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Verano 1980 de la Monarquía española

En 1980, Don Juan Carlos I y Doña Sofía en la inauguración de los cursos de verano de la UIMP. Manuel Pastor, detrás del Rey. (Foto: El Diario Montañés).
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En 1980, Don Juan Carlos I y Doña Sofía en la inauguración de los cursos de verano de la UIMP. Manuel Pastor, detrás del Rey. (Foto: El Diario Montañés).

LA CRÍTICA, 20 AGOSTO 2020

Por Manuel Pastor Martínez
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Cuando me preguntan si prefiero la Monarquía o la República siempre respondo que depende en dónde. Repetidamente me he declarado monárquico en España y al mismo tiempo republicano en EEUU. (...)

... Cada país debe asumir su historia y las instituciones que le han dado grandeza. En España resulta difícil identificarse con las dos caóticas experiencias republicanas (en 1873 y en 1931-36) que terminaron en sendas guerras civiles. En EEUU es lógico admirar el gran experimento republicano, constitucional-federal y democrático-liberal iniciado en 1776, consolidado un siglo después tras una cruenta Guerra Civil y una dura Reconstrucción con la victoria y gobierno del bando anti-esclavista y constitucional. Asimismo es natural admirar al partido político defensor de la Unión y la Libertad, también denominado Republicano (desde Abraham Lincoln hasta Donald Trump) frente al largo historial racista o segregacionista, anti-federal y demagógico-radical del partido Demócrata.

Sobre la Monarquía se han postulado falsos dilemas, como el atribuido a don Enrique Tierno Galván (si era la “salida” más bien que la “solución” a la dictadura de Franco). La izquierdas mayoritarias del PSP tiernista, del PSOE felipista y del PCE carrillista se declaraban no monárquicas, pero “juancarlistas”. Sobre la falacia, por su simplismo, de un referéndum sobre la Monarquía Luis María Ansón ha escrito múltiples y pertinentes artículos (el último que recuerde en El Mundo el pasado 15 de julio de 2020), ya que las repúblicas pueden ser anti-democráticas o dictatoriales (la mayoría lo son), y las monarquías modernas suelen ser democráticas o parlamentarias (especialmente en Europa occidental). Por ejemplo, encuestas como la recién publicada por ABC el 16 de agosto, indican que casi un 57 por ciento de los españoles prefieren la “Monarquía parlamentaria”, frente a solo un 33 por ciento que se inclinan claramente por la República.

No es la Nación, ni el Estado, ni siquiera la Monarquía (pese al Rey Juan Carlos, que originó una crisis dinástica que conllevó su abdicación), quienes han resultado fallidos, sino el sistema democrático (mejor sería llamarlo sistema partitocrático) con su corrupción correspondiente.

Viví personalmente el momento culminante del reinado de Juan Carlos el verano de 1980, antes del infame 23-F de 1981 que marca también el inicio de la corrupción y de otros problemas (desde el “tranquilo, Jordi, tranquilo” e intento frustrado de gobierno del general Armada con la colaboración del PSOE, breve transición del gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, hundimiento final de la UCD y gran victoria electoral del PSOE), punto de inflexión en la Transición, ya que a mi juicio en el otoño del mismo 1980 existen claros indicios de conspiraciones políticas y otros problemas o dificultades coadyuvantes, por culpa principalmente de algunos sectores socialistas y de los nacionalismos periféricos, para una necesitada Consolidación democrática.

Aunque en cierta ocasión, poco después de acceder a la Jefatura del Estado tras la muerte del general Franco, asistí a una audiencia con el Rey Juan Carlos en el Palacio de Oriente (audiencia para profesores españoles y alumnos estadounidenses del Instituto de Estudios Europeos-IES en Madrid), y asimismo en otra ocasión estuve invitado a una recepción en los jardines del Campo del Moro con motivo de la onomástica real (invitación que recibí por ser profesor universitario de la infanta Cristina), mi primer encuentro más directo y personal, aunque modesto, con los Reyes sería en el verano de 1980 en Santander, en el marco de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo (UIMP).

