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Menor porque es el mío, mi personal testimonio, lejos como el de tantos millones de españoles o de vascos o de maragatos de los focos que iluminan a unos pocos aunque parezcan muchos y que hoy, para su desgracia y también para la nuestra ¡veinte años son tanto y a la vez tan poco!, son los que interpretan y escriben la Historia que mañana será leída, interpretada y, a su vez, arrojada a la basura si es que el momento y las circunstancias así lo exigen o conviene a los iluminados por los focos venideros.
Fui testigo, aquel 12 de julio, del silencio que invadió de forma atronadora a un Madrid sobrecogido, de respiración entrecortada hacía muchas horas, ya dos días, por el brutal chantaje: la bolsa o la vida, la bolsa de las miserias carcelarias por la vida del chaval ese que tan fácil nos lo ha puesto.
Hacia las cinco de la tarde el golpe vino en forma de chaval atado con cables y tiros en la cabeza, casi muerto, abandonado en el monte, casi muerto, peor que un perro, con la dignidad desparramada a merced de los chacales. La suya y también la nuestra.
Vino el golpe en seco por la radio, por la radio pequeña de pilas encima de mi mesa, en la soledad del edificio vacío, totalmente vacío, de fin de semana de julio madrileño, de sábado por la tarde asomado a las naves de piedra, encalladas en cemento y en asfalto, con un Colón atónito mirando al cielo. Hasta las fuentes quedaron mudas de vergüenza.
Han pasado veinte años. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. La muchachada engreída y los vejestorios frustrados marcan el paso de lo que parece inevitable, una vez más, en nuestra Historia: la verdad se diluye como las lágrimas en la mar salada.
Juan Manuel Martínez Valdueza
12 de julio de 2017