En ocasiones, parece como si la sociedad española fuese incapaz de progresar; da la sensación de estar condenada a ciclos periódicos de ascenso y decadencia.
En ocasiones, parece como si la sociedad española fuese incapaz de progresar; da la sensación de estar condenada a ciclos periódicos de ascenso y decadencia. Y es que, no le demos vueltas, la historia se repite. No sé si como tragedia o como farsa; pero se repite. La sociedad española no ha logrado aún liberarse del tremendo tumor de la intransigencia ideológica y cultural. Esta tara fue a veces representada por la derecha política y social; hoy lo es, como veremos, por cierta izquierda, traumatizada aún porque Franco murió de viejo en la cama de un hospital. Ahora mismo vuelven a ser visibles actitudes de hace muchos años. Algo muy visible en el campo historiográfico. A la altura de finales de los años cincuenta del pasado siglo, Jaime Vicens Vives, ya próximo a la muerte, se quejaba del “sectarismo activo” dominante en la historiografía española. Por aquellas fechas, el filósofo Julián Marías publicaba Ortega y tres antípodas, en cuyas páginas criticaba no sólo los ataques de que era objeto su maestro, sino la ausencia de una crítica solvente y de ideas constructivas. Algo que intentaba suplirse mediante el recurso a tópicos como “lucha de clases”, “derechos del hombre”, “pacifismo”, “espiritualismo”, etc. La actualidad de las críticas de Vicens y de Marías no deja de resultar alarmante, ya que nos lleva a reconocer que no hemos mejorado excesivamente nuestros hábitos mentales e intelectuales; y ello con el agravante de que en los años cincuenta vivíamos en un régimen autoritario y confesional; y ahora lo hacemos en un sistema político pluralista y aconfesional.
Desde hace tiempo, hemos experimentado el retorno de la historiografía de combate.
El hecho no era nuevo, pero había experimentado un cierto retroceso a partir de los años ochenta del pasado siglo. Su gran adalid hasta entonces era el historiador marxista Manuel Tuñón de Lara –militante de la KGB durante algún tiempo, según Jorge Semprún-, para quien la historia era ante todo un arma de combate para el logro del socialismo. En ello coincidía con otro historiador marxista Josep Fontana Lázaro. Tras la muerte del general Franco, Tuñón de Lara y sus acólitos disfrutaron de una cierta hegemonía mediática y académica. Bajo su férula, en los claustros universitarios dominaban conceptos tales como “bloque de poder”, “aparatos del Estado”, “formación social”, “lucha por la hegemonía”, “lucha de clases”, “contradicciones”, “crisis”, etc, etc. En aquel tiempo, los nombres de Renzo de Felice, George L. Mosse, René Rémond, Ernst Nolte, François Furet, Joaquín Romero Maura o José Varela Ortega estaban proscritos en las clases universitarias; claro que es posible que fuesen desconocidos por los acólitos de Tuñón de Lara. Sin embargo, no era sólo eso; Tuñón de Lara recomendaba, en la prensa, la “vigilancia” política respecto de los historiadores e intelectuales que no comulgaban con sus tesis. Su dominio fue, no obstante, efímero, aunque ha dejado profundas secuelas, como veremos, en la historiografía española. La escuela de Tuñón de Lara sucumbió víctima de sus propias insuficiencias y contradicciones. Al final, la sola mención al “bloque de poder” provocaba risas entre los estudiantes. La hegemonía fue ocupada por discípulos del hispanista británico Raymond Carr y otros representantes de la historiografía liberal, gracias a lo cual pudo disfrutarse de un mayor pluralismo en el mundo académico y cultural.
Sin embargo, la torva faz de la historiografía militante y de combate revivió a raíz de la victoria electoral de José Luis Rodríguez Zapatero y de las campañas en pro de la “memoria histórica” de los vencidos en la guerra civil.
