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En el nacimiento de La Crítica de León

De la desnudez necesaria

Por Juanmaría Campal
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Vivimos tiempos en que la independencia se proclama a la par que se anuncia a la venta; no sólo de ella, sino hasta de la mínima neutralidad que requiere un juicio crítico mínimamente serio.

Bienvenido sea este nuevo medio, La Crítica de León, que de facto proclama su espíritu, su pensamiento crítico. Bienvenido sea en su independencia. Bienvenido sea en su libertad. Arriesgado y difícil derrotero le auguro. Tanto, como larga vida y ventura le deseo.

Vivimos tiempos en que la independencia se proclama a la par que se anuncia a la venta; no sólo de ella, sino hasta de la mínima neutralidad que requiere un juicio crítico mínimamente serio.

Que todos somos dados a la crítica de la variada realidad y contenido de las obras ajenas, cuando no de las intenciones, es un hecho. Que el gusto y respeto por la crítica recibida a nuestros actos es marchamo de liberalidad y tolerancia, más proclamado que practicado, es cosa sabida. Pero la existencia de virtudes –características en suave- que debe reunir el pensamiento, el espíritu crítico es cosa que a más de uno sorprenderá, como a mí me sorprendió en mi autodidacto desbaste.

Escritos, provenientes de personas que atesoran sabiduría, vienen a coincidir en que, ante el ejercicio de la crítica, debe uno tentarse la ropa, casi, casi que se debe ejercer la desnudez. Desnudez precisa que facilita el compendio de virtudes que se deben tener presentes –para su ejercicio, no a título de inventario-, pues, si en verdad éstas se practican uno viene a sentirse casi desnudo ante el mundo y, en consecuencia, desarmado de muchas de las pasiones que, a bote pronto o primer impulso, utilizaría ante el hecho que le motiva o provoca la crítica. Y porque, pretendidas en mi escritura opinante, me gustaría mejorar en su uso en las colaboraciones que con esta naciente “La Crítica de León” escribo de ellas, pero refiriéndome a lo que más abunda en mí, aquello de lo que es preciso desnudarse.

Por ello, si algún lector observase que evito las virtudes que me demande, críticamente, su práctica, la formación y uso de un auténtico pensamiento crítico, preciso y previo al ejercicio de la crítica; que me exija la desnudez necesaria:

Que me despoje de mi “arrogancia intelectual”, que no me consienta creído poseedor de la total verdad sobre cualquier asunto que trate, que me exija una mínima “humildad intelectual” como para no olvidar que, si el humano saber tiene en cada momento límites, por más que estos sean permanentemente ampliados, cómo no los va a tener el propio.

Que me conmine a la superación de mi “cobardía intelectual”. Esa que hace tan difícil admitir la propia falla, esa que tantas veces nos lleva a mantener silencios cómplices. Que me reivindique la “valentía intelectual” –no confundir con osadía ni temeridad- tan necesaria para aceptar ideas que me pueden parecer arriesgadas o absurdas, pero que me llegan con justificación racional o empírica.

Que me desprovea de mi “estrechez intelectual”, que me exija capaz de ponerme en el lugar del otro para intentar comprenderlo, que sea capaz de practicar la “empatía intelectual”, virtud que me permitirá razonar a partir de premisas, supuestos y conceptos que difieran de los míos.

Que me desvista de mi “conformidad intelectual”, que me urja a dominar mi razonamiento, a pensar por mí mismo, a tener siempre presentes la razón y la evidencia; a que practique la “autonomía intelectual”.

Que no me arrope de “hipocresía intelectual”, que sea tanto o más riguroso en la utilización de la evidencia y la razón como exija al criticado en sus acciones y argumentaciones, que admita la existencia de errores en mis líneas de pensamiento y acción; que procure mantener mi “integridad intelectual”.

Que abandone mi “pereza intelectual” que tanto tiende a permitir que me aferre a inconsistencias racionales o a la crítica carente de fundamentos; que me reconduzca a la “perseverancia intelectual”.

Que arroje de mí toda desconfianza en la razón, que siempre piense a su luz, que busque amparo en la coherencia y la lógica a la hora de argumentar. Que persuada con fundamentos, que tenga y mantenga confianza en la razón.

Que me desposea de toda parcialidad o dependencia, que sea capaz de aproximarme a toda visión sobre lo que intente criticar, aunque sea contraria a mis propias ideas o intereses. Que con total imparcialidad, independencia, me posicione contra toda “injusticia intelectual”.


Que así, desnudo, libre de prejuicios, adornado tan sólo, y en lo posible, de este compendio de virtudes “intelectuales” ejerza, por siempre, mi gusto por la opinión crítica, personal, firmada y rubricada y que por muchos años sea ésta publicada en “La Crítica de León”.