-F. Tangencialmente, sin aportar nada nuevo relevante, e ignorando las investigaciones de Palacios, Charles Powell (El amigo americano. España y los Estados Unidos, de la dictadura a la democracia, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2011, pp. 556-ss), y de una manera más puntual y rigurosa, con datos significativos, Misael Arturo López Zapico (“Anatomía de un asunto interno. La actitud del gobierno estadounidense ante el 23-F”, Ayer 84, Madrid, 2011, pp. 183-205), que cita el libro de 2001, pero no el más meditado y contextualizado de 2010, del autor mencionado.

He consultado las obras más pertinentes y prestigiadas por la crítica sobre la actuación de la CIA durante los años que rodean el 23-F: R. S. Cline, The CIA under Reagan, Bush, and Casey (1981); J. Ranelagh, The Agency. The Rise and Decline of the CIA (1986); B. Woodward, Veil: The Secret Wars of the CIA 1981-1987 (1987); L. K. Johnson, Secret Agencies: U.S. Intelligence in a Hostile World (1996); D. P. Moynihan, Secrecy. The American Experience (1998); M. M. Lowenthal, Intelligence. From Secrets to Policy (2000); J. Trento, A Secret History of the CIA (2001); Tim Weiner, Legacy of Ashes. The History of the CIA (2007), y sobre todo los numerosos escritos, más académicos y exhaustivos del conocido especialista e historiador John Prados, en particular Safe for Democracy. The Secret Wars of the CIA (2006). En ningún momento mencionan a España o actuaciones de la Agencia en asuntos españoles, aunque en todas ellas hay múltiples referencias a otros conflictos (algunos bastante menores) en los países de la Europa occidental durante los años setenta y ochenta.

Conviene no olvidar que toda la operación se planeó materialmente a finales de 1980 y principios de 1981, durante la administración demócrata de Jimmy Carter, cuyo director de la CIA era el almirante Stansfield M. Turner, un partidario decidido de poner coto a las operaciones clandestinas y de hecho impedir las actuaciones desestabilizadoras de los gobiernos extranjeros por parte la Agencia norteamericana. El embajador de Carter en España en este tiempo era Terence Todman, un diplomático profesional gran conocedor del mundo hispánico, y que después de finalizada su misión en Madrid sería embajador en Dinamarca, sin que el Congreso de los Estados Unidos cuestionara en ningún momento su comportamiento en España durante el 23-F. Aunque aproximadamente un mes antes del incidente español se produjo el relevo en la presidencia estadounidense, tras el triunfo electoral del republicano Ronald Reagan, Todman continuaría como embajador en Madrid algunos meses más.

Ahora bien, ni en las memorias de Stansfield M. Turner (Secrecy and Democracy. The CIA in Transition, Boston, 1985), ni en las de sus sucesores como directores de la CIA, William J. Casey (a través de su biógrafo Joseph Persico, Casey, New York, 1990), ni en las de Robert M. Gates (From the Shadows, New York, 1996) -especialmente éste, personaje siempre presto a la deslealtad o indiscreción hacia sus predecesores y anteriores jefes para medrar en la administración o en la política- se encontrarán igualmente referencias al 23-F.

Como constató muy temprana y perspicazmente Arthur P. Whitaker (Spain and Defense of the West. Ally and Liability, New York, 1961, pp. 357-ss.), desde la entrevista de Franco con Don Juan el 29 de Marzo 1960, el gobierno de los Estados Unidos –especialmente durante las administraciones republicanas- tiene la percepción clara, dada la superioridad política y táctica del primero sobre el segundo, de que Don Juan Carlos será el futuro Rey de España, como en efecto se confirmará en 1969 por decisión del Caudillo. El Príncipe se convierte en el “hombre de Washington” para los asuntos de España, quien antes de la muerte del dictador visitará en tres ocasiones los Estados Unidos y será aleccionado para controlar la futura transición democrática. Asimismo, el pensador y estratega político James Burnham, consejero aúlico de la CIA, en repetidas ocasiones viajará discretamente a España para entrevistarse con el Príncipe Juan Carlos en Madrid y en Mallorca (como me revelaría su esposa Marcia Burnham en carta personal de 26 de Julio de 1981, estando entonces su esposo incapacitado a causa de un ictus cerebral).

