Sobre la deconstrucción (concepto equivalente a Destruktion)
Antes de nada debo decir que mi mayor deseo es que no se repita aquella situación que inspiró a Ortega en Noviembre de 1930 a afirmar “Delenda est Monarchia”. Y, por supuesto, me niego a pensar remotamente en la posibilidad de que el Rey contribuya consciente o inconscientemente a desmontar o “deconstruir” la Monarquía.
Como es sabido, el concepto “deconstrucción” (J. Derrida) está inspirado, suavizándolo, en el heggeriano “destruktion”, que a mi juicio expresa mejor la intención del método posmoderno. Las exégesis técnico-jurídicas que a propósito del golpe de Estado catalanista hemos escuchado por los defensores de los golpistas en el juicio del Tribunal Supremo (y en sus ramificaciones mediáticas y políticas) nos malician que todo el relato farragoso es un pretexto para justificar lo injustificable, todo lo posmoderno que se quiera, pero al final claramente un criminal golpe de Estado que ha puesto en un brete a la Democracia, la Nación, el Estado y la Monarquía de España.
Deberíamos diferenciar al Rey de la Institución. La Monarquía ha tenido que padecer a lo largo de la Historia a algunos reyes felones y a otros pasivos o incompetentes, pero por fortuna ha sobrevivido para bien de los españoles. La Monarquía española, con sus diversos precedentes medievales astur-leoneses, castellanos o aragoneses, y la institución moderna desde los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, ha sido la admiración del mundo civilizado y de los historiadores extranjeros más prestigiosos (véase como ejemplo la obra recientísima del británico Geoffrey Parker, Emperor: A New Life of Charles V, Yale University Press, New Haven, 2019). Parker, autor de otra gran biografía sobre Felipe II, nos recuerda que Carlos I de España y V de Alemania ostentó más poder y por más tiempo, con mayor extensión territorial e influencia política que cualquier otro gobernante mundial antes o después de él.
Pero vayamos al presente. Felipe VI ha demostrado ser un buen Rey (aunque nadie es perfecto) pese a algunos errores al inicio de su reinado, como ya indiqué en al menos dos artículos (“Un buen discurso, pero…”, La Crítica, 2015, y “Defensa de la Constitución y los floreros en La Zarzuela”, La Crítica, 2016). Y entre los últimos, contribuir simbólicamente con su presencia en las honras fúnebres a la vergonzosa “beatificación” del reputado Rasputín socialista, protector de los faisanes, Alfredo Rubalcaba. Parece que tenía que pagar el trabajo secreto del finado en forzar la abdicación de Juan Carlos.
Otro problema que estamos padeciendo los electores: ¿le explicó Pedro Sánchez al Rey los apoyos constitucionales con que contaba para la investidura después de las elecciones del 28-A? Si no fue así Su Majestad cometió una grave imprudencia proponiéndole como candidato.
Por otra parte, cuando periodistas-papelera como J. A. Zarzalejos (amigo y admirador del filósofo “federalista”, hoy presidente del Senado, Manuel Cruz) elogian tanto al Rey –seguimos el daliniano método paranoico crítico–, hay que sospechar que el Jefe del Estado esté haciendo algo mal.
La Constitución es muy clara sobre las funciones y obligaciones del Rey en nuestra Monarquía parlamentaria: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” (Art. 56. 1) “Corresponde al Rey: (…) Proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo…” (Art. 62, d). “El Rey, previa consulta con los representantes designados por los Grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno” (Art. 99. 1). Se infiere, por tanto, que el Rey como árbitro y moderador nunca debería proponer un candidato que ponga en peligro o en cuestión la unidad del Estado. Es un requisito fundamental cualitativo, implicando que no hay una obligación automática de seguir un criterio meramente cuantitativo.
Tristes payasos republicanos (comentario Politically Incorrect)
Durante una de las múltiples jornadas violentas del procés un policía con sentido común tuvo la genialidad de espetar a un manifestante radical por una república independentista la frase que se ha hecho famosa: “¡La república no existe, idiota!”
