Harto, de verdad, de tanto escuchar algunas tonterías y consciente de que aunque tan sólo le haya dado la mano una vez a Mario Vargas Llosa...
...quiero que la gente, la calle, sepa siquiera una vez más, quién es de verdad ese elegante caballero que a veces da la mano a uno de los personajes femeninos que yo más quiero en este mundo, y que es Isabel Preysler, como le he demostrado tanto en mis palabras como en mis silencios. Tanto es así que estuve a punto de estar con ella, cerca de ella, cuando entrevistó por primera vez al brillante escritor peruano, con el que habló para ¡HOLA!, en aquella serie de entrevistas, formidables, que están en el buen archivo en nuestra casa.
Lo que quiero es que sepamos de una vez, que Mario Vargas Llosa, peruanísimo, de una de las más hermosas ciudades de su país, en esa Arequipa, que uno después de visitar siempre quiere recordar, es uno de losmás grandes escritores, no sólo de nuestro tiempo, sino de la historia del castellano a lo largo de más de cinco siglos.
Su historia literaria es tan apasionante como la suya propia, que en muchas ocasiones, aparece velada o abiertamente en sus libros. Ha publicado no sé cuántos libros, artículos formidables, ejemplares, en los que combina lo que ve y lo que siente con sus cinco sentidos, de forma que, por ejemplo, aquellos artículos en la guerra, para El País, en los que cambió su toga de académico de cien academias por el chaleco de combate de un reportero en el cuerpo a cuerpo, jugándose la vida de una forma directa y contándolo inmediatamente, debían ser, si es que no lo son, doctrina de “cómo contar una historia, difícil, desde dentro” y sin que te tiemble el pulso.
Yo conocí a Mario Vargas Llosa en su casa aquella de Perú, que he contado ya tantas veces como una de mis visitas inolvidables. Cuando uno iba por América, una vez a la semana, más o menos, para vivirla y después para contarla, acudí a la casa de Vargas Llosa, cuando la tenía sobre el paisaje de los acantilados de Lima, sobre el Pacífico inmenso, bajo la piel de “panza de burra”, de la ciudad en la que tenía una casa, preciosa, precisa, blanca, de estilo ibicenco, frente al océano, y donde hablamos, cuerpo a cuerpo, aquel día para mí difícil de mejorar.
Me dedicó uno de sus libros siendo, ya era, uno de los grandes de la América nuestra que escribía. No sabía yo de su secreto político aunque siempre que hable de él, nuestra vida está en lo que ya ocurrió, le noté un “intelectual de izquierdas” y así es en su pensamiento iniciático, y por eso, yo pensé que volvería a verle cuando de forma oficial tomara posesión de la presidencia del Perú, y yo le visitara en aquel Palacio donde entrevisté a dos presidentes más, bajo el retrato en blanco y negro de Tupac Amaru, el primer gran guerrillero de Sudamérica.
Vargas Llosa es, además, un cronista de su tiempo, de la historia de su tiempo, de su pasado, en el mundo entero. Hace unos días, publicó en el diario El País un excepcional artículo sobre las luces y las sombras de Hemingway, quizá lo mejor que de él he leído en mucho tiempo. Está lleno de rigor y de amor al mismo tiempo. Relata limpio y claro, culto y brillante a la vez, los últimos días de don Ernesto, aquel al que fui, después de suicidarse, en Idaho, a su casa final, y sólo encontré sangre en el techo, sangre suya, y que según me contó Mary, bajó las escaleras el ultimo día cantando la copla pamplonesa:
– Pobre de mí, pobre de mí, que se acabaron las fiestas de San Fermín…
Y además, ya tenía entre sus papeles en la gaveta donde escribía de pie y descalzo, todo parece indicar que por sus problemas de próstata, ya que de dinero no tenía, entre otras razones porque cobraba, sin pedirlo, un dólar por palabra, y sólo escribía, honestamente, las palabras justas…
En fin, que Vargas Llosa, don Mario, al que he vuelto a recortar su último artículo, me parece además, un reportero genial, profundo, culto, viajero constante, más de cien o casi cien títulos académicos, que no necesita más tarjeta de presentación que su propia vida.