Pese a ello, como relata Palacios, los presidentes Nixon y Ford, y el secretario de Estado de ambos, Henry Kissinger, tenían muchas dudas sobre la capacidad intelectual y política del futuro Rey de España, dudas que seguramente persistieron durante la administración del presidente Carter, en gran medida por los prejuicios ideológicos de los demócratas respecto al heredero del franquismo. En cualquier caso, lo prioritario para los Estados Unidos después de efectuarse con relativo éxito la transición política, era asegurar la consolidación democrática y la incorporación de España a la Alianza Atlántica (NATO/OTAN). El principal obstáculo para ello era la política neutralista de Suárez y del PSOE. El historiador López Zapico insinúa que las posiciones de Suárez no eran tan sólidas, pero la oposición de los socialistas a la OTAN eran públicas, intensa y ruidosamente publicitadas, y (añado yo) con el apoyo y probable dirección del padrino alemán Willy Brandt.

El historiador e hispanista Stanley G. Payne nos ofrece un testimonio personal muy ilustrativo en su libro España. Una historia única (edición española Madrid, 2008; edición americana Madison, 2011): Washington y sus aliados en la Alianza Atlántica (con toda seguridad con el visto bueno del Rey) organizaron entre el 15 y el 17 de Marzo de 1978 una reunión en Ditchley Park, cerca de Oxford (UK), con la asistencia del comandante de la OTAN, el general Alexander Haig, para persuadir a los representantes políticos españoles. “La iniciativa no logró convencer a los socialistas (escribe Payne). Yo estuve todo el tiempo sentado junto a Luis Solana (y Luis Yáñez, precisará en la edición americana de 2011) (…) Se mostró afable pero evasivo, y la resistencia socialista respecto a la OTAN continuaría durante seis años más, hasta el cambio decisivo registrado en 1984, cuando González propició su famoso y bastante esperpéntico cambio radical, y también un referéndum sobre la adhesión a la Alianza.” (pp. 59 y 36 en las respectivas ediciones). En efecto, entre 1978 y 1984, la preocupación principal del gobierno estadounidense respecto a España, y así lo reflejaba muy expresivamente el embajador Todman en un discurso en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander, el 18 de Julio de 1980, era la consolidación democrática y la incorporación a la OTAN. Es un disparate, por tanto, insinuar que el gobierno de los Estados Unidos y la CIA (primero con el presidente Carter y después con el presidente Reagan) dieran el beneplácito a la operación del 23-F, que implicaba un gobierno de concentración con participación destacada del PSOE (Felipe González, Javier Solana, Enrique Múgica y Gregorio Peces Barba) y del PCE (Jordi Solé Tura y Ramón Tamames), absolutamente contrarios a la Alianza Atlántica (algo que también compartían algunos generales, ex franquistas y democristianos de UCD bajo el liderazgo moral de Joaquín Ruíz Jiménez) y en el caso del PSOE y del PCE, como representantes del anti-americanismo ideológico más rancio. El Departamento de Estado y la CIA lógicamente tenían conocimiento de la conspiración gracias a la embajada y la estación en Madrid, pero es absurdo afirmar que habían dado su beneplácito, como escriben Paul Preston y otros historiadores progresistas (al parecer, la intoxicación procedía del comandante Cortina y del CESID). Al contrario, fui testigo casual y personal de la perplejidad y desconcierto que para los Estados Unidos estaba originando toda la operación, y particularmente el papel del Rey y sus amigos (y del propio Don Juan, a favor de la inclusión de los socialistas y comunistas en el gobierno del general Armada, para consolidar la Corona mediante “una pasada por la izquierda”) que no encajaba en las funciones plausibles y deseables del supuestamente “hombre de Washington”.

La investigación de López Zapico sobre los documentos desclasificados del Departamento de Estado, concretamente los telegramas intercambiados con el embajador Todman, demuestran que el gobierno de los Estados Unidos tenía la información de lo que estaba ocurriendo el 23-F, pero también que no había dado su beneplácito. El general Haig, que por sus actuaciones históricas no es un santo de mi devoción, recién nombrado Secretario de Estado por el Presidente Ronald Reagan tenía toda la razón –pese a las críticas que ello le ocasionaría- al afirmar que era “un asunto interno”, y negarse posteriormente, bastante indignado con las autoridades españolas, a pedir disculpas por sus palabras. En efecto, son otros los que, después de más de treinta años de los sucesos, deberían pedir disculpas a los españoles.

*Estas reflexiones fueron escritas y publicadas en 2011

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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