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Una de las mañanas, vino a sentarse a mi lado una muchacha en la que apenas reparé al principio, absorto en mis cosas del móvil y eso. Aunque algo la hacía distinta. ¿Por qué brotan enseguida las suposiciones? Por ejemplo, que se había subido en Pacífico o Menéndez Pelayo, y no viviría lejos de mi apartamento, por el Planetario. Su perfume, inconfundible, como recién salida de la ducha —también soy apasionado de la higiene—, y su vestir. De oscuro, bajo el abrigo corto; aún era marzo, ese tiempo indeciso entre estaciones. Como el metro, entre estaciones blancas y azules, dejando en nuestros ojos deslumbres de la publicidad. Los vinilos de la Estación del Arte. Se apeó en una de las paradas, me olvidé y seguí a lo mío.
Hasta que volvió a repetirse el ritual. Se subió en Menéndez Pelayo y permaneció de pie cerca de mí, no había asientos libres. Le ofrecí el mío, pero rehusó con una sonrisa que me magnetizó. Llevaba el perfume de la primera vez. Como iba en sus cosas, pude observarla a conciencia. Media melena luminosa cuando la sacudía con gracia. Bajo el abrigo oscuro, jersey de cuello alto y malla de licra ajustada. Realmente bonita. Volvió a bajarse en la estación amarilla y continué pasando pantallas, aunque seguía impresionado mucho después de que se hubiera perdido en la boca de salida.
Yo ya esperaba su luz en Menéndez Pelayo cada mañana, antes de amanecer. Una obsesión. Y cuando no aparecía, duraba la decepción hasta la noche. ¿Qué me pasaba? ¿Me estaba enamorando de un azar? Luchaba por apartarla, pero su presencia se me imponía irremediablemente. Además dejaron de interesarme las otras, más reales y cercanas. ¿Qué locura era aquella? Y cuanto más tardaba en verla, más desesperadamente la ansiaba. Quizá a ella le ocurría lo mismo, porque también me buscaba. Eso me parecía, pues esperaba en el andén, subía al mismo vagón y se dirigía al mismo sitio. Cerca. Era, para mí, «la muchacha de oscuro». Su perfume me invadió. Se me hizo tan presente y dominador que un día entré en la perfumería del barrio y volví loca a la dependienta, pidiéndole algo exclusivo para mi novia —le conté una historia—. Y como era la tarde propicia y no había clientela, sembró de frascos el mostrador y empezó a encarecer sus virtudes. La Vie est Bell de Lancôme, Daisy Love, de Marc Jacobs, Light Blue, de Dolce & Gabbana, Olypea, de Paco Rabanne. Pero me aturdí y me largué con uno que no se parecía nada al de mi bella de oscuro. Sin embargo, no desistí. Volví otro día y me sacó nuevos recipientes con pulverizador. Y nada. Ya me conocía bien y sonreía nada más verme. Black Opium, Chloe, One, yo qué sé. Hasta que una tarde creí dar al fin con algo parecido al perfume de la desconocida. Ange ou Démon. Cincuenta pavos, la broma. Y la dependienta, que se llamaba Raquel y era también muy bonita, empezó a venderme sus cualidades como si fuera a adquirir el almacén. Le va a gustar a tu novia, me dijo. ¿Es misteriosa? Mezcla la luz y la sombra al acoger la dulzura de la mandarina de Calabria junto a la esencia de tomillo blanco y azafrán, que dejan esa faceta especiada intensa. En sus notas medias reside lo más sensual y dulce; la suavidad del lirio le proporciona ese matiz delicado, y la orquídea maxillaria con un añadido sutil de ylang ylang le da la connotación terrosa que percibes. Cómo hablaba, la niña. Y lo bien que estaba. Yo asentía, alelado. Menuda lección de perfumería y de todo. Presencia, palabra y saber estar. Un encanto. Y la dejé seguir. El perfume se va haciendo más misterioso y profundo. Y entonces se perciben los matices del roble y el palisandro, con los aromas orientales de la vainilla y haba tonka. Y el resultado es esta fragancia llena de contrastes. Notarás enseguida la azucena y el absoluto del palisandro. En los meses frescos y por la noche es pura seducción. Pero ojo, porque persisten sus efluvios y se extienden quizá demasiado. ¿Quería decir que resultaba un poco atosigante? A mí no me lo parecía, desde luego. Era suficiente con que lo llevara mi bella de oscuro para convertirse en un perfume de culto. Lo puse en mi mesilla de noche como si se tratara de un objeto sagrado, y me dormía con aquel aroma de verdad alienante.
