... En “roman paladino”, podríamos traducir así a nuestro brillante filósofo del siglo XX: pensamos antes de aceptar una idea, pero aceptamos con automatismo –sin remilgos ni pensamientos previos– las creencias ya incorporadas firmemente a nuestras neuronas.
Un ejemplo español muy expresivo de esta “creencia orteguiana” es el hecho de que, desde siempre, una mayoría de nuestros conciudadanos asume como indiscutible “la superioridad moral de la izquierda”. Como precisión previa explicativa, vaya por delante que esto sucede sobre la base de nuestra tradicional “escora política de babor”, generada por dos elementos que caracterizan nuestra sociología nacional: por un lado, la brillante capacidad de comunicación del inductor –la izquierda marxista– y, por otro, la tremenda desinformación histórica del receptor –la sociedad española–.
En definitiva, a algo más del 50% de nuestros compatriotas parece “sonarle” bien todo lo que predica el lado izquierdo del espectro ideológico. Incluso son “compasivos y misericordiosos” con todo lo que nuestra extrema izquierda ideológica haga, sea bueno o catastróficamente malo. Y todo ello sin matices. Incluso aceptando palabras y conceptos que se entienden a medias. Se confunde la sensibilidad con la sensiblería, la bondad con el “buenismo”, la demagogia con la actitud social, el diálogo con la “obligada” claudicación del oponente, la prédica “bien pensante” con el derecho “cuasi divino” a imponerla y el amor a la paz con la indefensión de la nación. Se perdonan todos los errores y se silencian todos los excesos. Se asume la siempre perfección de lo público y la eterna sospecha sobre lo privado. Se da por sentada la siempre corrupción de la derecha frente a la trayectoria impoluta de la izquierda. Se mira para otro lado ante la mentira flagrante. Se aflojan las defensas mentales y morales de nuestros eternos principios y valores. Incluso se empieza a dudar de su validez. Y así un largo y creciente etc.
Aparentemente, todos convivíamos –pacífica aunque desazonadamente– con esa creencia nacional. Tuvo que ser una diputada –brillante por su formación y por su “ventaja comparativa intelectual” respecto al abundante “páramo” de nuestro Parlamento actual– la que acuñara el concepto de lo que llamó “batalla cultural”, que pretende aclarar las cosas, neutralizando creencias heredadas que no responden a la realidad de nuestra sociedad, que acepta resignadamente esa posverdad inoculada en las desinformadas mentes de muchos españoles.
Pero ¿qué es la posverdad? Nuestro diccionario de la Real Academia de la Lengua, en versión actualizada para 2020, nos dice lo siguiente: posverdad es la «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales». No salgo de mi asombro ante lo descaradamente corrosivo de la definición. Pero con estos mimbres debemos jugar.
Por otra parte, se nos habla de izquierdas y de derechas, de socialismo y de fascismo. Es obligada una pedagogía aclaratoria. Hay tres escalones históricos de socialismo: el socialismo real o comunismo, el socialismo marxista y la socialdemocracia. Pues bien, tanto el comunismo como el socialismo marxista impone, no propone, sus ideas al sufrido ciudadano, sea utilizando la fuerza sea dictando sus decretos sorpresivos. Son, por tanto, rigurosamente totalitarios y, lógicamente, no tienen cabida en un sistema democrático. Tampoco merece ningún comentario la tosca falacia tras la que se refugian las denominadas repúblicas democráticas populares, que, como la historia ha demostrado, ni son democráticas ni son populares. Sólo la socialdemocracia constituye el único socialismo democrático, respetuoso de las libertades, que propone pero no impone. Luego, para referirnos a lo totalitario, tendremos que hablar siempre de extrema izquierda y no de izquierda. La izquierda, a secas, puede ser democrática. La extrema izquierda no lo es, pues en ella –tal como Marx teorizó y Lenin materializó– unos pocos marxistas, del partido único, son los que realmente deciden lo que debemos pensar, hablar y hacer, lo que nuestros hijos deben estudiar, etc, etc. Análogamente sucede en la banda derecha: no es lo mismo el fascismo o extrema derecha –claramente totalitario– que la derecha democrática –generalmente liberal–, que posee tanta legitimidad democrática como la socialdemocracia.
