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EL Partido Popular: entre el cinismo y el nihilismo

Por Pedro C. González Cuevas
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El Partido Popular ya no representa a un importante sector de la derecha sociológica e intelectual española. No así a una oligarquía de empresarios, que disfruta hoy de un poder omnímodo sobre los trabajadores; o a los corruptos y especuladores.

La situación de nuestras derechas, en esta hora baja de España, me parece absolutamente deplorable, a todos los niveles: político, cultural y moral. Para describir su actitud tendremos que recurrir a la descripción que el filósofo Peter Sloterdijk realiza de lo que denomina razón cínica. Para el alemán, las ideologías, en su sentido clásico, han dejado de ser operativas en las sociedades posmodernas. Y es que, a su juicio, los individuos han llegado, hoy, a la conclusión de que el discurso que les ofrecen los mass media y las elites políticas resulta falaz. Ya no se dejan engañar; lo cual, para Sloterdijk, implica que nuestra época es la de un cinismo generalizado que ha sucedido a la era de las ideologías. La tesis de Sloterdijk ha sido muy criticada, en particular por Slavoj Zizek. Sin embargo, independientemente de su mayor o menor veracidad, no cabe la menor duda de que existen partidos que, como el dirigido por Mariano Rajoy Brey, se comportan como si fuera absolutamente cierta. El Partido Popular, en su práctica concreta, parece no creer en nada, salvo en las próximas elecciones. En realidad, más que de razón cínica creo que sería más certero definir su conducta como nihilismo de derechas. Significativa fue, en ese sentido, la respuesta del actual presidente del gobierno cuando fue interrogado por una periodista sobre su opinión respecto a la derogación por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo de la denominada “doctrina Parot”. Se limitó a decir “Llueve mucho”. Al día siguiente, ante la presión de las asociaciones de víctimas del terrorismo y la opinión pública conservadora, hubo de manifestar su rechazo a la decisión del Tribunal, al tiempo que dijo no tener más remedio que cumplirla. Rajoy Brey resulta ya exasperante. El líder del Partido Popular se nos muestra como un hombre inarticulado, pequeño burgués de mentalidad, sinuoso, carente por completo de elocuencia, de convicciones y de proyecto político. De buscar un personaje literario paralelo a Rajoy Brey, no cabe duda que los encontraremos en Haustad, el director de periódicos, uno de los protagonistas de la célebre obra teatral de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Detestable personaje que demanda “moderación”, pero que luego no duda en traicionar al doctor Stockmann, rechazando la publicación de su denuncia sobre las condiciones higiénicas del balneario de la ciudad.

Rajoy Brey ha llegado a enojar a sus partidarios. Un periodista tan alejado de posiciones maximalistas, como Ignacio Camacho, al comentar, en ABC, la actitud del presidente ante la nueva ley de educación, denuncia que la derecha española, ayuna de toda estrategia mediática, “aparece como el monstruo deshumanizado que desmantela la igualdad de oportunidades”. Y concluye: “El ministro se ha quedado sólo con su reforma; por un lado, hasta los padres y profesores más simpatizantes de su causa se sienten desoídos y abandonados, y por otro ni el Gobierno ni el partido encuentran quien salga a hacerle un quite a capotazos”. La falta de convicciones arraigadas del gobierno puede verse en otros ámbitos. Ni por un momento parece haberse planteado, y eso que ha disfrutado de una amplia mayoría parlamentaria, la derogación de la Ley de Memoria Histórica. Por ello, los historiadores opuestos a esa ley inicua nos sentimos traicionados. Claro que el Partido Popular ni tan siquiera cuida de su propia memoria. Hace ya unos cuantos años que murió Manuel Fraga, su fundador, y el nombre del político gallego no aparece en ninguna calle de Madrid. Con Manuela Carmena al frente del ayuntamiento de la capital, tal iniciativa sería hoy impensable; pero es que ni tan siquiera parece haberse planteado. Ellos van a lo suyo: a la economía, que está muy muy desde luego, pero que no resulta compatible con una buena política de memoria, que no cultive el resentimiento, sino la concordia. No menos deleznable es su política cultural. La labor de la FAES ha sido, a ese respecto, totalmente infructuosa. Ni una idea nueva, ambiciosa, que dispute la hegemonía a la izquierda. Esta Fundación sigue ignorando la existencia de un pensamiento español de carácter liberal o conservador; y rinde pleitesía acrítica a autores franceses o norteamericanos. Además, el Partido Popular ha despreciado claramente la labor e incluso la figura del intelectual de derechas, que, para sus miembros, no parece existir. Prueba de ello ha sido la concesión de premios oficiales a mediocridades tan excelsas como Juan Goytisolo o Fernando Trueba, que dicen las mayores insensateces, no pasa nada, y encima cobran. Es más: algunos bien pensantes de la derecha les ríen las gracias. ¿Alguien se imagina la concesión de un premio oficial a un escritor como Juan Manuel de Prada?. Desde luego que no. Sería visto, incluso, como una provocación. Y es que lees a José María Lassalle y crees estar leyendo a un socialdemócrata. No en vano le gusta Bobbio y Kelsen, frente a Voegelin o Schmitt.

