... conocí al profesor Emir Rodríguez Monegal en la universidad de Yale, un uruguayo que descubrió a Borges cuando este todavía no era conocido y escribía en una revista argentina (El Hogar, una especie de Hola) destinada a un público femenino interesado sobre todo en la moda y la decoración. En mi estancia en Yale propuse a Monegal que tal vez Borges podría ser invitado por la UIMP a dar una conferencia en España, concretamente en la nueva sede que esta universidad de verano había inaugurado en Sitges. Las luces verdes del invitado y de la UIMP posibilitaron que Monegal (que se acercó a Sitges aprovechando un viaje a Londres) y yo estuviéramos esperando a Borges en el aeropuerto de Barcelona. Era el 25 de agosto de 1983 y ese mismo día, a las tres de la madrugada, había tenido la suerte de conocer a Maite Grau en la discoteca Atlántida de Sitges. Conocer el mismo día a Borges, que por aquel entonces ya me parecía un dios de la literatura moderna, y a mi querida mujer, a la que he llegado a deificar con los años (algunos amigos y yo la llamamos la diosa Grau) puede ser una coincidencia, una coincidencia cabalística, el guiño de algún demiurgo bonachón o, simplemente, una simpática casualidad. Hasta aquí, todo creíble, feliz y risueño. Pero ese mismo día, el azar (que para Borges “no es más que la ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad que desconocemos”) fue deparando otras señales que comenzaron a resultarme increíbles. Antes de tomar el coche para ir al aeropuerto de Barcelona a buscar a Borges, Monegal apareció con los brazos alzados en el bar donde nos habíamos citado. “Carlos, no lo puedo creer, es increíble”. “¿Qué pasa?” pregunté yo pensando que traía una mala noticia. “Pasa que hoy es 25 de agosto de 1983” respondió Monegal en un tono grave, “pasa que Borges escribió un cuento que tituló 25 de agosto, 1983, que es exactamente la fecha de hoy, es increíble. Tal vez él no se haya dado cuenta de esta impresionante coincidencia”. Yo había leído ese cuento, pero Monegal me lo recordaba mientras yo conducía maravillado camino del aeropuerto: “Y en ese relato, un Borges de sesenta años se encuentra en la habitación de un hotel con otro Borges mucho más viejo, el de 1983, es decir, el de hoy. Y el anciano le comunica al otro Borges más joven que va a suicidarse ese mismo día. ¡Es realmente increíble! Y existe incluso una ópera que compuso Juan María Solare en la que el Borges anciano es un bajo y el joven Borges es un tenor. Lo primero que le voy a preguntar ahora cuando lo vea es si piensa suicidarse hoy en Sitges”. En ese cuento, el Borges joven le dice al Borges anciano: “Qué raro, somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños… Entonces, ¿todo esto es un sueño?”, a lo que el Borges anciano y suicida responde: “Es, estoy seguro, mi último sueño”. Y un poco más adelante añade: “En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson”. Recuerdo que en una sala del aeropuerto estaba el equipo de fútbol del Barça, entonces dirigido por el argentino César Luis Menotti y con Maradona en sus filas. Estaban esperando embarcar en un avión para jugar un partido en Sevilla. Traviesos y excitados, Monegal y yo urdimos el plan de juntar a Borges y Maradona (dos argentinos “universales”) para hacerles una foto histórica. Llegamos a planteárselo a Menotti, quien nos trajo a Maradona comiendo un inmenso bocadillo de jamón. Al futbolista (qué bajito me resultó a pesar de su melena afro) le pareció muy bien hacerse una foto “con ese gran escritor de mi país”. Pero el Barça tuvo que embarcar, el vuelo de Borges llegó con retraso y esa foto “histórica”, acaso afortunadamente, no llegó a existir. Cuando apareció Borges en una silla de ruedas empujada por María Kodama, Monegal le recibió con su pregunta anunciada aunque algo modificada: “Borges, ¿no le da vergüenza no haberse suicidado todavía?” Borges sonrió cómplice y dijo: “Esta coincidencia solo puede ser el resultado del azar. Azar, palabra persa que significa dados”. Como avanzaba en mi artículo anterior, por la noche fuimos a cenar al restaurante El velero de Sitges con Monegal, J. M. Castellet y María Kodama. Recuerdo que Monegal se empeñó en que