Soy de los que suele cumplir la recomendación de Tráfico de descansar tras dos horas de conducción. Hoy, víspera del Toro de la Vega, por primera vez en mucho tiempo he rechazado hacerlo en Tordesillas. Lo siento por Valderrey, Avenida, Alquira y otros muchos restaurantes y bares en los que solía tomar un refrigerio en mis viajes entre Madrid y el Bierzo.
También lo siento por mis amigos a los que de vez en cuando agasajaba con los polvorones y las palmeritas de la pastelería Galicia. En esta ocasión tendremos que compartir un verdejo de Rueda pues fue allí donde hice el descanso. Un hedor mezcla de manipulación y crueldad me impidió entrar en la Nobilísima Villa y opté por la circunvalación.
Como todos los años por estas fechas me siento asqueado por la polémica entre los defensores del tradicional Toro de la Vega -sean tordesillanos o de otras latitudes- que se ponen de uñas y son capaces de utilizarlas ante cualquier injerencia y los detractores del evento -casi todos de otras latitudes y principalmente integrantes del Partido Animalista- que montan el pollo insultando y a veces agrediendo a los participantes para impedir el festejo. Esto hace que se convierta el acontecimiento en noticia de trascendencia y dimensión internacionales no tanto por el espectáculo en sí como por los follones de año tras año.
Esgrimen los primeros que se trata de un torneo tradicional que se pierde en la noche de los tiempos declarado de interés turístico y con un minucioso reglamento aprobado, en el que se dan normas precisas para evitar el maltrato animal y en el que, como consecuencia de los lances con los caballistas, la mayoría de las veces el toro muere lanceado. Argumentan que de todos los festejos cruentos que hay de toros por el Mundo, es en Tordesillas donde se da oportunidad al astado de usar su bravura compitiendo en campo abierto con los lanceros que tienen, entre otras obligaciones, como si de las leyes de los torneos medievales se tratara, de no acosarlo en grupo, ni lancearlo más de tres veces en total ni por supuesto herirlo si está huyendo.
Argumentan los segundos, casi siempre sensibles al sufrimiento de cualquier bicho viviente que no sea bípedo, que todo ello es una salvajada impropia de los tiempos actuales, que se hace sufrir injustamente al animal mucho más de lo que podía sufrir en un matadero y que la autentica razón de ser es el disfrute de los desalmados jinetes y espectadores con el sufrimiento y muerte de la res.
No quiero avivar la polémica, no sé si estos tienen razón en lo del grado de sufrimiento, mis conocimientos no dan para tanto, no sé si un toro sufre más en una muerte por acoso en el campo que estresado, prisionero y encajonado esperando, en el mejor de los casos, una descarga eléctrica. En ambos casos es una muerte.
Pero no piensen ustedes que no les doy la razón a todos aquellos que luchan –de manera legal por supuesto- por evitar el sufrimiento animal. La tienen toda, primero porque el maltrato animal es un comportamiento perseguido en nuestro ordenamiento jurídico y lo segundo porque evitar ese sufrimiento es lo que nos diferencia de esos mismos animales; estos no parecen sentir el más mínimo dolor por el que ellos causan cuando matan para sobrevivir (o tal vez más allá de la supervivencia, pues a veces matan infinitamente más de lo que pueden consumir o matan simplemente como si de un juego se tratara). La mayoría de nosotros sí sentimos. Todavía recuerdo con escalofríos mi participación activa de niño con la más absoluta indiferencia en la matanza del cerdo. Hoy los tiempos han cambiado o al menos he cambiado yo. Hoy sería incapaz. Ahora mismo tengo mi huerto de tomates lleno de malas hierbas y aunque no llegan a ser animales –ríanse si quieren– me da pena arrancar a esas pobrecitas. Me imagino que puedan llegar a sentir algo, cosa de lo que no estoy totalmente seguro.
Me recuerda esta polémica del Toro de la Vega a otra que tuvo su apogeo a mediados de los pasados noventa y que, salvando las distancias de tradición, antigüedad, asistentes, calado popular, etc., guarda algunas similitudes con ésta , pues en ambas se trataba de una tradición popular, en las dos se acusaba abierta pero no suficientemente fundada de maltrato animal y en ambos casos fueron grupos politizados los que armaron alborotos. Me refiero a la fiesta del salto de la cabra de Manganeses de la Polvorosa, poquito más allá del límite de la provincia de León. Como usted probablemente recordará los quintos del pueblo, siguiendo una tradición muy antigua y coincidiendo con las fiestas de San Vicente, tiraban desde el campanario una cabra que aterrizaba casi siempre sin daño alguno en una gigantesca lona sujetada por buena parte de los jóvenes del pueblo. Cuando aquellos grupos de defensa de los animales se enteraron armaron la marimorena con manifestaciones año tras año además de prensa, radio, televisión, etc. Tanto que finalmente el Alcalde decidió prohibirlas para no ver a sus convecinos en el candelero como seres sin civilizar. Contribuyó a la supresión el acuerdo picaresco de los mozos del pueblo con alguna de estas organizaciones que indultaba a la cabra –al menos al principio– comprándosela a la peña y aportando a los quintos para las celebraciones lo que hoy no serían ni 100 €. Desde entonces, la fiesta se celebra igualmente pero lo que se tira desde el campanario es un peluche y la cabra se pasea por el pueblo como un personaje más de la fiesta.
Y digo yo… si los habitantes de Manganeses con la fama de testarudos que les atribuye el filandón o mejor dicho la maledicencia popular –me refiero a lo de la “viga atravesada” que otro día contaré– pudieron ser convencidos para adaptar esa tradición a los tiempos actuales y que no hiriese susceptibilidades, ¿no podrían los tordesillanos –dado que lo llaman “torneo”–adaptar el reglamento del Toro de la Vega para que no permitiese la muerte intencionada y de esta manera parecerse algo a las Leyes del Torneo de épocas medievales? ¿Tan difícil es sustituir la hoja de muerte de la lanza, por ejemplo, por una orla, flor, divisa o por un tampón de pintura de color distinto para cada caballista y que éste, como en un “acoso y derribo” acuchille una diana o marca previamente dibujada en el animal? Luego solo sería necesario que un árbitro o jurado nombrase al ganador más certero. Se perdería parte de la tradición pero por otra parte Tordesillas ganaría el aprecio de una parte de la población que se lo ha dejado de tener.
Si no es así, es muy posible que tanto revuelo haga que la norma venga impuesta pero en plan de prohibición desde Europa y entonces sí que habrán perdido el torneo pero para siempre porque parodiando el dicho: “Bruselas locuta, causa finita est”.
O peor aún, salvo en mediados de septiembre, todo este ruido puede hacer que una buena parte de los turistas tan necesarios para la villa decidan no entrar y seguir por la circunvalación.