(...) Pero, a mi juicio, el tipo de pijo-progre más peligroso hoy es el “filántropo” y financiero multimillonario, como el vetusto y resentido...
El diccionario de nuestra Real Academia Española acepta el término “pijo” (entre otras acepciones, como adjetivo despectivo de tono clasista), y en la literatura contemporánea es una expresión corriente, coloquial, incluso se ha consolidado al respecto un personaje-arquetipo gracias a una novela de cierto éxito hace décadas (aunque con una denominación poco lógica, a mi entender), el “pijo-aparte”. El pijo-progre es más reciente, y al parecer ha proliferado en España en los últimos años con la moda y popularidad que ha acompañado al partido/movimiento político Podemos.
Aquí me referiré a dos casos de pijos-progres emblemáticos de la cultura anglo-americana contemporánea, cuyas mentalidades totalitarias les convertirían en criminales según las leyes y los jueces de sus respectivos países: el británico Guy Burgess (Devonport, UK, 1911 - Moscú, URSS, 1963), y la estadounidense Patty Hearst (San Francisco, California, 1954), magníficamente retratados en sendas biografías recientes de Andrew Lownie, Stalin´s Englishman. Guy Burgess, the Cold War, and the Cambridge Spy Ring (St. Martin´s Press, New York, 2016), y de Jeffrey Toobin, American Heiress. The wild saga of the kidnapping, crimes and trial of Patty Hearst (Doubleday, New York, 2016).
El pijo-progre es un subproducto del Establishment, y curiosamente Lownie nos informa que la propia expresión “The Establishment” apareció en Inglaterra en conexión con el “Burgess-Maclean affair”, acuñada por Henry Fairlie en The Spectator (Lownie, p. 269). Y aunque no todos los pijos-progres degeneran en totalitarios o criminales suelen militar en las izquierdas extremas, para “epatar a la burguesía” –tal era inicialmente la actitud u obsesión personal del excéntrico Burgess y de la joven rebelde Hearst (Lownie, p. 332; Toobin, pp. 5 y 250)-, y justificar políticamente los casos más extremos, como la traición al propio país, el espionaje en favor del enemigo, o incluso el terrorismo, delitos practicados por los biografiados en las obras mencionadas.
Sexo y alcohol formaron parte esencial de la cultura generacional de Guy Burgess, como sexo y drogas lo serían de la de Patty Hearst. La principal diferencia fue la alta ideologización política, comunista, en el caso del británico (y de sus camaradas espías pro-soviéticos de Cambridge y de Oxford: un número que según este autor alcanzaría la veintena, la mayoría todavía no identificados o documentados), y la baja educación política, nihilista o anarquista, de la adolescente americana y su generación “hippie” en California.
La literatura sobre los “Cinco de Cambridge” (Burgess, Philby, Maclean, Blunt,… ¿Cairncross?) es ya considerable, aunque todavía no está claro quién era el líder del grupo. Lownie sostiene que fue precisamente Burgess, pero a mi juicio es dudoso que un personaje tan provocador e inestable, homosexual (o bisexual), pederasta, procaz y promiscuo, tuviera el visto bueno de sus controladores. El autor se fía demasiado de las memorias, claramente desinformadoras, del agente soviético Yuri Modin.
Tampoco estoy de acuerdo con destacar su “gran inteligencia”. Pudo ser un personaje ocurrente, gracioso y sarcástico –un buen conversador, repiten muchos que le conocieron-, pero no ha dejado constancia en sus escritos y discursos radiofónicos que el “privilegio epistemológico” de su marxismo-leninismo le facultara especialmente en sus análisis políticos y estratégicos. Su obsesión paranoica anti-americana dominaba de manera enfermiza todos sus razonamientos.