Habría que decírselo también a todos los anarquistas, socialistas, populistas, comunistas, masones, nacionalistas (catalanes, vascos, gallegos, etc.) y “federalistas” variopintos, así como a los charnegos agradecidos y sanchopanzistas partidarios de una república “Barataria”, por ejemplo el profesor Ramón Cotarelo y otros intelectuales españoles o extranjeros algo despistados.
Existieron, sí, dos Repúblicas muy breves. La Primera, como prólogo al experimento, de apenas nueve meses en 1873, y la Segunda, como experimento propiamente dicho, en 1931-36, ambas preñadas de conflictos y –salvo alguna excepción– con desastrosos y criminales políticos republicanos, que terminaron en trágicas guerras civiles: la Primera, en otra guerra carlista y en la independentista cubana; la Segunda, en la guerra civil de 1936-39.
Hay que recordar, una vez más, la genialidad de Albert Boadella que captó antes que nadie y certeramente la dimensión cómica de la presente deriva política del republicanismo independentista catalán. Aunque hay que reconocer que fue nada menos Karl Marx quien dictaminó, a propósito del golpe de Estado bonapartista (en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, 1852) y completando una observación de Hegel, que los grandes acontecimientos de la historia normalmente se producen dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. O payasada, si contemplamos el circo catalán.
Por desgracia la clase política española está abarrotada de personalidades hiperactivas, neuróticas, idiotas, fanáticas, y payasos tristes. En estado puro o en combinaciones variables. Y lo que predomina, en mi opinión, son los tristes payasos republicanos repartidos por toda la geografía nacional.
En el centro-derecha han abundado los políticos con rasgos hiperactivos (Fraga, Casado, Rivera) y neuróticos (Hernández Mancha, Herrero de Miñón, y algunos nacionalistas –incluidos los del PP– vascos, catalanes y gallegos). En las izquierdas predominan los idiotas y fanáticos (Anguita, Llamazares, Otegi, Iglesias, Errejón y todos los Garzones).
Pero no hay nada más patético y transversal que los payasos tristes. Con diversas dosis complementarias de personalidad neurótica o idiota, lo hemos observado también en algunos de los últimos presidentes de gobierno (pero lo peor es que los payasos tristes además sean republicanos, como Zapatero y Sánchez). Con dosis anormalmente exageradas lo estamos presenciando sobre todo en los afectados por el síndrome independentista catalán.
El nombre de la afección podría ser “Síndrome Catalán de Ansiedad Progre” (SCAP), un “scapismo” de la realidad patente y preocupante. En algunos casos, como el de los dirigentes golpistas-separatistas Carlos Puigdemont, Marta Rovira, Ana Gabriel y otros/otras (como diría Sánchez), el tal escapismo no solo es mental sino también físico: objetivamente escapados, fugados de la justicia.
Si no tuviéramos un serio y dramático problema en Cataluña disfrutaríamos con algunas de sus divertidas parejas y grupos cómico-artísticos republicanos: “Torra y Torrent”, “Rull y Turull”, “Los Jordis”, el trío de arcángeles femenino “Artadi, Rovira y Gabriel”, el trío de bestias masculino “Junqueras, Tardá y Rufián”, sin olvidar por supuesto al gran cuarteto Scamot del Apocalipsis, “Jordi, Artur, Carles, y Quim”.
Lamentablemente la contribución de los tristes payasos republicanos a la deconstrucción/destrucción de la Monarquía es letal y evidente. Pero en este trance el rol del Rey como defensor de la Nación, del Estado y de la Constitución es fundamental si no renuncia a ejercer con decisión sus poderes constitucionales. Y si es capaz de evitar una nueva versión del Ruedo Ibérico con los malos consejos cortesanos de floreros y palmeros en el Palacio de La Zarzuela.