... La “gripe española”, en realidad nunca fue tal, pues había sido exportada desde los Estados Unidos y llegó a España vía Francia durante la I Guerra Mundial. Causó decenas de millones de muertos en Europa y los EEUU, pero apenas unas cuantas decenas de miles en España. La censura de los medios de comunicación en las naciones en guerra dejó a los medios españoles como los únicos que informaban sin censura sobre la gripe y por esa razón parece que solo se sufría en nuestro país. Un periodista norteamericano en una crónica desde España se “inventó” el término, que nada tenía que ver con la realidad. Curiosamente, el periódico para el que trabajaba nunca mencionó la enfermedad que sufrían muchos de sus soldados y conciudadanos. Es de destacar que es el único caso en la Historia de una pandemia con gentilicio nacional siendo además falso. Sin embargo, es sorprendente nuestra ingenuidad a la hora de aceptar acríticamente esa denominación.
Esa actitud, un tanto inexplicable, nos acompaña desde hace siglos, cuando nos creímos, y desgraciadamente nos seguimos creyendo, la “falsa” leyenda inventada por otros países, enemigos tradicionales del Imperio Español, para acabar con el lugar preeminente que tuvo España durante más de dos siglos en el contexto internacional y de paso ocultar sus propias vergüenzas. Lo extraño, y casi inexplicable en términos racionales, es que esa ingenuidad se haya consolidado estando hoy en día más viva que nunca. Seguimos creyendo, sin hacernos preguntas, la historia contada por otros, por los que utilizaron en el siglo XVI las falsas noticias para debilitar al Imperio Español, ya que no podían por otros medios políticos o militares.
Seguimos pensando con ingenuidad que los historiadores, hispanistas se llaman, británicos, norteamericanos o franceses, han relatado la historia de España con objetividad, sin intereses de parte. Somos un caso único en Europa, otras naciones cuentan nuestra Historia. No obstante, la razón sea que la de España en los siglos de oro, XVI y XVII y parte del XVIII sea la más grande jamás contada, con las epopeyas más impresionantes y de ello deriva ese género de “hispanistas” extranjeros.
Somos ingenuos cuando aceptamos, sin discusión, que nos tachen injustamente de genocidas precisamente por los países autores de los mayores genocidios silenciados, sin embargo, por la Historia naturalmente contada por ellos. Los que acabaron con el 95% de indígenas en Canadá, con el 90% de aborígenes en Australia o casi el 100% en Tasmania, con un porcentaje muy elevado en el Congo Belga. Los que casi acaban con los indígenas del norte de América y se atreven a derrumbar estatuas de Colón o de Fray Junípero Serra, gran defensor de los indios.
Solamente hay que echar un vistazo etnodemográfico para ver qué sucede al Sur del Río Grande en lo que fue la América española y al Norte en lo que es la América anglosajona para comprobar dónde se respetó a los indígenas. En los virreinatos españoles de América había leyes que respetaban los derechos de los indios convertidos, en España se discutía en las famosas controversias en la Universidad de Salamanca sobre el derecho de conquista y su legitimidad. ¿Qué otro país ha hecho cosa semejante? Carlos I mandó detener la expansión española por unos años hasta tener clara su legitimidad.
Después de la gramática española, la de Nebrija, publicada en el siglo XV, aparecieron otras dos gramáticas en lengua indígena quechua y náhuatl, antes de que se publicaran la primera gramática inglesa o alemana. Sin embargo, seguimos aceptando que se nos insulte con esa acusación de genocidio sin fundamento, y lo que es peor lo hacen actuales indígenas de algunos países o descendientes del mestizaje, característica única en la historia de las civilizaciones, que solo ocurrió en Hispano-América. El 80% de la población de las naciones independizadas de España en América es nativa o mestiza. En los EEUU y Canadá sólo se acerca al 8%.
Somos ingenuos cuando nos despreciamos, minusvalorando nuestros propios éxitos, tanto pasados como recientes. Ningún otro país que hubiera multiplicado por siete, un 700%, casi un 20% anual, su renta per cápita desde 1978 a 2017, o reducido su tasa de inflación en un 90% en ese mismo periodo dejaría de mostrarse orgulloso por ello. Hemos construido un Estado de bienestar que (aunque sea susceptible de mejora) funciona y es generoso, quizá demasiado en términos comparativos. Ello nos cuesta dedicar a pensiones y al subsidio por desempleo el 30% del gasto público total (que supuso el 42,6% del PIB en el año 2016, mientras que en 1978 era solo el 25%).
Somos ingenuos cuando asumimos con resignación que se cuestione nuestro marco legal cuando tenemos una de las Constituciones más protectoras de los derechos humanos y una de las pocas que reconoce expresamente (art. 10.2) la Declaración Universal de Derechos Humanos o a la Convención Europea como baremo interpretativo. Como prueba de lo injusto del cuestionamiento citado, en el año 2017 España sólo recibió 6 condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos frente a las 10 de la “ejemplar” Suiza, 12 de Francia, 16 de Alemania o 31 de Italia.
Somos ingenuos si cuestionamos la legitimidad de nuestra Constitución por haber sido aprobada por una generación ya entrada en canas. Como decía Gustavo Bueno, una cosa es el pueblo (conjunto de ciudadanos que viven sobre un territorio en un momento dado) y otra la nación, que incluiría no solo a los vivos, sino a los antepasados de estos y a los próximos ciudadanos por venir. El pasado, el presente y el futuro es la nación. Por eso es tan importante la Historia sin manipulación. Hace 25 siglos en Roma se llamaba a la nación la terra patria, la tierra de nuestros padres, de ahí viene el concepto de Patria, que es un sentimiento y por tanto intangible.
Es por ello que los vivos de una nación deben actuar no solo en interés propio (siempre coyuntural) sino con respeto a la herencia de sus antepasados (gracias a los cuales están aquí) y con responsabilidad parar garantizar el futuro de las próximas generaciones (dejarles una nación mejor donde vivir). Pues bien, la generación que votó la Constitución no se dejó llevar por la tentación del “tempus fugit” sino que supo alumbrar un texto que tuviera vocación de servir “in omnes tempus”. Hasta el punto de que quienes por edad no estuvimos llamados a votarla podemos sentirnos representados por los que lo hicieron. Como todo cuerpo doctrinal deber estar “vivo” y por ello adaptarse a las necesidades de la nación. Quizá en ese camino nos hemos ido alejando del propósito inicial y a base de estiramientos y deformaciones, en algunos aspectos no ha servido para garantizar ese futuro de nuestra “nación”.
Seamos realistas ingeniosos y no idealistas ingenuos
Luis Feliu Bernárdez
Academia de las Ciencias y las Artes Militares