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LA ESPAÑA INCONTESTABLE

El “Estado del bienestar” en los Ejércitos Reales de los Reyes Católicos

'Tratado de Re Militari', de Diego de Salazar, 1536. (Foto: https://www.iberlibro.com).
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"Tratado de Re Militari", de Diego de Salazar, 1536. (Foto: https://www.iberlibro.com).

LA CRÍTICA, 5 JUNIO 2022

Por Hugo Vázquez Bravo
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¿El ejército de los Reyes Católicos, primera empresa estatal y precursora de nuestro Estado de bienestar?

El pacifismo que impera en buena parte de nuestra sociedad en Occidente, ha impregnado en el corazón de sus acérrimos partidarios el rechazo frontal a cualquier inversión en materia de Defensa. Quizá éstos no hayan sido suficientemente informados de que muchas de las realidades que definen el estilo de vida actual, como la telefonía móvil, internet, los navegadores, la aviación e incluso muchos de los avances en cirugía, se fraguaron en la investigación realizada por la industria militar. (...)

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Tampoco, que los que en verdad estiman la paz hacen suya la máxima propuesta por Vegecio, “Si vis pacem, para bellum” (Si quieres la paz, prepara la guerra), pues no hay mayor fórmula de disuasión que unas Fuerzas Armadas prestigiosas y competentes. No en vano, el rey Agesilao II respondió a un extranjero extrañado por la ausencia de defensas en su capital, señalando a sus hoplitas: “Éstos son los muros de la ciudad de Esparta”.

El caso es que el estudio de nuestro pasado evidencia, que las políticas que se adoptaron en materia de Defensa poseen aún un mayor calado del que se pueda pensar; y que, en los albores de la modernidad, los Reyes Católicos fueron los responsables de que nuestra sociedad mudase por completo, sentando las bases de unos derechos cuya antigüedad, muchos presumen que nunca podrían haberse establecido antes de la centuria pasada.

El objetivo político que persiguieron estos gobernantes fue el de que la monarquía como institución se fortaleciese, distanciándose del resto de la aristocracia y acaparando el mayor poder posible. Para lograrlo hicieron notables cambios en materia fiscal, el Estado necesitaba más recursos. Aumentaron de forma considerable el aparato administrativo, pues precisaban que la acción de su gobierno se extendiese. Y diseñaron un ejército que habría de ser el primero nacional y permanente de nuestra Historia, con el fin de imponer su ley y de combatir a otras potencias, para así poder proclamarse como la primera potencia de Europa.

De esta forma, la sociedad medieval entendida como tripartita, compuesta por oratores, bellatores y laboratores (religiosos, militares y trabajadores), tocó a su fin cuando la realeza comprendió el poder que poseían los habitantes de las ciudades que, aunque pagaban sus impuestos, cumplían con la obligación de concurrir al ejército del rey cuando se les reclamaba. Pronto se hicieron beneficiarios de un fuero distinto y así surgió la sociedad moderna. El privilegio de asumir la defensa del Estado dejaba de ser patrimonio exclusivo de la nobleza.

Pero si precisaban movilizar a combatientes más allá de la época estival o del surgimiento de cualquier emergencia, hubieron de realizar algunos cambios más. Estos hombres recibían por sus servicios una cuantía de dinero al año y, del mismo modo, también se vieron recompensados con incentivos fiscales. De facto, los soldados reclutados pasaron a engrosar el estamento privilegiado al tener que pechar impuestos. De hecho, en unos pocos años, dejaron de ser denominados lacayos o peones, términos que todavía hoy poseen connotaciones peyorativas, para ser designados en la documentación oficial como infantes. Ante ellos se abría, como el cielo despegado de una hermosa mañana de primavera, un horizonte de promoción social. Los más valiosos, los que alcanzaron por méritos el empleo de capitán, podían ser equiparados sin ruborizarse con los escalones más bajos de la nobleza. E, incluso, personajes como Pedro Navarro, de origen humilde en el valle del Roncal, lograron que les fuese concedido un título como merced que, a su muerte, pudieron legar a sus herederos.

