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Cortázar en Astorga

Julio Cortázar
Julio Cortázar
Por Andrés Martínez Oria
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Por José del Río, matemático y escritor, llega a mis manos un artículo de Aurora Bernárdez publicado póstumamente en el suplemento cultural Babelia en 2015...

Aurora Bernárdez, nacida en 1920 en Buenos Aires, hija de padres gallegos, había conocido a Julio Cortázar, entonces novel escritor, en 1948, y desde el primer momento se sintieron atraídos por una misma pasión literaria. Tres años después Cortázar emigró definitivamente a París y allí su amiga Edith Aron, la Maga de Rayuela, le encontró un empleo en las tiendas Printemps. En diciembre de 1952 Aurora se le unió en la ciudad del Sena y consiguió trabajos de traducción –entre ellos una enciclopedia de Filosofía– que les permitieron sobrevivir. También Cortázar traduce por entonces algunos cuentos de Poe. Cultos, amantes de la libertad y unidos por la literatura, eran también apasionados viajeros, y en abril de 1953 fueron a conocer Florencia, para regresar en agosto a París, donde se casarían un par de años después. Cortázar consigue entrar como traductor en la Unesco y Aurora trabaja a su lado, también como traductora. Dice de ellos Vargas Llosa que eran una pareja deslumbrante, pues todo lo que decían resultaba inteligente, culto, divertido y vital. Cortázar la llamaba cariñosamente Glop.

Es en esa época cuando vinieron a nuestro país, primero en 1956 y luego el año siguiente. En su primer viaje pasaron mes y medio en España, que apenas empezaba a levantar cabeza de los desastres de la guerra civil. Visitaron Cataluña, Andalucía, Madrid y Castilla, sin demasiado entusiasmo por parte de Cortázar. Sin embargo, las tres semanas que pasaron en Galicia fueron una sorpresa para el escritor.

Realizaban el viaje en tren y se detuvieron en Astorga, lo que nos permite conocer la ciudad de 1956 a través de su mirada; la de ella, sobre todo, que es quien deja memoria de la visita en el artículo mencionado, que lleva por título “Misterioso encuentro en Santiago”. La impresión no es nada positiva, vaya por delante, para aquellos viajeros que venían de París y la vieron con ojos acostumbrados a otras delicadezas. Escribe la Bernárdez: “Llegamos esa mañana a Santiago, después de un viaje deprimente en la Renfe, con olor a caspa y sueño en los raídos asientos de felpa. Todavía nos duraba la sensación de casi pesadilla de Astorga, en esa plaza endomingada, llena de hombres y mujeres retacones hablando a gritos y mirándonos pasar como si nos hubiéramos escapado de un tratado de escatología. Y el mazacote color gris, con una sustancia herrumbrosa, coriácea, que pasaba por ser un sándwich, un bocadillo, perdón, de jamón. Ni siquiera nos fue bien con las mantecadas; eran simples bizcochuelos, y no esa sustancia fría que se desmorona en la boca con un estallido suave y perfumado como la que habíamos comido en Madrid. Quizá por ese mismo horror provinciano, casi infernal a fuerza de mediocre, fuimos más sensibles a la belleza un poco disparatada de su catedral bastante derruida, con un aire a lo Cocteau, a un costado de la ciudad al que se llega por calles desiertas, entre corralones y aire de domingo por la tarde. O al palacio abandonado de Gaudí, que está tan nuevo que nos pareció un pastiche…”

La descripción nos deja hoy perplejos y daría para alguna apostilla marginal. Por ejemplo, viajaban en primera, porque los asientos de felpa nada tenían que ver con los de madera de tercera clase, que tenían otro olor, inolvidable. El aspecto dominguero de la Astorga de 1956, efectivamente, debía de resultar bien poco atractivo para los refinados parisinos que la visitaban tan distantes y remilgados. El bocadillo de jamón es verdad que podía resultar coriáceo a las boquitas parisinas de la época, pero las mantecadas las comparan con no sé qué dulces madrileños –¿no serían quizá mantecados?–, y claro, no tienen nada que ver. Y la referencia al palacio y la catedral se queda en lo externo y superficial, sin una sola palabra para la joya oculta de Becerra, lo que viene a dejar las cosas en su sitio. De los asuntos del arte, más bien poco. Solemos retratarnos al hablar.

Pero también quiero recordar de ese viaje lo que dice luego: “Por suerte, antes de llegar a Santiago, estuvo el regalo del Miño verde, eglógico, y de Redondela desde lo alto con sus pinos y su mar azul metiéndose sinuoso en la tierra…” Precisamente, esa visión del Miño la recuerda el propio Cortázar en el viaje de vuelta: “Creo que para mí, el gran descubrimiento, por inesperado, fue el paisaje. Cuando volvíamos de Santiago a León el tren anduvo toda la tarde junto al río Miño. Pegado a las ventanillas no podía creer que eso fuera verdad”.

Mientras leo esto, viene a mi memoria el recuerdo de otro viaje que hice siendo niño con mi madre. Veníamos de Vigo, de despedir a un tío que se iba para Brasil en uno de los trasatlánticos que se llevaban a los emigrantes. Era por 1961, unos días antes de que atracara en el puerto vigués, procedente de Caracas y Lisboa, el famoso Santa María, secuestrado meses atrás por el capitán Galvao. De regreso, también yo miraba alucinado, desde la ventanilla del tren, aquel paisaje fastuoso del Miño. Pero al llegar a Astorga no recuerdo haber visto la ciudad que vieron años atrás Aurora Bernárdez y Julio Cortázar. Quizá porque la miraba desde la inocencia.

Andrés Martínez Oria, 3 de febrero de 2016
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