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Santa Mónica: una madre importante

Ángel apareciéndose a Santa Mónica (1714), por Pietro Maggi. (Wikipedia)
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Ángel apareciéndose a Santa Mónica (1714), por Pietro Maggi. (Wikipedia)

LA CRÍTICA, 28 JULIO 2020

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La iglesia ha canonizado a Mónica, en la que honra a las madres y esposas cristianas, no sólo por su vida de Fe y oración, sino también por la conversión del pagano Patricio, su marido, unas veces dulce, tierno y cariñoso y otras brutal, colérico e infiel; y, en mayor medida, por otra conversión: la de su hijo Agustín, una de las inteligencias más preclaras de la humanidad, pecador herético y converso, que alcanzó tan eminente santidad y sabiduría doctrinal que es Padre de la Iglesia. (...)

... Lo que conocemos de Mónica se lo debemos a su hijo Agustín, que en sus escritos, principalmente en las Confesiones y en los Diálogos, hace una emocionada pero objetiva descripción de su madre. ”San Agustín no hubiera sido lo que fue sin esta mujer que ‘tenía un corazón excepcionalmente bueno”, a lo que le añadió un obispo al que consultó: “No es posible que se pierda un hijo de tantas lágrimas”. (Carlos Pujol, LA CASA DE LOS SANTOS, Ediciones RIALP, 2ª edición, 1989, p.290).

La futura santa Mónica, nació en Tagaste, la actual Souk-Ahrás argelina, de una familia bien situada social y económicamente, de profunda Fe cristiana, que se mantuvo fiel durante el avasallador cisma donatista (el donatismo nació en Argelia de Donato, obispo de Cartago , como reacción al relajamiento de costumbres, pero se pasó en su rigor, impidiendo, por ejemplo, a los sacerdotes que no llevaran una vida absolutamente intachable, administrar los sacramentos y que ni siquiera pudieran decir Misa). Mónica tuvo la gran suerte que una de las antiguas criadas de la casa, que había servido desde que su padre era un niño, la educó como si fuera su madre y la previno de todo lo que la pudiera apartar de Dios.

A lo largo de su vida Mónica tuvo tres motivos de grandes sufrimientos, que llevó con tanto amor y paciencia que acrecentaron su vida interior y contribuyeron a su unión con Dios.

A Mónica la casaron a los 20 años con Patricio. Entonces la mujer no contaba en la elección del esposo ni en la organización de su boda. Patricio, empleado municipal, a veces tierno y cariñoso y otras violento y brutal, no obstante, ante la sorpresa de sus amistades, dado ese temperamento colérico y las costumbres de la época, jamás la golpeó. El amor y la dulzura que le demostraba continuamente Mónica debieron hacer imposible que la golpeara. Según su hijo, san Agustín, su padre era, “sumamente cariñoso y, a la vez, extremadamente colérico”.

Quizás, hoy, se considerara el comportamiento de Mónica, que ni siquiera echó en cara a su marido sus continuas infidelidades, como apocado y equivocado, pero, lo cierto es que el cariño constante, el testimonio y las palabras de Mónica, fueron el medio por el que Patricio se convirtiera y se bautizara, comportándose desde entonces como un auténtico cristiano, “no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel” (San Agustín, Confesiones 9, 9,20).

Mónica tuvo tres hijos. Posiblemente el primogénito fuera Agustín. Después a Navigio, que vivió con ella la mayor parte de su vida, hasta que se casó. Y una hija que enviudó muy pronto y fue abadesa de un monasterio.

Mónica, al casarse, gozó de mayor libertad que como hija, por cuanto los romanos reconocieron, por influjo del cristianismo, una mayor dignidad de la mujer, al punto que la administración de la casa la llevaba ella, la educación de los hijos, las compras, las tareas asignadas a los criados y en general la marcha de la familia y la formación de un ambiente de hogar, dependió, sobre todo, de ella.

El segundo motivo de sufrimiento, lo causó la madre de Patricio, mujer suspicaz, a la que alentaban en sus pensamientos torcidos y sospechas las criadas, contándole, cuentos e invenciones contra Mónica. Pero el tiempo jugaba a favor de Mónica y de su comportamiento intachable. La suegra, se convenció de la falsedad completa de aquellos infundios y tras castigar severamente a las criadas, se unió cada vez más a su nuera que no la defraudó.