Lo que no deja de sorprender es el enorme círculo de amistades que tuvo (mayormente de relaciones homosexuales) con nombres ilustres del Establishment: aparte de sus confederados Kim Philby, Donald Maclean, Anthony Blunt, Jonh Cairncross, Michael Straight y Goronwy Rees, el economista Lord Keynes, el diplomático –perejil de toda las salsas- Harold Nicolson, el parlamentario laborista Tom Driberg, el parlamentario conservador Jack Macnamara, el escritor/biógrafo de la reina James Pope-Hennessy, y un largo etc., amén de otros amantes extranjeros también políticamente destacados, como el francés Edouard Pfeiffer, el suizo Eric Kessler, y el húngaro Andrew Revai, entre otros. Asimismo relaciones de estrecha amistad con miembros de la clase política, la comunidad de inteligencia, y el mundo cultural como Joseph Ball, Guy Liddell, Victor Rothschild, Kemball Johnston, Hector McNeil, Edward H. Carr, Graham Greene, Isaiah Berlin, Stephen Spender, Rosamond Lehman, Esther Whitfield, Clarissa Churchill, y el mismísimo Winston Churchill.
De acuerdo con las investigaciones que maneja el autor, solo entre 1941 y 1945, Burgess pasó al Centro de Moscú en torno a 5.000 documentos secretos del gobierno británico (Lownie, p. 323), y posteriormente durante la Guerra Fría hizo otro tanto con informaciones clasificadas sobre la ONU, la OCDE, las alianzas militares (Tratado de Bruselas, NATO), y otros asuntos oficiales en materias de seguridad de los aliados respecto a la Unión Soviética, la Revolución China y la Guerra de Corea, neutralizando operaciones de los servicios de inteligencia occidentales. Todavía no se ha cuantificado el número de víctimas directas de su traición: agentes británicos y estadounidenses ejecutados en la URSS, Europa del Este y Extremo Oriente.
En 1955 la Junta de Jefes del Estado Mayor elaboró un memorándum en el que, entre otras consecuencias, se consignaba: “Todos los códigos y cifrados diplomáticos del Reino Unido, y posiblemente algunos de los Estados Unidos, existentes con anterioridad al 25 de Mayo de 1951 (fecha de la deserción de Burgess y Maclean), están en poder de la Unión Soviética y por tanto no pueden volver a ser usados” (Lowni, p. 322).
En la House of Lords, Lord Astor manifestó: “Soy una de las pocas personas que nunca conoció a Guy Burgess, y parece que me perdí mucho. Según todas la referencias, era uno de los más fantásticos e inteligentes conversadores, que cautivó a un gran número de personas. Pero en realidad era un borracho, sucio y pervertido sexual. Lo había sido siempre, desde sus días en la escuela (…) La pregunta que hago ahora es: ¿Conocían los de la Oficina Extranjera (Foreign Office) sus peculiaridades y las toleraron, o eran los únicos que no las conocían?” (Lowni, p. 271).
Pese a los esfuerzos de algunos de sus biógrafos y antiguos amigos no hay nada de glamour, sino mucha miseria y degeneración, en el curriculum vital de este pijo-progre totalitario, que muy acertadamente pasará a la Historia como un patético y repugnante estalinista inglés.
La biografía de Patty Hearst es aún más banal y trivial, como nos muestra detalladamente Jeffrey Toobin. Niña rica y mal educada, rebelde en sintonía con la “contracultura hippie”, y anti-Establishment por capricho. Víctima, tras su secuestro en 1974, de un presunto “síndrome de Estocolmo” (en el juicio se demostró que no había sido coaccionada, torturada o violada) que la llevó a delinquir voluntariamente, adoptando el nombre de guerra “Tania”, con el grupo revolucionario terrorista-comunista SLA, Ejército Simbiótico de Liberación (que practicaba una “simbiosis” ideológica de Marx, Lenin, Stalin, Mao, Castro, el Ché, Carlos Marighella, George Jackson, Régis Debray, Malcolm X, feministas marxistas, Tupamaros, Black Panthers, Black Guerrilla Family, etc.). En realidad era un grupo de pijos-progres de clase media blanca, con una considerable –más que “simbiosis”- empanada ideológica, liderados por un negro lumpen-criminal, Donald DeFreeze, ya que como señala el autor, “Follow black leadership was a well-known phrase in the counterculture at this time” (Toobin, pp. 26-30). Balance del patético grupo SLA: un asesinato político (el funcionario negro Marcus Foster), varios asaltos armados a bancos y establecimientos comerciales con algunas víctimas casuales (una mujer resultaría muerta y varias personas heridas), intentos de “bombing”, enfrentamientos con la policía y finalmente muerte violenta de casi todos los miembros del grupo terrorista.