Ya digo. Tengo una facultad extraña para los aromas. Los guardo en la memoria y puedo rescatarlos veinte años después. El de mi madre y todas las muchachas a las que amé, incluso en el pensamiento. También la tengo para el dibujo, y me propuse fijar su imagen en la soledad del despacho. Porque había entregado mi tiempo a ella y ya no me importaban los expedientes acumulados. Horas enteras tratando de fijar la única imagen que me importaba. Bella de oscuro. Así titulé el bloc. Con su malla negra. Y desnuda. Porque nada encuentro más bello que el cuerpo de una muchacha desnuda. Pero ninguna de las imágenes se acercaba siquiera a la realidad. Escribí incluso poemas, que abandoné enseguida por la fotografía. A traición. Uno de los días, mientras caminaba hacia la salida, enmarcada en el fondo amarillo, disparé varias veces, ignorando a los que iban a mi lado. Y me dirigí más contento que unas pascuas a mi reino de Chamberí, con la intención de adorar su imagen en la soledad del despacho. Pero la decepción fue inmediata y dio paso a la perplejidad. Estaba la estación, el andén, la gente, pero faltaba ella. Como si su imagen fuera el reflejo de una realidad que yo sin duda había visto pero la técnica se negaba a registrar.
Luego vino lo del coronavirus y el confinamiento sin fin. Aunque a mí, dada mi ocupación, se me permitía abrir el despacho. Pronto crecieron las alarmas cuando atestaban los contagiados los hospitales y se amontonaban en los pasillos las bolsas y los ataúdes. Era el ángel exterminador, como en la Florencia de Boccaccio, y me quedé solo en trenes y estaciones fantasmas, con guantes y mascarilla. Y el ansia de verla más que el afán de sacar adelante el despacho. Me había especializado en divorcios y los primeros días del contagio fue tal la demanda que hasta pensé en habilitar una furgoneta en la vía pública. No volví a verla. ¿Tendría que esperar a que la vida se restableciera? ¿Seríamos capaces de salir de aquella maldición? Me di cuenta de que medimos el amor por el miedo. Tanto se ama cuanto se teme, Pin, me dije —aquel Felipín de la infancia—. Es el miedo de perder la verdadera medida del amor. ¿Sobreviviría al asqueroso virus mi bella de oscuro?
Fue entonces cuando tomé conciencia de que estaba solo en un mundo sin seres, y penetraba en un sueño por túneles y estaciones vacías, tan familiares una semana atrás. Largos andenes solitarios. Paredes blancas, azules, rosadas, tan pulcras. La publicidad, escueta. «Tenemos un huevo que aprender». Y alguien había puesto debajo, «Feliz aquele que transfere o que sabe e aprende o que ensina». Ingenioso y atinado. No sé. Feliz quien enseña lo que sabe y aprende lo que enseña. Hasta que la vi subir, también con guantes y mascarilla. Y desde la distancia nuestros ojos se buscaron y se quedaron reposando uno en el otro. El mal era cómplice en el silencio. O enemigo. Eran limpios y claros sus ojos. Brillantes. Quizá de las lágrimas. ¿Por qué lloraba? Adónde iba a exponerse, mi bella. A jugar con la vida. Porque vivíamos en la balanza y se podía inclinar a un lado o a otro en un momento. Volvió a bajar en su estación amarilla, ignorándome.
Uno de aquellos días la seguí de lejos. Sí, descendí en Iglesia y caminé detrás, entre dos luces. El cambio de la hora nos hacía regresar de nuevo a la noche. Y no había guardias en la soledad. Entonces vi como las ratas salían de las alcantarillas, espiaban con ojillos vigilantes y se adueñaban de la calzada sin tráfico, de las aceras, de los alcorques abandonados de los árboles. Dejó atrás la glorieta y siguió hasta el cruce, y luego torció a la izquierda, hasta la plaza de Olavide. Más poblada de fronda que otras veces, y un poco tenebrosa. De pronto se detuvo y me sorprendió. Estábamos muy cerca y me miraba con inocencia, interrogándome. ¿Por qué me sigues? Porque te amo, le dije, sin abrir la boca. Y lo entendió, que es lo más sorprendente. Y no solo eso, sino que se acercó más y me susurró, también yo te amo. Se lo oí, aunque no despegó los labios. ¿Se puede amar desde el silencio?
Ni sé cómo no nos sorprendió la vigilancia nocturna. Porque seguía siendo de noche. Resulta que vivía en la calle de Téllez y quedamos alguna tarde en el paraíso tropical de Atocha. Alimentando amor de espaldas a los vigías. Me confesó que era madrileña, viuda, qué sorpresa, tan joven y angelical, y se llamaba Blanca. Le hablé de mi ocupación y mis gustos. Una bobada. Rossini, Offenbach, esas cosas. Y la montaña. También a ella le gustaba la naturaleza y la música; Mozart, dijo. Y Bach. Se había enamorado de mí a lo tonto, como yo de ella. Esas cosas ocurren, no vaya a creerse. Pero yo no solo me había enamorado, era esclavo suyo. Dijo que se había casado hechizada y que luego había conocido el desamor y el maltrato. Un infierno. Tenía miedo, dijo, y no quería volver a enamorarse.