Pero aún hay más, en la guerra medieval, quien no tenía recursos para costear su sanación yacía sobre el terreno en el que le habían malherido, pero en las nuevas capitanías de aquel ejército, los médicos, cirujanos y barberos pasaron a engrosar sus nóminas, atendiendo a todo aquel que le urgía, aunque sus conocimientos no garantizasen como hoy en día su supervivencia.

Por otro lado, si la actividad o servicio debía ser continuo, en ordenanzas como las de 1503 y 1525, concebidas para regir la vida de todos los militares a sueldo de la Corona, como dictan sus preámbulos, ya se recoge el derecho de los mismos a disfrutar de ciertas “licencias” de descanso, siempre y cuando no se estuviesen fuera de España, frontera o en estado de guerra. Durante este periodo recibirían su sueldo como si estuviesen cumpliendo con sus funciones.

Y, cómo no, la cuestión de las pensiones. En la plaza de Bujía, por poner un ejemplo, se reservaron hasta seis peonías o sueldos para militares que con unos servicios demostrados y suficientes, ya no cumplían los requisitos para seguir ejerciendo su oficio. He oído a quien niega la mayor y valora que éste no era un derecho en sí mismo, sino una merced e, igualmente, que tampoco alcanzaba a todos los combatientes; y cierto es. No obstante, tampoco se puede negar que dichas disposiciones al generalizarse no hayan supuesto una fuente de Derecho. Me explico. Cuando se adopta una medida de este calibre, los individuos que pretenden beneficiarse de ella pueden argumentar que desean ser tratados como otros que previamente hubieron reunido las mismas condiciones. Así pues, lo que inicialmente era una merced por concepto, pasa a formar parte del Derecho consuetudinario y que más tarde o temprano, terminará por ser recogido por escrito y beneficiar a la totalidad de un colectivo. Y lo mismo sucedió con las viudas que podían demostrar que su única fuente de ingresos había sido la paga de su marido, o las que aludían a que el fallecimiento de su esposo había dejado también en la indigencia a sus hijos. Tampoco todas aquellas familias gozaron de tal subsidio, ni tan siquiera solía ser vitalicio, pero sentaron igualmente la base a la que en un futuro debieron atender los legisladores.

No puedo concluir sin valorar el acicate que supuso ese nuevo ejército para la alfabetización del pueblo, pues esa nueva máquina de guerra tan compleja precisó de la escritura para sus fines. Prescribe el de Re Militari de Diego de Salazar que en los empleos de cabo para arriba se exigiese saber leer y escribir. Y no va errado el militar-escritor, pues el saber teórico era cada vez más importante a causa del incremento de los conocimientos técnicos. Así mismo, hasta las formas de ocio de aquellas gentes iban ligadas a la literatura.

En resumen, nos hemos referido a un sector de la población capaz de subsistir de un sueldo a cambio de unos servicios continuos al Estado, con unos integrantes cada vez más especializados y con una actividad de tal importancia, que comenzaron a beneficiarse de medidas que hoy identificamos con el denominado “Estado de Bienestar”, aunque el surgimiento de ese concepto no se date más atrás del siglo XX. Dichos beneficios son en lo esencial una asistencia sanitaria asegurada, derecho a tomar vacaciones remuneradas, pensiones por invalidez, vejez o fallecimiento e, incluso, alguna suerte de seguro laboral pues, por ejemplo, aunque los jinetes debían costear sus monturas, a las capitanías de hombres a caballo se las proveía de un fondo al que poder recurrir si su animal caía enfermo, herido o muerto. Es evidente que estas prerrogativas tardaron en aplicarse de manera generalizada a toda la nación, que tampoco tuvieron la persistencia que aquellos combatientes hubieran deseado, pero nos informan de quiénes pueden ser considerados los primeros funcionarios e integrantes de la también primera gran empresa estatal y, en su conjunto, los precursores de unas condiciones de vida que tardarían muchos siglos en estar normalizadas.

Así mismo, que las necesidades en materia de Defensa pueden hacer evolucionar a una sociedad en sentido positivo. Porque no basta con desear que la guerra, a la que todo aquél en su sano juicio deplora, deje de existir para que en verdad desaparezca, ya que cualquiera que perciba debilidad en el contrario, lo interpretará como su oportunidad para lograr lo que anhela.

Hugo Vázquez Bravo

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