Patty Hearst se escapó de la matanza y descubierta por el FBI en 1975, sería detenida, juzgada y condenada. En el momento de su detención saludó a los fotógrafos con el puño en alto, y en la comisaría declaró desafiante que su ocupación era “Urban guerrilla” (Toobin, p. 262). Gracias a la influencia y dinero de su familia, su pena de siete años de prisión (de los que cumplió sólo 22 meses) fue conmutada por un sistema de residencia domiciliaria con vigilancia, aprobado por el entonces presidente Jimmy Carter, quien influiría también para el perdón presidencial en las últimas horas de Bill Clinton en la Casa Blanca. Hoy vive retirada en paz en una mansión, con sus perros y sus millones como una de las herederas de la Hearst Corporation.
No todos los pijos-progres desarrollan una mentalidad totalitaria, condición previa ésta para llegar a cometer crímenes. Pero hay un potencial totalitario en la querencia hacia las ideologías de extrema izquierda (y de extrema derecha, que a veces son intercambiables en algunos sujetos), una tentación que incluso es observable en las élites intelectuales, culturales y mediáticas hacia una especie de totalitarismo soft & chic, o lo que el filósofo Roger Scruton ha denominado una “Totalitarian Sentimentality” (The American Spectator, January 2010).
Abundan actualmente, dentro de la variopinta tipología del pijo-progre, los artistas, actores y titiriteros, según el modelo Hollywood (con la élite de los productores y sus aliados mediáticos), o los papanatas y más cutres de nuestra escena nacional que se exhiben en los Premios Goya. Otro tipo que ha proliferado últimamente en algunos campus elitistas estadounidenses es el pijo-progre universitario especializado en protestar e impedir violentamente la libertad de expresión de escolares o escritores liberal-conservadores de la talla de Charles Murray, Heather Mac Donald, o Ann Coulter (tal los casos en Middlebury College, Vermont –mi querido campus donde enseñé durante catorce veranos-, o en Claremont McKenna College, UC-LA y UC-Berkeley, California).
Pero, a mi juicio, el tipo de pijo-progre más peligroso hoy es el “filántropo” y financiero multimillonario, como el vetusto y resentido George Soros con su red de fundaciones (las más destacadas, paradoja e irónicamente, con el popperiano nombre The Open Society Foundations) y sus asociados alrededor del mundo, incluida España, que ha controlado siniestramente desde la sombra al Partido Demócrata de Estados Unidos durante las últimas décadas (“The Shadow Party”, lo calificó David Horowitz), controlando especialmente a muchos de sus candidatos locales, estatales, federales y sobre todo presidenciales (Barack Obama, Hillary Clinton, e indirectamente Bernie Sanders). Ha sido el principal promotor de las protestas de “indignados” anti-Republicanos y anti-Tea Party, anti-Bush y anti-Trump, de los movimientos “Occupy Wall Streeet” y “Black Lives Matter” (¿es cierto que tiene alguna relación con Podemos, como han insinuado algunos periodistas?). Responsable también de la agitación y propaganda (“agit-prop”) anti-globalización, anti-capitalismo y anti-policía, que en fechas recientes han continuado (mediante protestas organizadas y pagadas) contra el nuevo presidente estadounidense en las grandes ciudades norteamericanas, de costa a costa.
¿Cuándo y cómo van los jueces a pararle los pies a este pijo-progre totalitario, ya hecho un carroza pero todavía rabioso anti-americano?