Estuve el fin de semana escuchando su música y mirando la calle vacía, el parterre de un jardincillo donde venían a picotear los pájaros. Y el viernes siguiente dormimos juntos en aquella soledad aterradora que nos unía más. En mi apartamento del Planetario. Cerca, quiero decir. Recorrí su cuerpo desnudo, mientras dormía, y descubrí un tatuaje oculto tras el lóbulo de su oreja. Un rostro de mujer, adornado de rosas. ¿Qué significaba? Lo besé. Por la mañana le pedí que se quedara, y no quiso. Volveríamos a vernos, al azar, y alguna vez a dormir. Sonrió. Y se fue. Y al partir, le regalé el frasquito de perfume, Ange ou Démon. Sonrió, enigmática; sorprendida de mi acierto. Y lo guardó en el bolso. A lo mejor estaba bien así, un amor sostenido en el azar, sin compromiso. En la incertidumbre de que quizá mañana podíamos ser nosotros uno de los ausentes. Y la necesitaba más.
Pero pasaban los días y no volví a verla. Cogí el metro a distintas horas, caminé por las calles que iban a la glorieta de Sorolla —su domicilio preciso nunca llegó a confiármelo—, y no la volví a ver. ¿Se habría confinado en un mundo inalcanzable? Me deprimí mucho. Y me cambió el carácter. Ahora solo escuchaba lo más conmovedor de Mozart y Bach, y perdí el interés por todo. Pero no desistí de verla. Volví a la glorieta donde nos besamos y me detuve peligrosamente bajo los árboles. Unos de aquellos días, en la oscuridad, observé como sacaban bolsas para un furgón sin identificación. Santo cielo, si era Florencia bajo la peste. Iban de noche a recoger los cadáveres. ¿Es que ya no había ataúdes para tantos muertos? Muertos en el anonimato, solos, y sacados por la puerta de atrás de una residencia. Y hasta mí, de pronto, aquel perfume inconfundible. Ange ou Démon. Era Blanca, seguramente sanitaria o cuidadora de la residencia. Me descubrió, pero sin decir una palabra se metió adentro. En una boca oscura. Ya no la vi en el metro. Pasaron los días sin saber qué hacer, y una tarde llegué hasta la puerta y me atreví a picar. Ni siquiera llamé al timbre. Alguien se movió al otro lado y pregunté por Blanca. «La doctora, me dijeron, ha muerto».
Me fui angustiado y estuve varios días sin salir de casa. Y cuando volví a Chamberí, Illán me dijo en tono confidencial que había venido a preguntar por mí una muchacha —la dibujó con las manos— de más que buen ver. Aún seguía aturdido, mientras apuraba el whisky que me había puesto, sin hielo. Me estaba dando a la bebida y tenía los expedientes más que abandonados.
Luego, cuando se fue el recuerdo de los malos tiempos para dejar paso a las ganas de vivir —vivir, vivir y disfrutar, no se hablaba de otra cosa—, me invitaron a una recepción importante y me quedé paralizado al verla. «¿No eres Blanca?», le pregunté. Y ella, sin la menor alteración de su bellísimo rostro, me dijo, «¿Nos conocemos, amigo?» Noté como se me arrugaba la piel y se me metían las cejas en la frente. Creo que balbuceé, «Del metro, de la glorieta de Olavide». Y después añadí, «De haber pasado la noche juntos y de conocer en el alma los secretos de tu cuerpo». Alguna bobada así, que se me ocurrió. Entonces ella estalló en una carcajada que nadie más pareció oír, y dijo «Nunca he estado allí».
Fue un acto impulsivo; eché mano a su bolso y le arrebaté el frasco de perfume. Era el mismo, lo conocía bien. «Esto, le dije, te lo regalé yo». Me lo quitó. Y al volverse, vi el tatuaje tras el lóbulo de su oreja. Pero ahora la imagen coronada de rosas era un símbolo horrendo. Y se perdió entre los asistentes con la copa en la mano, riendo.
Al día siguiente, al llegar a Chamberí, me dijo Illán que había vuelto la belleza de la otra vez y había dejado algo para mí. Lo cogí, aterrado, y en el despacho, al abrir el envoltorio, descubrí mi frasco de perfume intacto. El vidrio maldito y lo que evocaba.
Ange ou Démon. Un ángel la había creído, pero era el demonio que me anunciaba el fin, porque el test que me acababan de hacer daba positivo, con una carga muy alta de virus, y ya me esperaba la ambulancia abajo. Diría que, en la camilla, me daba ella la mano, ahora otra vez amante. Para que no muriera solo.