Borges probara el famoso pan de payés catalán. Nunca olvidaré la cara agresiva del maestro tirando de aquella rebanada gigante con todas sus fuerzas. Unos minutos después, cuando ya estábamos en la habitación del hotel Calipolis María Kodama, Monegal, Borges y yo, el maestro se quejó de un intenso dolor en una encía que no dudó de atribuir al esfuerzo realizado para comer el rústico pan de payés catalán. Borges depositó su dentadura postiza en un vaso de agua que trajo solícita María Kodama, y abrió la boca de par en par para que pudiéramos escrutar la magnitud de la hinchazón. Impresionado por el aspecto que presentaba aquella encía, telefoneé a mi madre para que me diera el teléfono de algún dentista. Llamé a varios, pero en pleno mes de agosto y a esa hora de la noche solo encontré la respuesta de los contestadores grabados indicando que estaban cerrados por vacaciones. Con ademanes algo dramáticos, María Kodama nos comunicó que el autor no daría la conferencia al día siguiente en el Palau Maricel de Sitges (para la que había venido desde Buenos Aires) si ese dolor persistía. Monegal aventuró que tal vez podría dar la charla sin la dentadura postiza, pero Borges rechazó esa posibilidad por antiestética. Sobre las once de la noche, un amigo de mis padres que vivía en Sitges pudo localizar a un dentista jubilado que apareció a los pocos minutos en la habitación del hotel. Era un hombre corpulento y amable que hablaba el castellano con marcadísimo acento catalán. De una cartera de cuero sacó una linterna y comenzó a iluminar y a observar la boca abierta del maestro. “Limaremos un poquito la dentadura y ya no le dolerá”, dijo el dentista jubilado dejando en cada “l” su fuerte acento catalán. “Gracias, doctor, gracias. Los dientes los tenemos tan cerca… Allí abajo están nuestros pobres pies, que soportan abnegados todo nuestro peso y cada una de nuestras desdichas”. Monegal y yo nos mirábamos aguantando la risa. Contamos al dentista la ingesta del pan de payés catalán y él nos reveló que ese mismo verano había tenido que atender a dos heridos víctimas de ese pan… Siempre sonriente, el dentista extrajo de su cartera un artefacto eléctrico con el que comenzó a limar la parte de la dentadura postiza que le había ocasionado la llaga al autor. Cuando la tuvo lista, él mismo le colocó la prótesis al maestro. Ya no le dolía. Todo resuelto. “Qué alivio, doctor, qué alivio, el dolor es siempre tan inefable”. En ese momento, Monegal y Kodama salieron al pasillo dejándome en la habitación con Borges y el doctor. Fue entonces cuando el dentista dijo con súbito entusiasmo: “Mis hijos le admiran mucho. He traído un libro suyo para que me lo firme”. Lo dijo al tiempo que sacaba de la cartera un libro con una portada de dibujos en la que pude leer Forges. En un acto mecánico y rápido, Borges tomó el libro del dibujante, lo abrió, lo firmó y se lo devolvió. No dije nada. Me daba un poco de vergüenza aclarar el malentendido a Borges. Con el tiempo no deja de sorprenderme la simetría de la confusión: el ciego Borges, que ha llevado al máximo de la elaboración estética el arte de las falsas atribuciones textuales, acababa de firmar un libro de Forges a un hombre que también le tomaba por otro… ¡Qué sublime ironía!
Aquella misma noche comencé a pergeñar el esquema de una novela sobre Borges que tiempo después ganaría el premio Nadal de 1997. Veinticinco de agosto de 1983. Ese día cambió mi destino: conocí a la mujer de mi vida (con la que tengo dos hijas magníficas), al autor más admirado (que antes había escrito un autorretrato de ficción titulado exactamente con esa fecha, en el que el personaje Borges se suicida…), fui testigo de la insólita confusión beckettiana entre un dentista y un genio y tuve la idea de escribir mi primera novela inspirada en el Borges que acababa de conocer. Demasiado para caber en un solo día, demasiados paralelismos, demasiadas coincidencias y simetrías para que pueda ser recordado por mí como un día verosímil. Veinticinco de agosto de 1983. Allí pasó algo. Alguien tiró los dados del azar e hizo algunas trampas estupendas…
Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política, escritor y director de cine