El Presidente Suárez había nombrado a Raúl Morodo rector de la UIMP, quien a su vez me propuso formar parte de la junta directiva de la universidad. Los Reyes de España visitaron el palacio de La Magdalena, sede de la UIMP en la capital cántabra, para inaugurar los cursos de verano 1980, y se me encomendó la responsabilidad con otros colegas de organizar el acto y acompañar a la pareja real en las presentaciones. Durante la recepción tuve el honor, como alto funcionario de la UIMP, de oficiar la presentación al Rey de mi maestro el gran historiador/hispanista Stanley G. Payne, que estaba invitado como primer conferenciante del verano.

Tras aquel verano de 1980 los más perspicaces pudieron apreciar el deterioro progresivo y la decadencia de la imagen pública del Rey, en una fatídica “senda de elefantes “: del “elefante Blanco” en el 23-F de 1981 al “elefante Botswaniano” en abril de 2012, con la consiguiente abdicación en 2014.

Invito a una última reflexión sobre un problema apenas tratado o debatido: el de distinguir entre Monarquía (lo sustantivo, institucional) y Dinastía (lo adjetivo, personal). Las dinastías pueden fallar, agotarse o degenerar, pero ello no debe afectar necesariamente a la institución histórica y transpersonal de la Monarquía. El Conde de Floridablanca y el Marqués de Astorga, respectivamente, ostentaron con gran dignidad la Jefatura del Estado, por ausencia de los Borbones, presidiendo en 1808-1810 la Junta Central soberana frente a la invasión francesa. No es descabellado imaginar que asimismo sus respectivas familias pudieron perfectamente representar nuevas dinastías genuinamente españolas.

Ahora tenemos en Felipe VI, mientras no se demuestre lo contrario, un Rey constitucional modélico, educado, instruido y discreto. La abdicación absolutamente necesaria de Juan Carlos I no debería haber tenido el estrambote innecesario de su “exilio” o como queramos llamarlo. A los que se le haya ocurrido, hay que reprocharles que se han equivocado y han cometido un gran error. En mi opinión el Rey Emérito debería regresar a España en cualquier momento, lo antes posible, y dejar con un palmo o dos de narices a las turbas anti-monárquicas izquierdistas y separatistas.

Mis admirados amigos los Marqueses de Astorga (y entonces también Condes de Cabra, título que hoy han cedido a su hijo y esposa) me contaron la anécdota: Unos jeques árabes visitaron su residencia en Madrid donde poseen una curiosa pintura, presuntamente el único retrato contemporáneo del rey nazarí Boabdil con una cadena al cuello, detalle simbólico de su apresamiento por el tercer Conde de Cabra durante el asedio de Granada por los Reyes Católicos. Los visitantes insinuaron a los Marqueses, ante la estupefacción de éstos, la conveniencia de borrar el detalle de la cadena en el cuadro, por considerarlo ofensivo. Sería irónico que el Rey Emérito de España terminara ahora “apresado” en una jaula de oro en algún emirato de los jeques árabes.

Mirando hacia atrás sin ira, cuarenta años después del verano de 1980, es pertinente preguntarse qué hicieron mal el Rey Juan Carlos, sus amigos y consejeros aúlicos, con el concurso de los partidos políticos, para dilapidar el prestigio de un brillante y ejemplar capítulo de nuestra historia como fue sin duda el de la Transición del autoritarismo a la democracia entre 1975-1980. Persisten muchas incógnitas que dejamos para futuros historiadores. Por ejemplo, un dato poco investigado que me ha rondado en la memoria, mencionado por L. M. Ansón y recogido por Abel Hernández en su libro Suárez y el Rey (2009): el propio don Juan, Conde de Barcelona, recomendó al Rey y al PSOE un misterioso dictamen del catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional don Carlos Ollero (director de mi departamento en la UCM, e invitado también el verano de 1980 en la UIMP), sobre la plausibilidad de una “Operación De Gaulle” en la que se inspiraría el malhadado 23-F.

Manuel Pastor Martínez

Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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