Más grave aún ha sido su actitud ante ETA y el nacionalismo catalán. Ha sido incapaz de movilizar a sus bases contra el desafío separatista protagonizado por Artur Mas y el conjunto del nacionalismo catalán de derechas o izquierdas. Pero es que, además, el Partido Popular ha dado su adhesión tácita, contradiciendo una vez más sus promesas electorales, al nuevo Pacto de Vergara, a la manera de carlistas y liberales en el siglo XIX, llevado a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero y Jesús Eguiguren con la organización terrorista vasca. La excarcelación del torturador Uribetxeberría Bolinaga fue todo un símbolo de vileza. La aceptación acrítica de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la “doctrina Parot” ha sido la gota que colma el vaso. Puede que ETA haya sido derrotada militarmente por las fuerzas de seguridad del Estado; pero no lo ha sido en los niveles más decisivos, es decir, en el metapolítico y en el sociológico, para lo cual hubiese sido necesaria una ofensiva a nivel político e intelectual, que no se ha querido llevar a cabo; ni tan siquiera plantear. En estos momentos, la extrema izquierda nacionalista vasca se encuentra más fuerte que nunca a nivel político e ideológico. Todo lo demás es retórica. Y el desafío catalanista está ahí. Puede que experimente un reflujo momentáneo, dados los crasos errores de sus promotores en la actualidad, pero, sin duda, volverá a plantear sus reivindicaciones maximalistas, y, seguramente, con apoyos de las izquierdas. Sin un claro proyecto nacional español resultará imposible plantarle cara. Y eso es algo de lo que el Partido Popular adolece. Y no sólo el Partido Popular. Porque el régimen político actual ha sido incapaz de construir símbolos de integración. Nuestro himno nacional carece de letra; y es de suponer que nunca la tendrá. La bandera ya no es aceptada por el conjunto de la población; y no sólo en Cataluña y el país vasco. Un sector nada desdeñable de la izquierda adopta como suya la republicana. La Ley de Memoria Histórica contribuye más a la división.

Y eso por no hablar de su incalificable decisión –o, mejor dicho, indecisión– acerca de la ley del aborto. Con ella, ha consolidado por décadas la hegemonía de la “cultura de la muerte”; y de ahí, más pronto que tarde, pasaremos a la legalización de otras aberraciones como la eutanasia. Tampoco ha hecho nada a favor de la familia. No ha dado ninguna alternativa a la legislación sobre el pseudomatrimonio gay. ¿La tiene? Creo que no. ¿Qué decir de medidas para poner freno al invierno demográfico español? Nada de nada. El Partido Popular no cree en la familia; y digo familia, y no esa necedad de la “familia tradicional”. A esto hay que añadir, a nivel socioeconómico, la crisis del Estado benefactor, la desindustrialización, la falta de alternativas respecto a la construcción de un nuevo modelo productivo, la emigración y el ya señalado invierno demográfico español.

A nivel económico, el Partido Popular se ha limitado a seguir las indicaciones de Alemania y de Bruselas. No hagamos demagogia; con toda seguridad, los socialistas hubieran hecho lo mismo. En realidad, esas medidas las inició Rodríguez Zapatero. Pero ese seguidismo carece de mérito político. Las clases medias bajas, los jóvenes y los trabajadores autónomos no se han visto beneficiados por esa legislación.

Lo cual demuestra que el Partido Popular ya no representa a un importante sector de la derecha sociológica e intelectual española. No así a una oligarquía de empresarios, que disfruta hoy de un poder omnímodo sobre los trabajadores; o a los corruptos y especuladores. Según han señalado diversos estudios sociológicos, el Partido Popular ha destrozado su base electoral por las clases medias-bajas, de edades intermedias, y por los autónomos. Lo que, en las elecciones europeas, le ha costado varios millones de votos. Ahora recurre al voto rural y de los pensionistas.

