En cierta ocasión, refiriéndose al Rey Alfonso XIII, Unamuno comentó: “El problema no es la monarquía sino el monarca.” El elogio de la Corona, pieza constitucional de la Monarquía democrática y parlamentaria, no debe significar necesariamente un elogio personal del Rey o la Reina. Es por lo que siempre me pareció absurdo el pensamiento extendido entre las izquierdas españolas durante la Transición: “No soy monárquico, pero soy juancarlista”.
Aunque antes de la Transición no tenía las idea claras al respecto, desde la Constitución de 1978 me considero monárquico por lealtad constitucional y por convicción racional.
Por tradición familiar mis antepasados paternos y maternos, campesinos en la provincia de León, no se significaron a favor ni en contra de la Monarquía, aunque eran básicamente católicos, conservadores, y salvo alguna excepción “nacionales” durante la Guerra Civil. Siendo estudiante universitario simpaticé con la idea monárquica “posibilista” (a favor del “juanismo”) postulada por don Enrique Tierno Galván, además de la influencia de algunos de mis profesores monárquicos liberales (don Carlos Ollero, don Luis Díez del Corral, don Antonio Truyol y Serra). También tuve información de las distintas opciones dinásticas por algunos compañeros y amigos de la carrera de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense, los aristócratas Santiago Chamorro González-Tablas, marqués de González-Tablas, “juanista” (diplomático fallecido en Moscú en 2011), y Juan Parra Villate, conde de Valmaseda y duque de Tarancón, “juancarlista”. Más adelante, a través de mi amiga Cristina Cañeque, conocí a la princesa María Teresa de Borbón-Parma, “carlista” (fallecida en París este 2020, víctima del coronavirus). Asimismo fui profesor universitario en la carrera de Ciencias Políticas de la infanta Cristina de Borbón y Grecia, hija de los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía.
Desde hace más de una década mantengo estrecha amistad con María del Pilar-Paloma y Francisco-José, Marqueses de Astorga (asimismo, entre otros muchos títulos, duques de Maqueda y anteriormente Condes de Cabra, título que han cedido a su hijo Álvaro y su esposa Ana), familia ejemplar de conciliación del “juanismo” y el “juancarlismo”. Contribuí modestamente con un dictamen histórico-jurídico en un largo pleito, a que María del Pilar-Paloma de Casanova y Barón de Ferrer y Osorio de Moscoso obtuviera como mujer el derecho de primogenitura al nobilísimo título de Marquesa de Astorga.
Para los interesados en la historia: en 1465 Álvaro Pérez Osorio fue el I Marqués de Astorga, y su descendiente Vicente Joaquín Osorio de Moscoso, XV Marqués de Astorga, ostentó brevemente pero con gran dignidad y patriotismo el cargo de Jefe del Estado español, por ausencia del Rey, como presidente de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino contra la invasión francesa en 1808-1809, tras la presidencia inicial del Conde de Floridablanca en 1808. María del Pilar-Paloma, XXII Marquesa de Astorga, es también descendiente directa del líder catalán Rafael Casanova (españolista anti-Borbón, pero no independentista) en la Guerra de Sucesión a principios del siglo XVIII.
Aparte de las experiencias personales con diferentes monárquicos mi lealtad a la Corona, es decir a la Monarquía española en su forma constitucional, tiene firmes fundamentos racionales, como he intentado exponer sumariamente en un ensayo anterior (“Por qué la Monarquía”, La Crítica, 14 de Septiembre de 2020). Aunque no he ocultado algunas críticas al anterior monarca y a los sucesivos “floreros” de La Zarzuela, e incluso a la excesiva pasividad disfrazada de “neutralidad” del Rey en ciertos casos, quiero resaltar sin embargo en este elogio mi lealtad constitucional a la Corona en última instancia, ante la crisis y el acoso político que actualmente padece por parte de las izquierdas social-comunistas y de los movimientos independentistas en algunas regiones periféricas.
Y a propósito de regiones periféricas, precisamente una de las funciones esenciales de la Corona es representar y garantizar la unidad de la Nación, es decir la integración constitucional de las regiones (y las “nacionalidades”, en el sentido preciso de comunidades culturales diferenciadas, no entendidas como “naciones políticas” soberanas) mediante una federación de facto en el Estado de las Autonomías. Un sistema no centrista pero de lógica federal centrípeta que contrarreste las tendencias confederales centrífugas. Es lo que subyace a los artículos 1, 2 y 3 (Título Preliminar) de la Constitución de 1978.
Los artículos 56 a 65 (Título II) están dedicados a la Corona. Sin extendernos más, baste la cita del Artículo 56.1 de dicho Título: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica…” (párrafo inicial del Art. 56.1). Curiosamente se han empleado las palabras “arbitra y modera”, pero no “neutralidad”. En cualquier caso, la neutralidad estaría referida a la actitud del Jefe del Estado respecto a los partidos políticos, pero no cabe neutralidad o pasividad respecto al mandato constitucional: “…y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes” (párrafo final del mismo Art. 56.1), lo que implica también una activa defensa de la Carta Magna.
En la Monarquía parlamentaria, la Corona representa al Estado y su permanencia (el Rey es el Jefe del Estado), y los partidos o coaliciones mayoritarios están representados en el Gobierno mientras dure el mandato parlamentario ganado mediante elecciones o voto de censura (el “Presidente” español en realidad es el Jefe del Gobierno o Primer Ministro). Pero la democracia se quiebra y surge el Totalitarismo cuando el Gobierno suplanta al Estado: el primer ejemplo histórico, Rusia a partir de 1917 con Lenin como Jefe del Gobierno (CCP del Partido Comunista y sus socios), subordinando al Presidente del Soviet, Yakov Sverdlov, que ostentaba la Jefatura del Estado Soviético, y disolviendo manu militari la Asamblea Constituyente con su Presidente, Víctor Chernov. Otro ejemplo clásico, Alemania a partir de 1934 tras la muerte del Presidente/Jefe del Estado Paul von Hindenburg (fenómeno de usurpación por Hitler y el Partido Nazi, descrito críticamente por el general Heinz Guderian en su libro Memorias de un soldado de 1950, y base del Totalitarismo -cuando un partido totalitario en el Gobierno somete al Estado- según postuló el profesor Carl Schmitt en sus conferencias, en Pamplona y en Zaragoza, sobre Teoría del Partisano en 1962).
La importantísima función de arbitraje y moderación del Rey o la Reina en las monarquías parlamentarias fue destacada por Benjamin Constant. La función de defensor de la Constitución del Presidente en la República parlamentaria alemana de Weimar (antes de la usurpación Nazi) la destacaría Carl Schmitt. Función que como Jefe o Jefa de Estado también es aplicable al eventual portador de la Corona en la Monarquía parlamentaria española.
Mi admirado y recordado amigo el profesor Pedro de Vega, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense, publicó dos pertinentes estudios sobre Constant y Schmitt, respectivamente: “El poder moderador” (
Revista de Estudios Políticos, 116, 2002), y “Prólogo” a Carl Schmitt,
La defensa de la Constitución (Madrid, 1983).