Premio Nobel, pues claro que sí, y Príncipe de Asturias y Cervantes, conferenciante excepcional, bueno, buenísimo, contador de historias, capaz de comprometerse, de mojarse, como se dice a veces, que lo ha demostrado siempre, y además por escrito, que siempre queda la palabra impresa y no se la lleva el viento.
Es el momento tal vez de contarle a don Mario que en un largo viaje con Gabriel García Márquez desde México a Costa Rica, yo iba a Panamá a ver al general de hombres libres Omar Torrijos, y él se quedaba en San José, hablamos, incluso bebimos, dado el miedo que él tenía a los aviones, y yo mismo, lo que pasa es que el miedo lo tiene todo el mundo y el valor es el precio de lo que se disimula, hablamos de él, creo que en un momento difícil de amistad entre los dos, cuando eso que se llamó el boom acababa de explotar y “fue con varguitas”, como se le decía cariñosamente, mi mejor recuerdo como escritor, como persona, como viajero, como uno de los grandes de lo que se llamó “la fantasía de lo americano”…
Y ahora también querría yo recordar, ahora que la memoria me es tan necesaria, como en una ocasión y en París, Claude Couffon, al que yo había ido a entrevistar como granadino que soy sobre el tema, aún no aclarado del todo, de García Lorca y su asesinato, y con ese motivo, hace muchísimos años salió a relucir, aquel escritor, guapo, peruano, que pertenecía a la clase de “los mejores” según sus propias palabras, como Rubén Darío, o incluso Rómulo Gallegos, por dar dos nombres tan sólo.
Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, que en marzo del que viene cumplirá ochenta años, pertenece a la galería de los “fascinantes fascinadores”, y merece, además, un respeto y una consideración y la alegría de saber que tiene una novia española, probablemente la española, sin probablemente, más popular, y admirada, de nuestra generación.
Es además, de todos los premios y academias, marqués por decisión Real y mediante decreto. Le gusta el teatro, a morir. Esto es, el teatro, escribiéndolo, y más aún, interpretándolo, cosa que hace en cuanto le es posible, demostrando por lo tanto valor a toda prueba.
Es español de pasaporte y tiene una biblioteca espléndida, no sólo ornamental, sino vivida. No sé si seguirá coleccionando, creo que hipopótamos, que son como los boteros de la animalia. Vive y deja vivir, y en lo que escribe, que lo hace cada día, como una disciplina, que un día su casi paisano y premio Nobel, Miguel de Guatemala, en París, me recibió escribiendo: “aquí con mi camisita de guatemalteco, el señor Asturias, a pie de obra, que la inspiración como han dicho muchos otros, te viene y sólo de trabajar con el pájaro quetzal a la espaldita…”
Podría darles alguno de los cien nombres de sus libros, de sus novelas que después fueron películas, series de televisión, romances de ciego, incluso. La ciudad y lo perros, La tía Julia y el escribidor, que yo me lleve a Bolivia cuando fui a la Paz por primera vez. La ciudad y los perros, asombrosa,Pantaleón y las visitadoras, y de las últimas, esa Fiesta del chivo, de la que hablé tanto con la Rosellinni, que tanto recordaba, sobre todo a don Mario… en fin.
El seductor, seducido. Se nos queda a vivir, parece ser, en Nueva York, donde la gente se pregunta si lo ve paseando por el Central Park, acudiendo a ese restaurante entre cristales, en el que yo vi un día como pasaba corriendo, junto a su amante española, Greta Garbo:
-¿Quién esa esa bella mujer que mira a los ojos a Vargas Llosa?
Igual se nos casan en cuanto les dejen hacerlo.