Recordemos también que toda batalla –sea cultural o no– necesita dos contendientes. Pero en nuestra peculiar España del siglo XXI, tendríamos que hablar de un elevado número de contendientes, contando los partidos de siempre –en sus versiones modernas– y los partidos advenidos, muchos de ellos minúsculos, que incluyen una variopinta cantidad de objetivos, de rechazos y de querencias: los hay que rechazan el capitalismo “opresor”; otros defienden a los animales; alguno, fieles a un supuesto sabio ya fallecido o al descubrimiento tardío de un iluminado rasgo diferencial, persiguen hacer nación a su pueblo “incluyendo”, naturalmente, sus decenas de parlamentarios y de ministros.
Podríamos seguir engrosando la lista de contendientes “ad infinitum”, si incluimos los partidos potenciales que, en cualquier momento, puedan fundar políticos avispados si averiguan que su pueblo originario parece hincar sus raíces en los suevos, en los bagaudas o en los fenicios; o si esos avispados políticos descubren “incunables” que dan noticia de un habla distinta de la de sus vecinos. Para ellos, ambos descubrimientos podrían “justificar” la creación de una nuevo Estado que les permitiría liberarse de la –al parecer– tradicional “opresión” de Madrid.
Pero, entremos directamente en el tema que nos ocupa –la superioridad moral de la izquierda– creencia que anida en nuestra sociedad y que constituye un hecho diferencial respecto a otros grandes países de nuestro mundo occidental. Tal creencia orteguiana implica que la extrema izquierda tiene sólidamente ganada en la sociedad española la batalla de la fiabilidad: la izquierda es siempre la que más representa al pueblo; la más social; la mejor gestora; la más democrática; la única que hace justicia; la de mayor riqueza intelectual; la defensora del Estado como único poseedor de la bondad y la justicia intrínsecas y la que detecta la supuesta intencionalidad malvada de todo lo que huela a privado, sean empresas, colegios, asociaciones, partidos no adictos, etc.
Pues bien, en la construcción de esta creencia, tal como hemos ya indicado, intervienen dos grupos sociales: el grupo inductor –la extrema izquierda– y el grupo inducido –llamémosle la sociedad–. Conocida es la brillantez de los métodos de comunicación de la extrema izquierda que –consciente del fracaso de todos sus objetivos políticos y económicos–, busca cualquier señuelo de “enganche” de futuros votantes: el progresismo, la modernidad, la ideología de género, el exceso ecologista, etc. Para su lanzamiento, le basta con definir las oportunas “posverdades” que desarrollen la gran “idea fuerza” leninista que puso en marcha el adoctrinamiento de las sociedades: «Bueno es todo lo que favorece al partido», contestación dada por Lenin a un osado encuestador. Por otra parte, conocidos son también la desinformación y el desinterés –heredado o inducido– de gran parte de nuestra sociedad.
