... la presencia del Partido Nacionalista Vasco y Esquerra Republicana de Cataluña en un debate motivado por unas elecciones políticas de alcance nacional.
Cualquiera de los motivos antes esgrimidos ya sería por sí mismo causa de justa aprehensión. Pero es este último el que merece ser abordado en primer lugar, ya que de una solución aquí lograda, bien podrían derivarse el arreglo de las cuestiones anteriores.
La presencia de los nacionalismos más reaccionarios y excluyentes en el debate insiste en la voluntad de apuntalar una idea en torno a un modelo de país que, me atrevo a señalar, no se corresponde con la sensibilidad de la mayoría de los ciudadanos. Responde a una anomalía que se ha ido abriendo paso a lo largo de 40 años y que se ha aceptado con inusitada pasividad.
Se habla mucho, y con razón, de la “España vaciada” para aludir a aquellos vastos territorios que sufren un doble abandono: el de los sucesivos gobernantes que los desproveen de infraestructuras e inversión, y el de sus habitantes que se ven forzados a trasladarse a lugares donde es posible prosperar. Esta “España vaciada” no es más que una “España infrarrepresentada”; una España donde el voto vale menos, donde el ciudadano no es igual de valorado que sus homólogos urbanitas. Una España, en definitiva, donde el político no extrae réditos y, por tanto, una España donde el estado no llega. Junto a esta España se sitúa la de los nacionalistas periféricos.
No se puede refutar que los partidos nacionalistas disfrutan de una sobrerrepresentación parlamentaria que los ha convertido en clave de la gobernabilidad. Pero ello debe completarse enunciando que es esta sobrerrepresentación la que les permite blindar sus privilegios políticos. Unos privilegios que actúan en detrimento de otros; unos privilegios que son y definen ese hecho diferencial al que tanto aluden. Todo ello gracias a una injusta e insultante ley electoral.
Una sobrerrepresentación que les permite incluso, como ocurrió en este debate a 7, llevar sus agravios particularistas a escenarios dedicados a las cuestiones de todos, debiendo una vez más ese todos compartir su espacio y ceder el interés común para que estos privilegiados puedan reclamar algo que les permita seguir fortaleciendo su particularismo. He aquí el primer insulto.
En dicho debate el portavoz del PNV llegó a decir que el “problema” (de los nacionalistas) era una cuestión de sentimientos. Que los vascos y catalanes (algunos, en ningún caso una mayoría) no se sienten españoles; y que contra los sentimientos no se puede combatir. He aquí el segundo insulto y el oprobio completo, porque si de llevar el debate al terreno de los sentimientos se trata, se le podría preguntar al excelso portavoz del terruño peneuvista si acaso los ciudadanos del resto de comunidades autónomas no los tienen.
Más aún, le podría uno preguntar cuáles son exactamente los sentimientos que estos nacionalismos han creado en los territorios donde han extendido sus tentáculos; y desde luego la respuesta sería aterradora, porque aterrador ha sido lo que estos nacionalismos han causado y causan al conjunto de la sociedad.
España es un estado de derecho que tiene y ejerce una soberanía sobre un determinado territorio en el cual, mediante sus instituciones, garantiza a sus ciudadanos el acceso al ejercicio de sus derechos y deberes. Estos derechos les han permitido en democracia crear y fomentar unos sentimientos concretos de pertenencia entre la ciudadanía de sus respetivas regiones en la mayoría de los casos de un modo forzado, artificial, manipulado e incluso grotesco. Y si esto no fuera suficientemente siniestro, estos sentimientos se crearon en contraposición a los sentimientos de otros ciudadanos iguales en dignidad. Ciudadanos que ahora ni siquiera pueden albergar el legítimo sentimiento de agravio que produce ver cómo se privilegia al que les insulta e, incluso, a los que debe ceder espacio para que impongan su particularismo sobre cuestiones de interés general.
Lo más grave, por si esto no fuera poco, es que frente a este insulto continuado, este oprobio, nadie responde (o nadie lo hacía hasta hace poco). Entiendo que los partidos tradicionales, PSOE y PP, se ven obligados a mantener una forzada coherencia con su trayectoria plagada de concesiones a los nacionalistas. Me refiero al cúmulo de transferencias concedidas por el bipartidismo que no es más que la factura que los españoles hemos estado pagando cada legislatura al partido de turno para que pueda alquilar las llaves de la Moncloa por 4 años.
Y me atrevo a afirmarlo atendiendo a un acontecimiento que, a mi juicio, ha tenido especial trascendencia. Cayetana Álvarez de Toledo recientemente pedía perdón en nombre del PP por los errores cometidos con el nacionalismo (las concesiones y connivencias mantenidas con ellos); un perdón al que se sumaba Alejandro Fernández, líder popular en Cataluña. Nunca, en los recientes años, un acto de esta valentía acercaba a un partido hacia su catarsis, hacia su redención. En pocas palabras, hacia su regeneración.
Efectivamente, el Partido Popular de Pablo Casado parecía tocar un principio de regeneración con los dedos; esto es, admitir los errores, asumirlos y encarar un nuevo comienzo en el que su líder hubiera podido escribir la historia del partido con tinta propia desprendiéndose de la melancolía aznarista y el lastre Rajoyano. Sin embargo, voces críticas, malestar interno y ruido de sables parecen haber frenado esta iniciativa. El partido parece volver así a la casilla de salida, a la zona de confort bipartidista. Al juego del “y-tu-más”.
Respecto al PSOE es difícil saber a qué atenerse, dónde empieza el PSOE de la enseña nacional y acaba el PSOE federal que Iceta es capaz de imponer con un toque de corneta pasando, eso sí, por el PSOE de la nación de naciones. Lo que es seguro es que el perdón ni siquiera pasa por sus mentes, que la altura moral de la que constantemente hacen gala no solo les faltó en los ERE o en los cursos de formación de Andalucía, también se ausenta cuando se apresuran a tratar con la máxima condescendencia y justificar a todos aquellos privilegiados que llevan el supuesto agravio por bandera.
No son solo los partidos nacionalistas los que insultan a la mayoría de los españoles, estos tan solo son unos groseros impertinentes de mentalidad tribal que hacen uso y ensanchamiento de los excesivos privilegios concedidos por los sucesivos gobiernos. Es el tradicional bipartidismo el que realmente insulta a los ciudadanos; el que ha permitido y patrocinado el oprobio constante. Los que han ausentado al estado de unos territorios infrarrepresentados y abandonados a su suerte, y de otros territorios abandonados al siniestro nacionalismo, dejando a los ciudadanos, doblemente insultados como en el debate, en medio de dos trincheras.
Juan Diego García González