En consecuencia, la actual circunstancia política, social e intelectual debería exigir una decisión. Habría que inventar una nueva derecha. Naturalmente, esto no se improvisa. Treinta años de “centrismo” no pueden pasar en balde. La opción “centrista”, que infructuosamente han intentado teorizar algunos miembros del Partido Popular, carece de entidad desde el punto de vista intelectual y político. Como ha señalado el gran politólogo belga Julien Freund: “La política es una cuestión de decisión y eventualmente de compromiso (…) Lo que se llama “centrismo” es una manera de anular, en nombre de una idea no “conflictual” de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes. Desde este punto de vista, el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y formación de conflictos que pueden degenerar, ocasionalmente, en enfrentamientos violentos”. En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe cuando afirma que el “centrismo”, al impugnar la distinción entre derecha e izquierda, socava “la creación de identidades colectivas en forma de posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas”. Y concluye esta autora: “Si este marco no existe o se ve debilitado, el proceso de trasformación del antagonismo en agonismo es entorpecido, y eso puede tener graves consecuencias para la democracia”.

En el fondo, esta decisión tendría que ser una respuesta no sólo a la praxis centrista característica del Partido Popular, sino al desafío de la hipermoral característica de la izquierda social-demócrata y de la extrema izquierda españolas; al desafío del PSOE y de Podemos. Ellos han hecho el trabajo; han creado un nuevo “sentido común”, frente al cual la desarbolada derecha española, que ganó las elecciones del 2011 más por los fallos de la izquierda que por méritos propios, se encuentra indefensa. Sin embargo, la decisión no se ha producido. La base social del Partido Popular se ha abstenido; no ha votado a otras opciones de derecha que se presentaban en los comicios europeos y en los autonómicos. En un primer momento, la aparición de VOX, cuya principal figura es Santiago Abascal pareció ser motivo de esperanza; porque parecía plantear la posibilidad de una derecha libre de complejos y de los defectos inherentes a la praxis del Partido Popular. Sin embargo, VOX quedó sin representación. Y es que no sólo tuvo que enfrentarse a la implacable hostilidad del Partido Popular, especialista en torpedear la emergencia de cualquier opción política a su derecha, sino que sus portavoces, a diferencia de los de Podemos, fueron incapaces de dominar los mass-media. Yo fui uno de sus votantes; pero tengo la sospecha de que VOX pueda llevar un camino semejante al de Derecha Democrática Española en los años setenta o del Partido de Acción Democrática en los noventa del pasado siglo. Y lo mismo puede decirse de Alternativa Española, cuyos líderes han sido igualmente incapaces de articular un proyecto político a la altura de los tiempos. Sus candidaturas han pasado sin pena ni gloria. La mayoría ni se ha enterado de su existencia; ni tan siquiera los asiduos de Intereconomía o de Radio-Inter. Vox debería, en mi opinión, mantenerse como reserva por si el Partido Popular sufre, a medio plazo, la debacle que algunos pronosticamos; y pasar de una actitud de mera protesta, a una dimensión proyectiva e innovadora. No hay espacio para un remake del Partido Popular de José María Aznar. Hay que decidirse, y ya sé que es difícil en España, por la opción Le Pen. En la derecha, al menos de momento, no hay otra opción para los grupos alternativos.

En cualquier caso, no existe, hoy por hoy, y seguramente por mucho tiempo, otra derecha –si es que lo es en realidad– que el Partido Popular. Lo cual es superlativamente grave. En el período que se abre con las elecciones del 20 de diciembre, la derecha será mucho más débil que a la muerte de Franco. Y es que el Partido Popular ha creado, con su torpe política mediática, su nula política cultural y su antisocial política económica, las condiciones para su declive. Poco importa que gane las elecciones de diciembre por mayoría simple, si carece de proyecto y de voluntad política. A pesar de ello, esta será la gran baza electoral del partido de Rajoy Brey: el voto del miedo o, si se quiere, el voto útil, es decir, inútil. “O yo o el caos”, dirán; pero es que ellos mismos son el caos. Algo que obstaculizará de nuevo la emergencia de nuevas derechas. No se trata, desde luego, de un panorama alentador; pero es lo que hay. Ni más ni menos. Dixi et salvavi animam meam.

Pedro C. González Cuevas

Historiador y Profesor Titular de la UNED.

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