“La misma grandeza de ánimo mostró en sus relaciones con amigas y conocidas, de quienes se convirtió en paño de lágrimas. Nunca se permitió comentario alguno que fuera en descrédito del prójimo, y mucho menos de su marido; ese mismo proceder aconsejó a sus amigas. Las exhortaba a ser tolerantes con sus esposos y no airear las faltas de los ausentes. Aborrecía el comadreo y se esforzaba por limar aristas y conciliar los ánimos encontrados. Nunca contaba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para su reconciliación” (San Agustín, Confesiones 9, 9, 21). (Javier Guerra, O.A.R., Prior General, NUEVO AÑO CRISTIANO -Director, José A. Martínez Puche-, Tomo 8, Ed. EDIBESA, 2001, p. 628).

El tercer motivo de sufrimiento, que como los dos anteriores terminó en gozo y alegría, fue su hijo Agustín, al que, al nacer, llevó a la Iglesia y le inscribió entre los catecúmenos, si bien no le bautizó, porque entonces este sacramento se retrasaba hasta la mayoría de edad. Le proporcionó, de acuerdo con su marido, la mejor de las educaciones posibles, e incluso, cuando Patricio falleció y la economía familiar se resintió, continuó, no obstante, con aquella educación tan esmerada como costosa. Más aún, al enterarse Mónica, con íntimo dolor, de las desviaciones heréticas y extravíos morales de su hijo, sacrificó, en alguna medida, el espíritu por el éxito en esos estudios, ya que pensaba que le serían “de no poca ayuda para alcanzarte a Ti (Dios)” (San Agustín, Confesiones, 2, 4, 8).

En efecto, Agustín profesó en la secta de los maniqueos que atacaban a la Iglesia y en consecuencia, a las creencias más profundas de su madre. Pero, desilusionado de la doctrina maniquea, marchó a Cartago, donde le siguió su madre, y se inició en las enseñanzas de los escépticos, que tampoco satisficieron sus ansias de verdad, por lo que engañó a su madre y a escondidas embarcó a Roma. Su madre, a pesar de su dolor, sabiendo que era la única persona que frenaba las desviaciones doctrinales y morales de su hijo, embarcó igualmente y le encontró en Roma. Agustín había abandonado el escepticismo, porque allí tampoco encontraba la verdad que buscaba y asistía a las meditaciones de san Ambrosio. Ello alegró enormemente a su madre, con razón, dado que un día su hijo le comunicó su conversión al cristianismo.

Tras el correspondiente catecumenado, finalmente, la noche de Pascua, con una alegría indescriptible, Mónica asistió al Bautismo de su hijo, junto con el de su nieto Adeodato y el del amigo de toda la vida de su hijo, Alipio.

Pocas semanas después se encontraban los cuatro en Ostia para embarcar hacia África, pero Mónica sintió cercana su muerte. “Hijo mío, nada me atrae ya en esta vida ….. Una cosa deseaba, verte cristiano antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, puesto que, te veo siervo suyo. ¿Qué hago yo ya aquí?” (San Agustín, Confesiones 9,10,26), y “a los nueve días de su enfermedad, a los 56 años de su edad y 33 de la mía, fue liberada del cuerpo aquella alma religiosa y pía” (San Agustín, Confesiones, 9,11,28). “Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado, sólo os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor…. Nada hay lejos para Dios ni hay que temer que ignore al fin del mundo donde estoy para resucitarme” (San Agustín, Confesiones, 9, 11,27-28). Su hijo, la enterró, allí mismo, en Ostia.

Entre los mejores biógrafos de la vida de santa Mónica se encuentra, sin duda, el hagiógrafo ya citado, Javier Guerra: “Por su vida personal, por su influjo en la vida de san Agustín… Santa Mónica merece un puesto de honor en el santoral cristiano. Su determinación, su entereza de ánimo, su inteligencia, su amor materno y su fidelidad a la Iglesia resultaron decisivas en la conversión religiosa de su hijo, uno de los mayores padres de la Iglesia y figura cimera de la cultura occidental. Y esa actitud la convierte en modelo perenne de esposas y madres cristianas. La Iglesia, al honrar su memoria, satisface en cierto modo la inmensa deuda que tiene contraída con tantas mujeres anónimas, que no sólo han preservado la fe de sus hijos, sino que los han conducido al servicio de la Iglesia y de la sociedad.” (Javier Guerra, O.A.R. Prior General, NUEVO AÑO CRISTIANO –Director, José A. Martínez Puche-, Tomo 8, Ed. EDIBESA, 2001, p.630).

Santa Mónica está declarada Patrona de Madres y Esposas. Modelo de las madres cristianas. ​Anteriormente venerada en la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa el 4 de mayo, en la actualidad lo es el 27 de agosto.

Pilar Riestra
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