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Doble vida

Doble vida

4 DICIEMBRE 2017

Por Juan M. Martínez Valdueza
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Dedicado a mi amigo Leo en su 63 aniversario.

Me dice mi amigo que quizá debería escribir con menos prudencia y más contundencia. Que no es fácil entenderme y que por ello captar la atención ajena y menos seducir resulta difícil y hasta imposible. Que al pan pan y al vino vino y menos metafóricas reflexiones que a veces parecen jeroglíficos lingüísticos. Que menos etéreos dardos que antes de adianar se los lleva el viento, por livianos… Y así un largo rosario de argumentos con más cuentas que un tasbih, que corona con sentencia que me duele por injusta: “¡Adoleces de corrección política!”.

Claro, uno termina por plantearse si acaso mi amigo tendrá razón y si es el caso cuánta razón tendrá, que de otro modo más me habría de parecer yo al talibán que denuncio sin llamarle hideputa ni chorizo ni machista ni fascista ni mamón.

Aceptando que sea el caso, siquiera en parte, debería repasar dónde y cuándo me he dejado en el tintero el expreso desacuerdo con los continuos recortes a nuestras libertades individuales; la apasionada denuncia de los abusos de los prepotentes y de la en gran medida malhadada clase política que padecemos desde casi siempre; el rechazo del liberalismo feroz que por definición abandona a su suerte a los más débiles en aras de la todopoderosa economía de mercado; la alerta continua contra la peste bubónica de nuestro tiempo que es el nacionalismo desmesurado y ruin, pudridero de la convivencia y billete de vuelta a la caverna; el repudio del totalitarismo clasista, retrocomunista, trasnochado y vengativo que sustituye hombres –y mujeres, of course– por sueños de cartón piedra y escraches de mambla en ristre; la insumisión militante frente a la existencia de pesebres culturales sean estos del ámbito que sean; la añoranza y el recuerdo de los hombres buenos, olvidados, de sus obras, en la ignorancia de los más y el silencio de todos…

¿Dónde y cuándo la sumisión y adulación a los ocasionales dadivadores? ¿Dónde la aceptación de la nueva Historia que se escribe a golpes de leyes de memoria y zapapicos? ¿Dónde la conformidad, siquiera tácita, con tanto retroceso disfrazado de avance y de progreso, con tanta sonrisa displicente y libre de humo pero hediendo ideología? ¿Dónde el uniforme, la gorra o el sombrero, el nudo maricón de la bufanda –¡el foulard, por dios! –, la argolla o el diamante trincando lóbulos, tragos o torres de mis orejas? ¿Dónde la pana culera de los sábados y el paño endomingado del domingo?

A pesar de lo expuesto, sinceramente, creo que mi amigo tiene razón. Y eso porque he de reconocer que, a pesar de todo, desde hace ya unos cuántos años tengo doble vida. Aclaro: tengo doble vida, que no es que lleve doble vida.

No ha sido fácil –como en todas las radicales transformaciones en su inicio– darme cuenta de ese fenómeno pero sí, tengo dos vidas: la mía, la que he vivido, es una; la otra, la que otros cuentan que he vivido. De forma general y social, que no íntima y personal, que solo faltaría eso. In illo tempore no parecía cosa importante porque los contadores lo eran del mundo de la ficción –literatura, cine y televisión de entretenimiento, etc.–, pero conforme han pasado los años resulta que no, que mi vida, el entorno en que he vivido no era real. La de verdad, o sea la otra vida que por lo visto es la que he vivido sin saberlo, es la que cuentan los que se han hecho con una verdad universal que excluye la realidad. Digamos que es una adaptación de realidad deseada a realidad vivida, de realidad soñada y muy deseada a realidad usurpada y por mor de ese poder adquirido porque sí y porque les hemos dejado sin decir ni pío, se ha convertido en realidad real y así ya está pasando a la Historia que otros más jóvenes aprenden, defienden y no cuestionan.

Y ahí puede estar la razón de mi amigo: no he denunciado, no he llamado la atención de los millones de españoles todavía vivitos y coleando que, como yo, vivieron el primer tercio de sus vidas más allá del gris o todo lo más sepia que nos imponen los impostores de sueños inalcanzables –por inalcanzados–, y que hoy miran de reojo –los millones de españoles, digo– por si acaso no les vayan a empurar.

Aunque sí tengo la impresión de haberlo hecho... No sé, quizá tenga que hacerte caso y, reduciendo la prudencia, ser más contundente a la hora de escribir. ¡Qué cojones!
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