Para no insistir en el título que he usado repetidas veces, “España, una democracia fallida”, sugiero éste que describe una España políticamente sin su brazo derecho. En términos constitucionales y de representación parlamentaria, España está manca. Le falta el brazo derecho.
Al comienzo de la Transición, la UCD de Adolfo Suárez fue un tímido y algo acomplejado brazo diestro, mientras AP (Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne) apenas era un muñón del antiguo franquismo, pero la evolución del PP a partir de la presidencia de José María Aznar, particularmente tras el infame 11-M, ha sido hacia un típico centro-izquierda, invadiendo el espacio ajeno y en competencia con el sector moderado del PSOE, y algunos experimentos menores hasta ahora fallidos o irrelevantes, como CDS, UPyD y últimamente Ciudadanos.
España está manca, sin el brazo derecho y con el izquierdo gangrenado por la progresiva desaparición del socialismo democrático (véanse mis artículos “Las izquierdas españolas, en las nubes” y “El fin del socialismo”, ambos en La Crítica, Octubre y Diciembre, 2016; asimismo el reportaje reciente sobre el mismo asunto en The Economist), y con la preocupante persistencia en nuestro sistema constitucional democrático liberal del socialismo vampirizado por un comunismo/populismo anti-sistema.
En este esquema disfuncional Podemos (con sus aliados comunistas y anti-sistema) representa aproximadamente a cinco millones de votantes. Si en España hay una tele-basura con más de cinco millones de televidentes-basura, no debe extrañarnos que también haya votantes-basura.
La orfandad de nuestras derechas es dramática. Solo quedan como referentes el pequeño partido Vox, la asociación política Floridablanca… y algunos restos, críticos, del PP y de FAES. Entre los medios de comunicación, el grupo Intereconomía, y más tibiamente Libertad Digital y el Instituto Juan de Mariana, agrupaciones de un liberalismo “materialista científico”, economicista y libertario, pero a veces radicalmente individualistas, indiferentes por las cuestiones religiosas, morales, y –salvo alguna notable excepción- por la integridad nacional. Por no referirme a la persistente incomprensión (una nueva versión del “arielismo” del 98) de los problemas estructurales y estratégicos de Occidente, como revelan sus defectuosos análisis de la política británica y estadounidense.
La debilidad crónica del liberalismo conservador en España es el origen de la presente situación. Liberales como José María Aznar o Esperanza Aguirre han fallado espectacularmente al elegir como colaboradores a políticos incompetentes o deshonestos. Otros “liberales”, como los hermanos Joaquín y Antonio Garrigues Walker, José Antonio Segurado, etc., en realidad eran liberal-progresistas, es decir, socialdemócratas, como evidenciaba su expresa fascinación por los Kennedy, los Clinton o, más patéticamente, por un radical como Obama, para no mencionar a un personaje internacional admirado, gurú millonario del liberalismo progresista, tan nocivo como George Soros, que ha contaminado con sus fundaciones el pensamiento “popperiano” y toda la red de “sociedades abiertas”.
En mi opinión, cualquier análisis político requiere reconocer la centralidad de la cultura, que en España (aceptando que históricamente es un conglomerado cultural, una “nación de naciones” culturales) ha cristalizado en una única nación política, un Estado-Nacional, desde el siglo XV con los Reyes Católicos.
La moderna expresión “nación de naciones” en este sentido cultural la encontramos en el poeta norteamericano Walt Whitman, reflexionando antes y después de la Guerra Civil en los Estados Unidos, defendiendo la unión de los Estados frente a las tendencias secesionistas del Confederalismo (en Preface, Leaves of Grass, 1855; más tarde, en Democratic Vistas, 1871), y la encontramos también en nuestro país en escritores como Azorín (en su ensayo Los norteamericanos, 1918), e implícitamente en toda la obra de Ortega. Pero tal reconocimiento objetivo-sociológico, de la pluralidad cultural, no se traducía en una afirmación subjetiva-ideológica “multi-culturalista”, identitaria y fragmentadora de la soberanía de la nación política en un sentido Confederal.
A comienzos del siglo XX el historiador alemán Friedrich Meinecke estableció la distinción entre “nación política” y “nación cultural” (Weltburgertum und Nationalstaat, 1908). Casi todas las naciones políticas son culturalmente “nación de naciones”. La ONU hoy reconoce casi doscientas naciones políticas soberanas: imaginemos el caos internacional en el planeta si existieran entre ocho y diez mil naciones culturales –según criterios variables de la Antropología- políticamente soberanas.
Desde La Crítica de León vengo recordando y defendiendo la base del núcleo astur-leonés medieval, reconquistador, como realidad histórica de la que emergen gradualmente el Estado y la Nación política, integradora de territorios, instituciones y culturas regionales, que es España (y, accidentalmente, también Portugal). Pero, como señaló Ortega a principios del siglo XX, España sigue estando invertebrada, y los progresos liberales y democráticos en el último medio siglo no han sido capaces de conjurar las tendencias centrífugas del separatismo.
La Transición política fue posible por un consenso centrípeto y una moderación ideológica de los partidos y actores políticos ejemplares. Pero la Consolidación democrática no ha sido posible hasta la fecha. Nuestra Constitución es nominal pero no normativa, y parafraseando una expresión conocida, he sugerido que nuestra joven democracia (¡ya cuarentona!) se caracteriza por una “consolidación pendiente”.
En la actual crisis han surgido grupos y partidos radicales que, por el contrario, parecen invocar la vieja y utópica “revolución pendiente”, sin haber asimilado las lecciones de la Historia universal del último siglo y medio.
Cervantes también era manco (o, según las investigaciones, con el brazo izquierdo paralizado), pero al menos conservaba sanos la mano y el brazo derechos con los que escribió
El Quijote, gloria de nuestras letras.