Con este escenario de fondo, nos preguntamos: ¿es cierta la citada creencia que impregna a más de la mitad de la sociedad española? Tal como nos propusimos, hagamos la necesaria pedagogía aclaratoria sobre esa supuesta “superioridad moral de la izquierda”. Empecemos por el impacto general de una información totalmente deprimente para la mayoría de nuestros conciudadanos. Según Google y Wikipedia, los Estados comunistas actuales en el mundo son Corea del Norte, Cuba, Laos, Vietnam, China y España. Estas son las banderas que lucen en internet:
Se habla de que “una imagen dice más que mil palabras”. Su contemplación y análisis lo transluce todo. ¿Qué más se puede comentar ante esa vergonzosa alineación de España con Corea del Norte, Cuba, Laos, Vietnam y China, “¡ejemplos!” –resulta irrisorio– de desarrollo, de justicia, de libertad, de bienestar, de seguridad, de sentido social… etc? Es inevitable preguntarse, ¿qué hemos hecho los españoles para merecer esta compañía ideológica? Y, lo que es peor, ¿qué información han recibido nuestros compatriotas para que más de la mitad sigan teniendo como “creencia orteguiana” la superioridad moral de la extrema izquierda? ¿Qué han leído, qué han dejado de leer, qué posverdad se les ha fabricado, por qué tantos la han digerido con delectación y qué enseñanza histórica se les ha impartido? Reconozco que ante esas banderas, unidas en su trágico error comunista, cualquier comentario resulta vergonzante para un español demócrata, amante de la libertad, que tanto le ha costado conseguir y tanto le cuesta mantener. Dejando a un lado el conocido perfil tiránico de estos países, recordaré, tan sólo, los tristes datos económicos que han conseguido los cinco Estados comunistas tras el infinicto sufrimiento que han infligido a sus respectivos pueblos:
- Corea del Norte: renta per capita 2.400 dólares
- Cuba: renta per capita 12.357 dólares
- China: renta per capita 18.109 dólares.
- Laos: renta per capita 6.115 dólares
- Vietnam: renta per capita 7.462 dólares
- España: renta per capita 38.184 dólares
Sin duda, España no parece encajar –ni económicamente, ni sociológicamente, ni políticamente, ni culturalmente en el conjunto. Pero un advenido socialismo marxista, aliado con comunistas y separatistas de toda condición –todo aliñado con una sutil y paulatina depuración civil, militar, policial y judicial– y un creciente control de nuestros medios de comunicación persigue aproximarnos al modelo socialcomunista venezolano, que presenta el siguiente balance de “triunfos”: renta per capita – “actualmente” – de 7.052 dólares; casi 5 millones de ciudadanos en el exilio; pobreza generalizada con busca agónica de medicamentos y alimentos; y una represión continuada que se ha cobrado ya las vidas de miles de ciudadanos. ¿Alguien puede explicarme qué razones puede tener un votante español para depositar su voto a favor de partidos que persiguen esta opción venezolana, que supondría un partido único y unos líderes decidiendo –entre otras muchas cosas– lo que debemos hacer, lo que debemos pensar, la educación que debemos dar a nuestros hijos y las creencias –si hubiera alguna– que debemos tener o rechazar? Y, como premisa inevitable, ¿alguien puede citarme algún país gobernado por marxistas que haya alcanzado una prosperidad semejante a la del mundo occidental actual, todos con gobiernos liberales o socialdemócratas?
Se presenta, por tanto, una difícil –pero necesaria– batalla cultural para neutralizar las posverdades falseadoras de nuestra historia social y política, brillantemente inoculadas como firme “creencia” en la mente de nuestros conciudadanos y en la formación histórica –nula o manipulada– impartida a nuestros escolares. Un conocido general de nuestro Ejército –de cuyo nombre sí quiero acordarme– afirmaba que en una nación impera una democracia madura cuando su sociedad dispone de libertad, información y urnas. Sólo seremos una democracia madura cuando consigamos superar las posverdades y hagamos resplandecer la auténtica verdad –suficientemente estudiada e investigada por docenas de historiadores españoles y extranjeros.
Por cierto, uno de los dos filones de persecución política marxista es la religión. Ello me lleva a recordar algo que leí sobre el actual “ensimismamiento católico” y las subsiguientes preguntas que se planteaba un periodista creyente ante los excesos que se contemplan: «¿dónde están (escondidos) los intelectuales cristianos? … ¿Por qué falta presencia pública del pensamiento cristiano? … se está perdiendo la guerra cultural».
“Quien tenga oídos para oír que oiga”. Dicho sea en lenguaje bíblico.
José María Fuente Sánchez, Coronel (R) de Caballería, diplomado de Estado Mayor,
Economista y estadístico, de la Asociación Española de Militares Escritores (AEME)