A quienes se sientan insultados por el título del presente artículo, les ruego esperen al final de su lectura para juzgar si su indignación está justificada. Para los griegos clásicos, los que vivían en la polis democrática, el reverso del ciudadano comprometido con su ciudad lo constituía el idiotes, o simple particular dedicado únicamente a sus asuntos privados. Entonces, lo común lo significaba todo para el ciudadano, despreciando a aquellos que se solo se ocupaban de lo propio.
Es cierto que la democracia directa y restrictiva al modo griego es impensable en nuestros días, para eso se inventó la representación, para que el pueblo no perdiese su soberanía. Pero en el proceso nos hemos idiotizado, apartándonos de la cosa pública, para dejarla en manos de profesionales, o eso queremos creer.
Todo régimen político degenera, proceso que Polibio, allá por el siglo II a. C., denominó anacyclosis. No hay nada que el ser humano, dada su naturaleza inmutable e imperfecta, pueda hacer para evitarlo, la monarquía acabará en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en anarquía, en un círculo sin fin. Tan solo se podrá intentar retrasar la degeneración creando un sistema que evite los excesos de los anteriores.
Si dicho sistema descansa en el pueblo en su conjunto, diremos que tiene una raíz republicana, si lo hace en uno solo, monárquica y si lo hace en unos pocos, oligárquica. Aquí las combinaciones son casi infinitas, en función de la preponderancia de los muchos, los pocos o el uno. Todo régimen democrático, por tanto, es republicano en esencia, aunque contenga el elemento monárquico (como nuestro caso) y el oligárquico (también, desgraciadamente, como nuestro caso). Lo esencial es que el factor democrático prime siempre sobre el resto.
Y aquí es donde nuestro régimen hace aguas por todas partes. Toda república demanda una ciudadanía responsable. En la antigüedad, donde la cercanía y el tamaño de la polis permitía el ejercicio democrático directo y personal, esa exigencia de responsabilidad estaba muy clara, uno debía participar activamente en los asuntos públicos, bien tomando decisiones, bien ejecutándolas, en función del papel desempeñado. Pero en la actualidad, donde la representación ha transformado esa misma responsabilidad en algo delegado e impersonal, nos han hecho creer que el ciudadano está libre de toda carga cívica, acabando así de un plumazo con nuestra libertad, cuyo disfrute es la esencia republicana.
Pero la libertad republicana no es sinónimo de libertinaje, bien al contrario, dicha libertad está limitada y reglada por la ley, la misma para todos y por todos consentida, siendo así la igualdad (ante la ley) y la participación política los corolarios necesarios de dicha libertad. Por tanto, ¿podemos decir con absoluta seguridad, y a tenor de lo que vemos a diario en este país, que nuestro sistema es en realidad republicano?
Para todos los autores clásicos había una razón principal por la que toda democracia degeneraba, la extensión de la corrupción entre la ciudadanía y sus gobernantes, lo que a la postre rompía con toda ley y participación política. De la corrupción de nuestros gobernantes hay sobradas muestras, basta con ver cualquier noticiario o leer cualquier periódico, el que nos contentemos con juzgarles sin condenarles es culpa nuestra. Pero, ¿qué hay de la corrupción ciudadana?
Por corrupción no solo entiendo la disposición a quebrantar todo derecho por el vil metal, también incluyo en ella la degeneración moral y la ignorancia que prefiere la opinión al saber. ¿Cuántas veces no hemos antepuesto nuestro interés particular, por muy ruin que fuese, al bien común? ¿Cuántas leyes no hemos infringido e infringimos por nuestro exclusivo beneficio? ¿Cuántas veces no hemos votado a un representante sabiendo que nos miente? ¿Cuántas veces hemos rechazado y rechazamos una idea no porque sea falsa, sino porque está en contra de cuanto creemos? ¿Cuántas veces pensamos al día? ¿Lo hacemos alguna vez o nos limitamos a repetir como papagayos lo que nuestros adoctrinadores nos dicen?
No podemos restringir nuestra ciudadanía al día de las elecciones mientras el resto del tiempo nos comportamos como idiotas, el resultado de tal conducta es el que ahora padecemos, un régimen mal diseñado y peor implementado que comienza a implosionar. No pretendo que seamos perfectos, nadie puede serlo. Porque no somos ángeles necesitamos de instituciones como el Estado, el Gobierno o el Parlamento. Pero si quien tiene que limitar sus poderes abdica de su responsabilidad, ¿cuánto tiempo creéis que va a durar la democracia? Sin control, las instituciones serán tomadas por oportunistas primero y por demagogos después, los primeros llevan mucho tiempo en el poder, los segundos acaban de aterrizar en él. En cualquier caso, es nuestra libertad la que se pierde en este descenso sin fin.
Debemos tener siempre presente que no hay democracia posible sin ciudadanía, y que el precio de nuestra libertad es la sospecha constante.
Si dudas, es que ya sabes la respuesta.