A partir de ahí, los herederos de Tuñón de Lara y de Fontana lograron articular una especie de red de investigación, que se ha convertido en una especie de fratría y de grupo de presión, caracterizado, ante todo, por una gran agresividad dialéctica. Sus dirigentes son Ángel Viñas, Paul Preston y Josep Fontana. Sus acólitos son numerosos, pero no especialmente significativos a nivel intelectual, aunque sí ruidosos mediáticamente. Tan sólo daré algunos nombres: Glicerio Sánchez Recio, Ángel Bahamonde, Eduardo González Calleja, Ismael Saz, Carlos Forcadell, Alberto Reig Tapia, Francisco Espinosa Maestre, Juan Carlos Losada, Borja de Riquer, Francisco Moreno Gómez, Ricardo Robledo. Ignacio Peiró, etc. Esta red de investigación y de coacción psíquica ha centrado su interés en el estudio de la II República española, la guerra civil y el régimen de Franco. Las tesis defendidas por este grupo son extremadamente simples, amén de simplistas: 1. La II Replica fue un régimen reformista, no revolucionario. 2. La guerra civil es una pugna entre fascismo y democracia o, si se quiere, entre fascismo y antifascismo. 3. La represión republicana fue espontánea, la nacional organizada. 4. Franco alargó la guerra para matar más y mejor. 5. El régimen de Franco fue, como el de Hitler, “genocida”. El objetivo de esta red es lograr, por todos los medios, que estas tesis sean hegemónicas en el campo historiográfico. Para ello, sus portavoces emplean una retórica tremendamente agresiva, incluso soez. Su chien de garde por antonomasia es Ángel Viñas, quien califica de “revisionistas” a todos los que no acepten el conjunto de sus planteamientos.
El “revisionismo” se ha convertido en el enemigo por excelencia de esta red de coacción psíquica;
y está representado por historiadores como Fernando del Rey, Manuel Álvarez Tardío, Michael Seidman, Julius Ruíz, Stanley Payne y otros. Para Ángel Viñas, estos autores son “neofranquistas”, “ideólogos de la guerra fría”, enfermos de síndrome de “ansiedad” o, simplemente, “subnormales”. No, amigo lector, no estoy exagerando. Eche una mirada al último libro de Viñas, La otra cara del Caudillo, para que vea lo que digo. Y no ha sido el único. En el mismo sentido se han expresado, en un libro titulado El pasado en construcción, otros historiadores como Ignacio Peiró, Carlos Forcadell, Ricardo Robledo o Alejandro Quiroga, para quienes “revisionismo” es sinónimo de “franquista”, “antidemocrático”, “neoliberal” o “neoconservador”. Su bête noire es, sobre todo, el hispanista norteamericano Stanley Payne. A ese respecto, resulta significativo el número monográfico que ha dedicado la revista digital Hispania Nova, editada por Matilde Eiroa y Eduardo González Calleja, a la biografía de Franco escrita por Payne y el periodista Jesús Palacios. El número ha sido coordinado por Ángel Viñas y en sus páginas han colaborado, entre otros, Sánchez Recio, Moreno Gómez, Losada, Reig Tapia y el propio Viñas. Su contenido no puede ser más agresivo y tiene como objetivo único no ya la crítica de esa biografía, sino la descalificación global de toda la trayectoria del hispanista norteamericano. ¡Más de cuatrocientas páginas para difamar y descalificar a un solo hombre y toda su obra!. En sus páginas, se llega a hacer referencia a los “historiadores legítimos” frente a los “ilegítimos”.
En mis casi treinta años de labor investigadora, nunca había visto una labor tan torva y repugnante de acoso y derribo.
Mal vamos. Y es que no hay duda de que se ha iniciado en el campo historiográfico español una “caza de brujas” de carácter político para silenciar –o marginar y demonizar– definitivamente a un sector de la historiografía española, que ha sido señalado como el enemigo a batir. Ya Ángel Viñas afirma que, tras las elecciones de diciembre, debe retornarse a la etapa de Rodríguez Zapatero y endurecer el contenido de la Ley de Memoria Histórica. El asunto no es baladí, porque nos jugamos el porvenir de la historiografía española y la estabilidad política. Lo malo es que, a lo largo de estos últimos cuatro años, el Partido Popular no se ha enterado de nada.