Estos versos de Antonio Machado, escritos hace ya cien años más o menos, demuestran bien a las claras lo poco que ha cambiado el talante del pueblo español y, lo que es peor aún, lo mal intencionados que son los políticos que nos gobiernan. Porque en su diario quehacer, en vez de buscar la armonía y la concordia de todos los españoles, ilusionándoles con sus programas en una tarea común de mejoramiento y progreso, tanto material como moral, se dedican a profundizar las normales diferencias de opinión, radicalizándolas y convirtiéndolas en una continua fuente de enemistades y de odios.
No hace falta buscar mucho; basta con leer todos los días la prensa o escuchar a los diversos medios de comunicación, para darse cuenta de que la guerra civil todavía perdura en la mentalidad de gobernantes y opositores, buscando que los ciudadanos se enemisten. Y no ya políticamente, sino creando un ambiente de continua confrontación que nos divida en bandos irreconciliables.
Avergüenza las más de las veces ver por la T.V. las sesiones parlamentarias, en las que los insultos y las descalificaciones las hacen parecerse más a un mercado de ganapanes y verduleras que al sitio del que deben de nacer las que Jovellanos deseaba “leyes sabias y justas”, parapetándose en la llamada libertad de expresión, para denostar y poner al opositor a los pies de los caballos.
Y esta técnica no es solamente fruto de una muy mala educación (que también) sino un camino para radicalizar y obtener indefinidamente el voto de sus partidarios, que de este modo seguirán votándoles indefinidamente, pues el voto electoral está cargado de rabia y, de este modo las urnas significan no un medio democrático de expresión de una leal voluntad, sino el arma letal con la que se trata de anular al adversario convertido en enemigo.
Se pueden poner cientos de ejemplos, pero el más representativo de todos es el derivado de la mal llamada “Ley de memoria histórica”, que ha convertido un pasado, que la mayoría de los españoles no ha vivido, en una perenne reyerta que acaba por establecer y cometer delitos de odio, penados en las leyes, pero que una impunidad absurda hace que a nadie preocupe delinquir en esta cuestión.
En suma: La primera cuestión fundamental, parece ser cambiar de nombres las calles, mucho más necesitadas de limpieza y rebacheo que de título; igualmente el querer demoler estatuas, cruces y panteones y luchar por un montón de cosas inútiles (que me niego a relatar porque tampoco yo quiero echar gasolina al incendio).
Todo ello nos lleva a un terreno muy peligroso que tiene dos vías de desagüe: una el gobierno de los cerriles que se empecinan en atacar los valores morales y tradicionales y otra: la de los que igualmente cerriles continúan con campañas que no hacen otra cosa que dificultar el progreso y la civilidad.
Y lo peor de todo: desanimar a las personas sensatas que acaban aburridas de esas políticas de vía estrecha, y desilusionados de las tácticas partidistas dejarán de preocuparse de los verdaderos problemas de la nación.
Esta, dividida en ocho o diez partidos políticos y diez y siete taifas, por añadidura, acabará por deshacerse más de lo que ya está, que es mucho.
Y omito por hoy referirme a la corrupción de unos y de otros, pues haría de este artículo una verdadera enciclopedia para delincuentes.